Stig Sæterbakken
Stig Sæterbakken

Escribe Cioran en sus Cuadernos: “La carne, ¡qué horror! Una suma infinita de caídas, el modo en que se realiza nuestro deterioro cotidiano. Si hubiese un dios, nos habría dispensado de la ingrata tarea de acumular podredumbre, de arrastrar un cuerpo”. Pocos escritores –y casi ningún pensador–[1] comparten la pavorosa intensidad inmanente a la perspectiva del gran meteco rumano, y los dedos de una mano bastan, quizás, para enumerar aquellos que han conseguido articularla de manera convincente: Gottfried Benn, Thomas Bernhard, el desdichado Fritz Zorn,[2] algunos cuentos de Kjell Askildsen y Fleur Jaeggy. También, qué duda cabe, el notable, casi desconocido narrador noruego Stig Sæterbakken, especialmente en su desoladora novela Siamés (Mármara Ediciones, 2018).

Se trata de un relato informado por un pesimismo radical que se atreve a contemplar de frente los así llamados “aspectos más desalentadores de la existencia”[3] (vejez extrema, enfermedades devastadoras, decrepitud terminal): en efecto, los protagonistas[4] son dos ancianos noruegos (Edwin y Erna) que, por decirlo suavemente, no están en su mejor momento: Erna, con casi ochenta años, puede salir a la calle y su vista resulta envidiable para cualquiera de su edad pero está casi sorda y debe ocuparse sin apenas ayuda de su nonagenario esposo Edwin: ciego, paralítico e irascible,[5] un misántropo de estricta observancia cuyas opiniones sobre la raza humana y “el inconveniente de haber nacido” habrían hecho sonreír al propio Thomas Ligotti.

No hay que pensar, sin embargo, que se trate de un filósofo sistemático, ni mucho menos:[6] por el contrario, antes de los setenta años[7] Edwin fue siempre un tipo práctico, nada propenso a meditaciones existenciales. Pero la ceguera y la parálisis posterior cambiaron todo eso de manera definitiva: ahora el hombre se veía confinado a la oscuridad perenne y la inmovilidad en un sillón que jamás abandona: entonces se convierte en un notable pensador ágrafo… a pesar de sí mismo.[8] Pero quizás eso resultaba más o menos predecible: si es cierto que, como afirma Thomas Bernhard en una entrevista, “tras la destrucción del cuerpo, la mente se desarrolla sorprendentemente bien”, entonces Edwin (que era ya un sarcástico ateo radical en su juventud) tenía todo lo necesario para impulsar su pensamiento a los límites más extremos. Así, desarrolla una perspectiva casi budista[9] sobre la miseria del cuerpo, la inevitable caducidad de toda carne[10] y “el abismo del nacimiento”.[11]

Sin embargo, aquí resulta necesario hacer énfasis en el adverbio pues, a diferencia de los conspicuos adeptos de esa arcaica doctrina, Edwin no cree en la posibilidad de alcanzar la serenidad o el júbilo asociados al cese siquiera parcial del sufrimiento: para él “ni este mundo, ni el otro,[12] ni la felicidad pertenecen al hombre abandonado a la duda”[13] (en este caso sus incesantes, sombríos pensamientos) y el cuerpo es irredimible. En esta situación su monólogo fatal se despliega con una intensidad apenas soportable y el tipo, habiendo ido incluso más allá del nihilismo (si tal cosa es posible), comienza a meditar sobre aquello que Pascal (en una carta que obsesionó a Cioran durante décadas), llamó “las ventajas de la enfermedad”: “me lo tomé como una salvación cuando, a edad bastante temprana, empezó a fallarme la vista […] Evidentemente perdí algo cuando mi vista se quedó reducida casi a la ceguera, pero al mismo tiempo me libré de bastantes cosas, me libré de ver todas las cosas feas y repugnantes, y de la duda de si lo que veía era cierto o no”.[14]

Lo sorprendente de fragmentos como este, además de su extremado pesimismo, es cómo Sæterbakken (un tipo de apenas treinta años cuando se publicó el relato) consigue representar la vida interior de un anciano ciego y paralítico de forma absolutamente verosímil, y también la de una anciana octogenaria: los capítulos narrados por Erna también resultan creíbles: su bondad, afabilidad y sentido común son un necesario complemento que atemperan, hasta cierto punto, el radicalismo de Edwin. Pero sólo hasta cierto punto: resulta obvio que el autor está cautivado por lo que ha conseguido al crear este personaje y tres cuartas partes de la narración le pertenecen: en última instancia es la historia de Edwin… ¡y de qué manera!: pronto el hombre no se conforma con la ceguera y despliega una perturbadora fascinación por el espectáculo de su propia decadencia: “Las piernas podrían cortármelas sin problemas, no hacen más que estorbar […] Sin las piernas, mi tinaja de Diógenes se desharía de un lastre innecesario”. Eso por sí solo es ya bastante extremo pero el tipo continúa, imperturbable: “También me apañaría bien sin los brazos, apenas los uso […] Todo sería más fácil y más práctico”.

A partir de ese momento las almas sensibles harían bien en abandonar la lectura: como si se tratase de un aspirante a la jerarquía suprema en la demencial secta descrita por Brian Evenson en su relato The Brotherhood of Mutilation, Edwin va enumerando todas las partes del cuerpo que desearía perder hasta llegar al punto en que, según afirma “me libraría de todos los achaques del cuerpo y tendría el cerebro a buen recaudo dentro de un cráneo acorazado […] escucharía las historias de las enfermedades, la decadencia y la perdición con absoluta calma de espíritu y por fin podría descansar todo el tiempo, estaría contento. No diría nada, pero estaría contento y no pararía de sonreír”.

Hay algo escalofriante en la minuciosa, casi clínica descripción de su propia decrepitud: sólo en algunos textos de Gottfried Benn y en las angustiosas páginas de Marte encontramos algo parecido.[15] Y aquí eso lleva directamente a la radicalización de su ya virulenta repulsión por lo existente: no hay nada bajo el sol que Edwin no odie: los jóvenes,[16] los médicos,[17] los animales, el ruido,[18] la comida, la música, el silencio… y todo lo demás. Por supuesto, en Noruega existía, mucho antes de Sæterbakken, una geografía simbólica similar a la que encontramos en Siamés: me refiero a los extraordinarios cuentos de Kjell Askildsen. Sin embargo, existe una diferencia fundamental que separa para siempre a Sæterbakken de su más ilustre predecesor noruego: la ausencia absoluta de humor, ironía o siquiera breves instantes de júbilo en sus textos (una emoción que los personajes de Askildsen, esos viejos casi heroicos en su apego a la existencia, pese a todo, no desconocen): en el joven escritor noruego todo es “desolación y aflicción de espíritu”, como en este pasaje donde la ceguera de Edwin adquiere una angustiante, perturbadora intensidad: “vuelve la noche, esa oscuridad eternamente gris que me envuelve como una ceñida capucha que a la vez es de extensión ilimitada”.

Y Sæterbakken consigue sostener ese tono durante más de 150 páginas. ¿Qué sucede aquí? Quizás la mejor posibilidad de volver inteligible la poética de este escritor sea introducir el concepto de “ficción desnuda”, desarrollado por el filósofo Bernard Williams en sus análisis de la tragedia griega. Tomando como arquetipo Las Traquinias (Sófocles), Williams afirma que esta noción se manifiesta en obras “con un estilo y estructura que evita lo anecdótico e incidental […] donde todos los recursos están típicamente dirigidos de un modo concentrado a exhibir las operaciones del azar y la necesidad”. Williams basa su investigación ante todo en las tragedias de Sófocles, pero se trata de un concepto con gran potencial heurístico que puede aplicarse, qué duda cabe, en el análisis de textos como King Lear, Corrección, Marte y, naturalmente, la novela de Sæterbakken: en suma, obras maestras rotundas, pero también implacables, refractarias a toda teodicea, allí donde el sufrimiento se erige como un Absoluto, la fuliginosa, cenagosa esencia del mundo visible.

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Pero todo eso estaba ya en unos pocos versos del Dhammapada (quizás la más influyente y famosa escritura budista): “Mira tu cuerpo: una marioneta pintada, un insignificante objeto con articulaciones destinadas a pudrirse, una cosa enfermiza y sufriente, con una cabeza llena de engañosos pensamientos”. Así, acaso sin proponérselo, Sæterbakken ha escrito una dilatada, devastadora glosa de este poema budista: esa es, según creo, una de las interpretaciones que su novela implica y exige.


Notas:

[1] Quizá sólo Schopenhauer y su malogrado discípulo Philip Mailander accedieron a una concepción similar (y el gran filósofo de Frankfurt fue influenciado por el pensamiento budista, que pudo leer en traducciones francesas).

[2] Su obra autobiográfica Marte es probablemente el texto definitivo sobre la enfermedad y el ocaso del cuerpo.

[3] Frase proferida por un sociólogo cuyo nombre he olvidado.

[4] Y narradores en primera persona que se alternan de un capítulo a otro.

[5] Aunque considerando la decadencia de su cuerpo, es difícil concebir que el tipo pueda experimentar la menor alegría.

[6] Probablemente no leyó un volumen de filosofía en su vida y él mismo dice “no entender nada de esas cosas”, pero precisamente eso torna asombrosas sus incesantes meditaciones.

[7] Otros escritores también han considerado esa edad como el auténtico inicio de las tribulaciones corporales. Así Philip Roth en su novela Sale el espectro (una obra maestra por derecho propio sobre estas cuestiones) nos refiere las inquietantes palabras de Nathan Zuckerman: “Luego me pidieron que pronunciara un discurso sobre lo que se sentía al cumplir setenta años […] será un discurso breve, dije. Piensen en el año 4000. Tómense su tiempo […] piensen seriamente en el año 4000 […] eso es lo que se siente al cumplir setenta años”.

[8] “No soy un pensador, pero pienso todo el tiempo. Es lo único que no logro evitar hacer. No paro nunca. Es detestable. Natural, sin duda, pero detestable. Cada pensamiento genera uno nuevo y se parecen entre sí, toda progenie fea porta los rasgos de sus antepasados”.

[9] Aunque cuando se evocan estas cuestiones casi todos piensan en ciertos volúmenes medievales (por ejemplo, el sombrío tratado De miseria humane conditionis, de Inocencio III), en rigor de verdad nadie ha superado el horror budista ante las enfermedades y la decadencia corporal: un texto de la doctrina Madhyamika se refiere al cuerpo como “una llaga de nueve aberturas”.

[10] “Mi hermano tuvo suerte […] se largó los cincuenta y cinco […] se ahorró todo esto, perder los dientes, la vista, se ahorró el olor a podrido en sus propias encías…” (Inútil proseguir la enumeración).

[11] Esta asombrosa expresión pertenece a un pasaje del Canon Pali (Escrituras Sagradas del Budismo Theravada).

[12] En el que, por lo demás, tampoco ha creído nunca.

[13] Bhagavad Gita.

[14] Y estos sólo son algunos de sus más tenues pronunciamientos: he omitido numerosos detalles escatológicos sumamente desagradables.

[15] Aunque, en rigor de verdad, también podríamos considerar el gran poema Old Fools, de Philip Larkin (algo menos explícito en sus descripciones de la decadencia) como un precursor de esta cosmovisión.

[16] “Los desprecio, no saben nada sobre el hecho de pensar, ignoran lo que significa pasarse día tras día sentado en una mecedora, cargar con el peso de un cuerpo medio muerto y una cabeza excesivamente grande”.

[17] En esto lo preceden numerosos personajes de Bernhard, naturalmente.

[18] Por supuesto, una consecuencia de la ceguera es que su audición se ha agudizado de forma notable.

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