Fotograma de ‘Habana Solo’ (2000), película de Juan Carlos Alom

Juan Carlos Alom es un adicto al olor del celuloide virgen, a las emanaciones dulcemente tóxicas del revelador y el fijador, y al sonido crujiente del negativo dentro de los carretes. Como todo fotógrafo que se respete es un amante de la luz, pero también de la noche, de la negrura casi absoluta del cuarto oscuro (“¡No abran esa puerta, carajo!”). Y, desde luego, es un convencido defensor de la fotografía en blanco y negro y de la impresión en plata gelatina. No creo que tenga nada en contra de la tecnología digital, pero cuando se decide a filmar insiste en encontrar las casi inexistentes películas de 16 mm (y si están un poco vencidas, no importa, quizás mejor). Y lo mismo le ocurría hasta hace muy poco a la hora de hacer fotografías, hasta que la escasez de negativos de 35 mm y de otros componentes le obligó –momentáneamente– a utilizar las cámaras digitales.

Pero creo que me he apresurado. Estas son sólo algunas de sus preferencias o debilidades técnicas y materiales. Debí comenzar diciendo lo fundamental: que toda su obra depende exclusivamente de algo que en Cuba llamamos “la bomba”, es decir, del acelerado bombeo y circulación de la sangre desde y hacia su corazón, al cual parecen estar conectadas sus cámaras mediante cables y tuberías invisibles. Porque Juan Carlos Alom es sobre todo un apasionado de la Vida (así, con mayúsculas), un enamorado de la gente, del rostro y el cuerpo de la gente, y me atrevería a decir que sobre todo del rostro y el cuerpo de los cubanos y cubanas. De lo que hacen, de lo que piensan, de lo que imaginan, de lo que sueñan, de lo que gozan, de lo que sufren los miembros (presentes y ausentes, cercanos y lejanos, conocidos y desconocidos) de este desconcertante pedazo de tierra que se mantiene flotando en el agua como un corcho o como una botella con un mensaje indescifrable adentro. Y uno puede detectar estas cosas en el porte seguro de ese mulato absolutamente concentrado, que baila en silencio, oyendo su música interior en una altísima azotea, moviéndose contra el telón de fondo de la Habana caótica y deteriorada en su ya clásico film Habana Solo (2000). O en el rostro de un niño que sonríe con naturalidad, con inocencia metido en el fango de la siempre idealizada pobreza del campo, del monte cubano, territorios a los que Alom se ha acercado con mirada profunda, conmovedora, y también crítica, comprometida, en filmes como Diario (2007), inspirado en los días finales en la vida del poeta y héroe nacional de Cuba, José Martí, y en series fotográficas como Monte soy (2008), también de gusto silvestre y espíritu martiano.

En cualquier caso, su fotografía, ya sea fija o en movimiento, es siempre emotiva, inquietante, turbadora. Nunca cerebral, ni intelectual, ni especulativa como muchos han podido pensar equivocadamente atendiendo a su complejidad exterior, a su apariencia medio surrealista, llena de toques absurdos, o donde emergen símbolos oscuros, herméticos, pero sin traducción. Y es que sus imágenes han renunciado a ser objetivas (algo que se supone que viene inscrito “por default” en el ADN de todo hecho fotográfico y cinematográfico), para ser solamente y decididamente subjetivas, sentimentales, románticas, afectivas, místicas, y la mayoría de las veces delirantes, enloquecidas. De manera que nada tienen que ver con la ideología ordenada y generalmente fría, distante, que caracteriza a la mayoría de los conceptualismos artísticos. En todas sus imágenes es muy perceptible esa exaltación, esa pasión, ese placer por el juego, por la fantasía, por la ambigüedad, que son ingredientes humanos mucho más favorecidos y glorificados por el artista que los productos de la Razón, más propensos a derivar en resultados absolutos, intolerantes, y hasta dictatoriales.

Toda esta carga emotiva, visceral, está presente en la obra de Juan Carlos Alom, pero es sobre todo evidente en su filmografía, que es casi toda de corta duración, realizada, como ya hemos dicho, preferentemente en 16 mm. Y hay un hecho curioso que no puede dejar de mencionarse: sus películas son reveladas de forma artesanal por el propio artista, como en los mismísimos albores del cine. Y hay, por cierto, mucho de cine mudo en las obras de Alom, a pesar de que a veces están llenas de voces, de palabras, de sonidos, de músicas. Y aunque el manejo artesanal de sus filmes constituya una práctica casi en desuso, además de una actividad engorrosa, lo cierto es que le reporta un vínculo estrecho, fraternal, casi conspirativo con sus materiales. Además de que le brindan un bonus nada despreciable: generan una gran dificultad, y hacen a menudo imposible controlar la calidad formal de sus imágenes, su nitidez, su estabilidad, su “perfección”. Esa perfección que se ve atacada constantemente por los relámpagos y centelleos de lo inesperado, del azar, que es propiciado por el material vencido, envejecido, defectuoso o maltratado, utilizado por el artista. Mediante este ardid, Alom obliga a sus materiales a prescindir de sus convencionales obligaciones, es decir, las de expresarse con claridad y ofrecer imágenes diáfanas, comprensibles, legibles. Y si esto no fuera suficiente, y si, por así decirlo, el negativo fotográfico insistiera en mostrar de forma vanidosa su lozanía, su poder de reflejar las cosas con claridad meridiana, de ofrecer imágenes nítidas, entonces el artista se encargará de castigar esa pretensión, y estropeará su superficie mediante cortes y arañazos. O dejará olvidados los negativos dentro de una gaveta para que el tiempo haga su trabajo.

Porque lo que hace Alom tiene mucho que ver con el tiempo, aunque con el tiempo mayormente perdido, derrochado, así como con la memoria borrosa, imprecisa, con los recuerdos casi olvidados, omitidos, y no tanto con el tiempo real que marcan nuestros relojes, y que nos priva de la libertad de confundir el día y la noche, el instante y la eternidad. No obstante, el tiempo cotidiano (y el Tiempo de las representaciones históricas) están siempre presentes en la obra de Alom, aunque sea en el fondo, en la trastienda.

En las fotos y filmes de Juan Carlos Alom uno descubre siempre pequeñas historias, ficciones o fábulas a menudo extremadamente enigmáticas, incomprensibles, que parecen estar ocurriendo en las penumbras de la mente o en esos no-lugares que tanto abundan en las cartografías del arte contemporáneo, como sucede con sus brevísimos filmes Sombras espesas (1998) y Evidencia (2001). ¿Qué quieren decir, qué significan estas obras? Nunca he tenido la ingenuidad de preguntarle, pero la extraña mezcla de teatralidad, de sexualidad, de ritualismo, de sacrificios de sangre, hace que esas imágenes dejen de pertenecer al reino afiebrado de la mente para comenzar a habitar en territorios físicos, corporales, carnales, llenos de acciones musculares, de membranas, de mucosas que se excitan, se sacuden, vibran, gotean, emiten fluidos, secreciones.

Otras veces las situaciones dramáticas de sus filmes o de sus fotos ocurren a la luz del día, en locaciones reconocibles, con personajes reales, identificables, como sucede con los músicos de Habana Solo a quienes Alom pidió que ejecutaran un solo con su instrumento, o con los motoristas de Una Harley recorre La Habana (1998). Son personajes e historias reales pero atravesadas por lo imaginario, por lo novelesco. Lo interesante es que Alom está narrando historias reales e historias imaginarias de nuestro país, pero sin establecer grandes distinciones entre ellas, porque se trata siempre de una misma y única realidad. Después de todo, hay que reconocer que nuestra historia nacional, y la vida de cada uno de nosotros se parece mucho al avance insistente de ese perro callejero (y luego, de esa anciana envuelta no en una capa, sino en un burdo pedazo de nilón) luchando contra la lluvia y la ventolera de un huracán, en su electrizante e hipnótico film Reportaje (2002). O como ese montón de hormigas enloquecidas que aparece en Habana Solo girando y girando sin saber cómo llevarse a la cueva el suculento bocado de un insecto muerto, de una cucaracha quizás, o el cadáver de uno de nuestros muchos Gregorio Samsa. ¿Acaso no hemos vivido en la cotidianidad de nuestro “paraíso tropical” muchas situaciones kafkianas (¿quizás todas?), especialmente en nuestros encuentros con la burocracia socialista?

La estética de Alom –que es aplicable lo mismo a sus fotos que a sus filmes, pues entre ellos no parece existir un límite muy estricto– prefiere no enfocarse, ni demorarse demasiado en las cosas, en la gentes, en los ambientes, sino en su movimiento, en su ritmo, en su tránsito, para que su mirada de autor no se vea forzada a declarar un objetivo, un propósito narrativo, poético, que luego los demás se sientan obligados a seguir. Por el contrario, siempre trata (o quizás ni siquiera eso, porque sus intenciones son dictadas por la intuición, por la espontaneidad) que el espectador sea incapaz de abrir con facilidad cualquiera de sus imágenes como si tratara de un regalo, de algo metido en un estuche al que sólo habría que zafar el cordelito, la cinta, o algo así, para alcanzarlo, para obtenerlo. No hay nada parecido a un “regalo” en la obra de Juan Carlos Alom. Muchos pueden pensar que sus imágenes permanecen cerradas como almejas, como conchas que estuvieran protegiendo celosamente su perla, su secreto (su belleza, su significado), pero no creo que haya nada de eso. El único secreto es que uno debe entrar sin previo aviso, y sin tratar de meter ninguna llave oxidada (ni filosófica, ni política, ni siquiera estética), es decir, que es mejor forzar la cerradura, demostrar la urgencia por entrar pero sin saber qué habría que buscar ahí adentro. De lo contrario, hay que esperar a una segunda o una tercera oportunidad, como dicen que debe esperar el náufrago a la llegada de una séptima ola para llegar sano y salvo a la orilla. Pero es seguro que Alom no va a estar parado ahí, esperándonos, como si se tratara de un amable portero. Es simplemente un amante de las cosas sencillas y confusas de la vida, que es lo que diferencia a un verdadero artista de alguien que simplemente filma o toma fotos para algo (para la fama, el dinero, etc). Aunque quizás lo que mejor que podría caracterizarlo es decir que es alguien dedicado a la búsqueda afanosa, apasionada… de algo que no sabe qué es.

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La Habana, 2 julio de 2015

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