Tiene razón la comunidad judía en Chile de salir al paso del escándalo que desató Karol Cariola, diputada comunista y vocera de la campaña por el Apruebo en el plebiscito del próximo 4 de septiembre, quien prometió salir a “marcar las casas” que están a favor de la opción oficial del Gobierno. “Cada casa va a quedar marcada”, dijo la vocera, en lo que se presentó como un premio a los adeptos, pero se oyó como una amenaza a los contrarios. En el fondo, Cariola propuso una funa al revés, siguiendo una práctica ya naturalizada en el debate político chileno que enfrenta su mayor polarización en 30 años de democracia: en vez de insultar a los que disienten, Cariola propuso marcar con una medalla a los adeptos.
Nada muy distinto a poner una banderita o un cartel de apoyo al candidato preferido, pero ya el daño estaba hecho y la vocera oficial tuvo que desdecirse por completo. Nunca dije lo que dije, aunque ya lo dije, etcétera. Unos recordaron la ominosa noche de Kristallnacht, del 8 al 9 de noviembre de 1938, cuando los nazis marcaron las casas y negocios de los judíos, quemaron sinagogas y libros, asesinaron a casi un centenar de ellos y dieron inicio a las leyes de discriminación que culminarían en el exterminio de la judería europea con la llamada Solución Final. Otros mentaron los tristemente célebres Comités de Defensa en Cuba, convertidos en los soplones oficiales de la Revolución en cada barrio mal portado o comunidad disidente al régimen. Y no faltaron quienes mentaron a los Colectivos chavistas, especies de bandas parapoliciales dispuestas a arremeter contra la disidencia cada vez que a alguien se le ocurre salir a la calle a manifestar su desacuerdo. El revuelo llegó a sacudir al mismísimo Servicio Electoral, órgano oficial que vela por la transparencia de los mecanismos de participación en las elecciones, y que desestimó cualquier trasgresión de parte de Cariola. Fue entonces cuando el Comité de la Comunidad Judía en Chile se pronunció, pidiendo no frivolizar una tragedia de la magnitud del Holocausto en discusiones de carácter partisano.
Hay que decir que para Cariola es muy posible que esta ayuda de los judíos locales haya resultado ingrata: miembro del grupo parlamentario Chile-Palestina, promotora del boicot contra Israel a través de la campaña BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones), la vocera del Apruebo no ocultó su enemistad con el Estado judío tras una visita a ese país en 2018: “Hay una acción de perseguir, hostigar e incluso matar y encarcelar a los miembros de las comunidades palestinas, a los habitantes palestinos, a los niños y niñas. Es una cuestión bien inédita que un Estado viole los derechos humanos de las personas que viven bajo otro Estado”, afirmó en una entrevista al diario El Siglo, del PC, al concluir su viaje.
En Chile, ya se sabe, el antisemitismo es parte de los pasatiempos de fin de semana, cuando las familias se juntan a quemar banderas judías después del asado o van a escupir a la entrada del Estadio Israelita. Algo así como marcar el territorio propio, haciendo la diferencia entre las viviendas malditas de aquellas casas que merecen respeto y admiración por sus servicios al país. La coincidencia quiso que una semana antes del anuncio de Cariola para “marcar dos millones de casas”, se conmemoraran en Buenos Aires los 28 años del atentado a la AMIA, la Asociación Mutual Israelita Argentina que dejó 85 muertos y cientos de heridos en el peor atentado terrorista de la historia de ese país. Ningún comité parlamentario chileno –ningún parlamentario a secas, más bien– se hizo presente en solidaridad con la demanda de justicia y fin a la impunidad que reunió a miles de personas en la calle Pasteur 633, donde en 1994 estalló la bomba del comando de Hezbollah, cuyos miembros hasta el día de hoy van y vienen por “los territorios” que con tanto brío defendió Cariola en su viaje de 2018. Según acredita la información publicada en Infobae a fines del mes de julio, los responsables del atentado tienen nombre y apellido, son miembros de la Jihad Islámica y actuaron apoyados por Irán tanto en el atentado a la Embajada de Israel en 1992 como en la operación del coche bomba contra la AMIA dos años más tarde.
En este clima de toma y daca, la solicitud de la Comunidad Judía en Chile pidiendo no confundir la discusión partisana con la tragedia del Holocausto corre el riesgo de no ser bien comprendida. O bien directamente negada por quienes consideran que una vez más la comunidad judía instala su tragedia propia sobre los problemas de la mayoría. Algunos incluso consideran que la Shoah es una especie de invento del sionismo internacional para justificar la existencia de Israel, por ejemplo. Otros, como Karol Cariola, consideran que Israel repite sobre los palestinos el genocidio que sufrieron los judíos en la guerra, sin tener la más mínima noción de lo que es un genocidio, en rigor. Finalmente, unos cuantos, como el alcalde de Recoleta y ex precandidato presidencial Daniel Jadue, que hace poco apareció en las redes sociales llamando a votar Apruebo junto a Jeremy Corbin, su colega antisemita y ex líder de los laboristas británicos, probablemente piensan que lo mejor sería que Israel no existiera. Que exista una dictadura en Cuba, otra en Nicaragua, otra en China y otra en Rusia, no hay problema. Pero que Israel exista es un problema: ni el gobierno ni el Estado judío debieran existir, acaso sí el pueblo que no se ha podido exterminar.
¿Qué hacer para que el socialismo de los imbéciles, como llamó Marx al antisemitismo, descampe de una vez? Un filme reciente sobre el tema manifiesta su desacuerdo con las soluciones expeditas: se trata de À pas aveugles (A pasos ciegos), una producción franco-germana de 2021 recién estrenada en los circuitos de cine documental en los Estados Unidos bajo el título From Where they Stood. dirigida por Christophe Cognet, el film recorre los campos de la muerte en Europa buscando vestigios testimoniales hasta llegar a Auschwitz-Birkenau, donde fueron tomadas las únicas cuatro fotografías que el archivo de la humanidad posee sobre el exterminio judío. Son imágenes inconcebibles, solo cuatro, y que Cognet se toma el trabajo de reconstruir paso a paso: la cámara utilizada, el modo en que los Sonderkommando (es decir los prisioneros judíos que los nazis empleaban como trabajo esclavo para sacar los cuerpos de las cámaras de gas, extraerles las tapaduras de los dientes, arrastrarlos hasta el crematorio, y allí quemarlos en los hornos o en los zanjas abiertas a un costado, cuando el crematorio era sobrepasado en número de cadáveres), esas brigadas de hombres en el infierno, que trabajaban aislados y bajo estrictísimas medidas de seguridad, de modo que no quedara ninguno de ellos vivo al cabo de cinco o siete jornadas para dar testimonio de lo ocurrido, son los protagonistas del film.
Cognet va con ellos hasta el final, cubriendo algunos de los 40 campos de concentración más importantes del régimen nazi. En Mauthausen, en Austria, se detiene ante las fotografías de las mujeres judías que eran sometidas a operaciones experimentales. A una bailarina le recortan las piernas para medir su capacidad motriz ex post. A otra le infieren cortes en los muslos para introducir infecciones y graduar su resistencia. En Auschwitz-Birkenau, en Polonia, Cognet recrea analíticamente la disposición de la brigada que se confabula para hacer posible esas cuatro fotografías del infierno al que han sido condenados los Sonderkommando, con un compañero observando la proximidad de los SS, otro esperando meter la película en un tubo de pasta dental, y otro dispuesto a pasarla a escondidas a una mujer que trabajaba en la cantina del campo, de donde es llevada finalmente a manos de la resistencia polaca para dar noticia al mundo de lo que está sucediendo con los judíos de toda Europa. Una de las cuatro tomas muestra un montón cuerpos desnudos y apilados junto al humo de las fosas. Otra, a un grupo de mujeres desnudas siendo dirigidas hacia la cámara de gas del crematorio V, lugar secreto por excelencia y desde donde, paradójicamente, el Sonderkommmando se ha instalado a escondidas para hacer la toma de la muerte multitudinaria. La acción fotográfica en cuestión no dura más de 15 a 20 minutos de una tarde cualquiera en Birkenau, con sol y sombra de un día de verano en que son asesinados unos 24 mil judíos llegados de Hungría, y de cuya jornada solo hay recuerdo debido a que se declara en todo el campo un alto en la producción de exterminio por falta de Zyclon B.
En el pliegue entre dos imposibles –entre la inminente eliminación del testigo y su objeto, así como también de la casi segura irrepresentatibilidad del testimonio que se ofrece a la vista (quién iba a creer, en efecto, que esto sucedía o podía estar ocurriendo de verdad)– estas fotografías surgen como lo real inimaginable no solo de los campos de exterminio, sino como algo que excede a la representación fotográfica misma, escribe Didi-Huberman en Imágenes a pesar de todo. Libro enteramente dedicado al episodio de esas cuatro tomas, con una escalofriante y pormenorizada bibliografía de investigación, Didi-Huberman no vacila en apuntar una conclusión: esas cuatro fotografías donde se arriesga la vida de todos los que se involucran en la acción para dar noticia del genocidio, son una necesidad que derrota todo arte de la representación y, por lo mismo, lo supera al dar vida a un único testimonio de la muerte industrial que se experimenta en los campos. No es posible correr a refugiarse en lo inimaginable, porque las cuatro imágenes destruyen esa noción heredada del romanticismo, y hunden en cambio la mirada en la obligación de ver, de abrir bien los ojos, sin pestañear, sin dejar que la mirada escape de conocer lo real por querer imaginar la realidad. La Shoah no es un paréntesis del pueblo judío donde Dios se ausenta, sino la culminación de esa ausencia, el éxtasis de un largo proceso totalitario y tecnológico que hace de los judíos sus víctimas propiciatorias.
No ha pasado aún la generación de los humillados en 1944, y Karol Cariola habla en Chile de marcar las casas de los seguidores del Apruebo como parte de la campaña del polarizado plebiscito constitucional del próximo 4 de septiembre. Si ella fuera negacionista y dirigiera sus palabras como una amenaza contra sus adversarios políticos, tendría que ir a la cárcel. Si ella es de izquierda, diputada del PC y realiza el anuncio a favor de sus seguidores, como una especie de premio a la constancia, es claro que debiera detenerse un segundo y mirar largamente un film como el de Cognet o leer algunas páginas del libro de Didi-Huberman. Cariola vería entonces el tiempo dilatarse en esas cuatro fotos que la humanidad conserva como un tesoro trémulo de vida y de coraje, realizado por los mismos que morían una vez y otra en los hornos y las fosas, testigos imposibles del mal radical. Seguro que entonces Karol se habría corregido sola antes de que la corrigieran los demás. En su calidad de máxima representante pública de la campaña del Apruebo, al que todavía adhiero por lo demás, la vocera se habría contenido y elegido mejor sus palabras. A menos de 80 años de esas cuatro fotografías que nos miran para siempre desde un infierno tan repetido como la promesa de un paraíso sin judíos en el cielo de los nazis de ayer y de los yihadistas de hoy, Karol Cariola no habría marcado casas ni personas para atraer a su gente.