Imagen de cubierta de ‘Cuentos’, de Kjell Askildsen (Lengua de Trapo, 2010)

Supongo que mi ignorancia sobre la literatura noruega es casi enciclopédica: conozco, como es natural, a Ibsen (y algunas de sus obras me parecen extraordinarias), he leído alguna que otra novela de Knut Hansum (aunque siempre he pensado que Céline es muy superior en esa tesitura nihilista) y, gracias al catálogo de Anagrama, tuve noticia del vasto proyecto autobiográfico de Karl Ove Knausgård (pero, tras hojear uno de estos volúmenes, el tipo me pareció un pretencioso y malogrado imitador de Proust y decidí abstenerme enérgicamente de su lectura). Probablemente fue en ese momento cuando comencé a pensar que, con la excepción de Ibsen, la literatura noruega no era gran cosa y que lo mejor sería no perder más tiempo buscando algún autor que justificara al menos el esfuerzo de sacar sus obras del librero. Después de todo, ¿podía haber algún escritor de peso en un lugar donde tipos como Knausgård (gárrulos, fatuos, sin brillo ni ironía) son considerados unánimemente como lo mejor que le ha ocurrido en decenios a la literatura nacional? Curiosamente… sí, e incluso más de uno,[1] pero aquí me gustaría comentar brevemente los extraordinarios relatos de Kjell Askildsen, quizás el cuentista europeo más original de los últimos cincuenta años.

Resulta muy curioso que Askildsen no sea más conocido: al parecer se trata de uno de los secretos mejor guardados de la literatura europea y uno comienza a sospechar que, si no tiene la fama que sin duda merece, es porque su visión de la así llamada condición humana no es precisamente de las que ganarían un concurso de popularidad. Resulta entonces muy apropiado que me haya enterado de su existencia mientras leía una reseña sobre el último libro de Fleur Jaeggy: ciertamente ambos escrutan sin piedad el lado más oscuro de esos supuestos paraísos (Suiza, Noruega) que, bajo el resplandor inclemente de su prosa, adquieren de súbito contornos infernales.

Kjell Askildsen | Rialta
Kjell Askildsen

Sin embargo, considerar a Kjell Askildsen como una especie de doble masculino de la escritora suiza sería ostensiblemente falso: más allá de un ideal compartido de contención estilística y del ya mencionado deseo de rasgar el velo de las apariencias miríficas para acceder a la verdad en toda su insoportable crudeza, las diferencias son considerables: Fleur Jaeggy se ocupa fundamentalmente de lo que podríamos considerar la alta burguesía suiza, se permite delicadas florituras estilísticas y no desdeña impregnar sus cuentos de una atmósfera que consigue insinuar la posibilidad de lo numinoso precisamente allí donde la perversidad de sus personajes parecería descartarla de manera definitiva.[2] Askildsen, por su parte, se sitúa en las antípodas de todo este refinamiento: narra, con sequedad y frialdad ejemplares, las vidas paralelas de los fracasados noruegos. Así, en el relato “Elizabeth”, Frank, que visita a su hermano tras años sin verlo, comprende que el aborrecimiento mutuo que siempre se han profesado no ha disminuido: no tienen nada que decirse y, para empeorar las cosas, comienza a experimentar una poderosa atracción por Elizabeth, su cuñada. Intentando alejarse de todo esto por unas horas (su hermano lo ha invitado a quedarse con él varios días), se dirige al asilo donde reside su madre, pero, en el universo de Askildsen, la familia es simplemente el error que es preciso evitar a toda costa y los padres son mucho más desagradables que los hermanos:

Bueno, dijo ella, dejemos el tema. Estuvimos un rato sin hablar de eso ni de nada. Llevaba dos años sin verla; el tiempo y la distancia me habían hecho reprimir mi aversión hacia ella, pero ahora volvió a aparecer. No has cambiado, dijo ella. No, contesté, lo hecho, hecho está.

Permanecí sentado en su cocina casi una hora; evité cuanto pude los temas que acentuaban la distancia entre los dos, y la visita podría haber acabado con una nota conciliadora de no haber sido porque se sintió obligada a contarme cuántas oraciones había dirigido a Jesucristo para que yo volviera a encontrarlo. La escuché un rato, y al final dije: deja eso, madre. No puedo, contestó, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Me levanté. Entonces es mejor que me vaya, dije. Qué duro eres, exclamó. ¿Yo?, pregunté. Me acompañó hasta fuera. Gracias por haber venido, dijo. Que te vaya bien, madre, contesté.

Este fragmento epitomiza los elementos fundamentales del territorio Askildsen: la ironía sutil, gélida y certera, el sarcasmo antirreligioso, la noción (muy cercana a la de Thomas Bernhard) de la familia como infierno primigenio, el antisentimentalismo que no es sólo una elección existencial sino también el fundamento de una poética; en fin, el nihilismo tranquilo, sin estridencias, de alguien que se lo toma todo con calma y parece susurrarle al lector: “no te exaltes, es cierto que nada tiene sentido pero, bueno, eso es lo que hay y quejarse no va a servir de nada”.

En efecto, en lugar de lanzar imprecaciones contra el destino, Askildsen prefiere anotar, como un escrupuloso cronista, las fluctuaciones incesantes de la farsa humana, que en sus relatos oscilan, como en la visión de Schopenhauer, entre el sufrimiento y el hastío. Tenemos, por ejemplo, la comedia de la caducidad en el cuento “Vaya”, donde Thomas, el octogenario que protagoniza algunos de los mejores textos de Askildsen, consigue salir de su casa (todo un acontecimiento para alguien tan enfermo) y, tras caminar dos o tres cuadras, se encuentra con un antiguo colega (el término amigo sería una inexactitud flagrante: los solitarios viejos de Askildsen han dejado de creer hace mucho tiempo en la posibilidad de cualquier relación humana) con el que sostiene una conversación de inquietante comicidad, un diálogo de sordos (literalmente y en todos los sentidos) que no hubiera desagradado a Beckett, uno de los poquísimos autores admirados por Askildsen.[3] De hecho, si prestamos atención, son estos viejos formidables la creación más original del escritor noruego: tipos duros, devastados por la enfermedad y todo tipo de catástrofes existenciales, pero jamás quejosos o patéticos; valetudinarios desafiantes, inaccesibles a la estupidez y el soborno del cielo.

Así, en un cuento como “El punto de apoyo”, encontramos nuevamente a Thomas enfrascado en uno de esos diálogos de grotesca comicidad que son la especialidad de Askildsen: en este caso se trata de una discusión con su casero, un ferviente cristiano que, además de manifestar su preocupación por el alma de su inquilino, desea, naturalmente, subir el precio del alquiler. Pero el casero, a pesar de su fe inquebrantable y su astucia para los negocios, no estaba preparado para la agresiva lucidez de un inquilino como Thomas, y finalmente debe batirse en retirada cuando este último se burla de sus certezas y, blandiendo su bastón de forma amenazadora, lo conmina a marcharse. Una vez más, en apenas tres páginas, Askildsen teje una pequeña obra maestra escéptica que escarnece las intolerables pretensiones del fanatismo religioso. No hay que pensar, sin embargo, que es sólo este último el que suscita su desprecio: tratamos aquí con un hombre radicalmente desprovisto de ilusiones, un tipo refractario a todo pensamiento más o menos utópico. No es extraño entonces que un relato como “María” ridiculice los excesos de ciertos eco-fundamentalistas a través de un diálogo delirante entre el decrépito Thomas y su hija, a la que no ve desde hace decenios:

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María –dije– eres realmente tú, tienes buen aspecto. Sí, bebo orina y soy vegetariana, contestó. Me eché a reír, hacía mucho que no me reía, imagínate, tenía una hija con sentido del humor, incluso con un humor un poco atrevido, quién lo diría. Fue un momento hermoso. Pero me equivoqué, qué fastidio que uno nunca consiga quitarse las ilusiones de encima. Mi hija se quedó como embobada y con la mirada perdida. Te estás burlando de mí –dijo–, pero si yo te contara… Me pareció haberte oído decir orina, contesté. Orina, sí, y me he convertido en otra persona. No lo dudé ni un momento, era lógico, debe de resultar imposible seguir siendo la misma persona antes y después de haber empezado a beber orina.

Más allá del implacable sarcasmo de este y muchos otros relatos, lo que está en el núcleo de estos textos es un escepticismo esencial, una duda pertinaz y corrosiva sobre cualquier doctrina que desafíe el más riguroso sentido común. “El hombre no es ángel ni bestia, y la desgracia quiere que quien pretende hacer de ángel haga de bestia” (Montaigne, “De la experiencia”): estas palabras serían suscritas sin reservas por Askildsen, un cronista lúcido y hastiado de la desolación, un tipo solitario que avanza sin miedo ni esperanza por el vasto y desierto paisaje de sus cuentos, bajo la luz enferma del mediodía hiperbóreo.

Notas:

[1] Por ejemplo, el inquietante Jo Nesbø, un escritor de novela negra comparable a James Ellroy por su maestría en el diseño de tramas laberínticas y la atormentada complejidad del personaje de Harry Holle, que protagoniza casi todas sus novelas.

[2] No olvidemos que Jaeggy también ha escrito novelas: algo impensable para un tipo como Askildsen, cuyos mejores textos jamás sobrepasan las diez páginas.

[3] Los otros dos admirados por Askildsen son Strindberg y Hermann Broch.

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