Brian Evenson
Brian Evenson

No son precisamente escasos los volúmenes que en el polimorfo, casi infinito territorio de la así llamada novela negra, poseen, de manera más o menos ostensible, un rotundo fundamento teológico: de James Ellroy a John Connolly, por sólo citar dos autores cuya grandeza estética se encuentra más allá de cualquier duda razonable, proliferan los artistas verbales que, no satisfechos con “narrar una buena historia”,[1] despliegan en sus relatos una preocupación obsesiva por cuestiones como el origen del mal,[2] la predestinación, y, en definitiva, la siempre elusiva naturaleza última de lo sagrado. Ahora bien, a no ser que pensemos en el bueno de Umberto Eco y su faraónico bestseller,[3] las cuestiones teológicas o metafísicas casi nunca están en primer plano sino que acechan, más o menos ocultas, para aflorar en ciertos momentos de crisis o, más frecuentemente, cuando todo ha terminado y los personajes intentan conferir un sentido a la trama tejida con sus vidas: en pocas palabras, la teología se funde con el argumento en una suerte de tejido inconsútil y sólo llama la atención sobre sí misma en raras, aunque enormemente significativas, ocasiones: es una corriente subterránea de sentido que siempre está presente pero realiza considerables esfuerzos para velar su existencia.

Precisamente por eso resulta notable The Brotherhood of Mutilation, la muy original nouvelle de Brian Evenson, en la que un reticente y taciturno detective investiga un crimen que concierne a los adeptos de la secta más rara y radical que cualquiera pueda concebir:[4] aquí las cuestiones teológicas están desde el principio en primer plano y si el protagonista pretende tener éxito en su investigación empírica, por llamarla de algún modo, entonces debe descifrar, siquiera parcialmente, la doctrina profunda de la secta (protegida con feroz fanatismo por sus acólitos, naturalmente): los dos enigmas son inextricables.

En el origen estuvo Kline y todo lo relacionado con Kline: este enigmático detective[5] pierde la mano derecha en un enfrentamiento con un criminal propenso a la utilización de armas blancas: cuando el así llamado “caballero de la cuchilla” le corta la mano de un tajo (podemos imaginar lo que venía después), Kline, desplegando una sangre fría que no es de este mundo, cauteriza por sí mismo el muñón desgarrado y, aprovechando el desconcierto del criminal, procede a volarle la cabeza. Cuando los periódicos reportan su hazaña, los acontecimientos narrados[6] despiertan inmediatamente el interés de una rarísima secta poscristiana[7] que basa su abstrusa, siniestra y acaso incomprensible doctrina en lo que podríamos llamar una lectura fundamentalista[8] (pero el término es insuficiente) de un conocido versículo bíblico (Mateo 5: 29-30): estos grotescos personajes han malinterpretado con absoluta deliberación el significado ostensiblemente alegórico del pasaje[9] y convertido la mutilación por mano propia en su ritual más sagrado (una suerte de sangriento equivalente de la Eucaristía).

Y son precisamente ellos quienes arrastran (no hay otra forma de expresarlo) al más que reticente detective a su terrorífico mundo, forjado con la sustancia de que están hechas las pesadillas: se ha cometido un crimen en el recinto principal del culto (o al menos eso dicen) y el poderoso Borchert (segundo hombre en la retorcida jerarquía de la secta),[10] envía a dos diligentes secuaces –Ramse y Gous– en busca del hombre que cauterizó su propia mano para que investigue el acontecimiento (“Me temo que nadie más será adecuado”). Naturalmente, Kline no tiene la menor intención de involucrarse con semejantes maníacos, pero resulta que la “invitación” es cualquier cosa menos opcional: Ramse y Gous (dos tipos que parecen haber sido extraídos directamente de una pieza teatral de Samuel Beckett)[11] lo arrastran fuera de su casa[12] y lo conducen al cuartel general del culto (un auténtico estado teocrático en miniatura).

Y allí las cosas se tornan verdaderamente siniestras: una atmósfera claustrofóbica, onírica y ominosa lo rodea todo y el atribulado protagonista debe abrirse paso entre los densos miasmas de la paranoia, el secretismo y el miedo para resolver un crimen que tal vez ni siquiera ocurrió:[13] aquí la narración abandona casi por completo el género policial y se metamorfosea en algo mucho más complejo y perturbador: un relato de “horror metafísico”[14] en la gran tradición del mejor Lovecraft y, sobre todo, Thomas Ligotti.[15] Así, Klein se desplaza por un paisaje dantesco en el que, por sólo nombrar algunos detalles conspicuos, todos los hombres[16] despliegan como mínimo una mutilación (y a menudo muchas más); nadie –con la excepción de Borchert– ha visto jamás al fundador de la secta;[17] casi ningún creyente sabe exactamente en qué consiste la doctrina (y los que sí saben se niegan a discutir el asunto);[18] los devotos son clasificados de acuerdo a una inflexible, infernal taxonomía (del 1 al 13, según la cantidad de mutilaciones) tan importante que se convierte el signo definitivo de su identidad.[19]

Los ejemplos podrían multiplicarse casi indefinidamente, pero lo esencial estriba en comprender que todo esto implica un concepto de la mímesis muy diferente del que manejan los así llamados escritores realistas: aquí el texto es una mónada,[20] una artefacto verbal perfectamente cerrado y autosuficiente que sólo hace referencia a sí mismo y no puede ser reducido en ningún caso a cualquier concepto de veracidad o verosimilitud que provenga de la así llamada “realidad exterior”: el relato no pretende “reflejar” nada, sino establecer un universo absolutamente autárquico con sus propias leyes y conexiones internas, por extrañas que resulten: nadie ha visto ni verá jamás una iglesia como esta, pero ciertamente existe (y de qué manera) en el espacio literario.

Tras esta breve y necesaria digresión podemos continuar el análisis del relato: ya he observado que desde el inicio mismo de la narración[21] diversos signos señalaban un motivo ulterior para que Kline fuese convocado –es un decir– a la tenebrosa sede del culto, y los sucesivos acontecimientos (en particular los pertinaces indicios de que en realidad no ha ocurrido nada, al menos todavía) sólo consiguen confirmar la intuición inicial del detective: está atrapado[22] en un avieso laberinto de inconcebibles fanáticos y algo mucho más siniestro está en juego que el conjetural crimen. El detective no se hace ilusiones[23] (es demasiado inteligente para eso), pero no puede evitar preguntarse por qué lo han arrastrado allí e incesantemente se atormenta (el término no es excesivo) imaginando las más diversas (y terribles) posibilidades.

Entre todas las hipótesis parece ganar fuerza una particularmente nefasta: los tipos quieren convertirlo a su muy peculiar insania: “Hay una crisis en el culto, pensó Kline. Lo habían llevado allí para resolverla, redimir la secta, permitir que continuase”. Ciertamente, nada hay de inverosímil en esa conjetura, con la excepción del pequeño detalle que tanto Kline como cualquier lector atento habrá notado necesariamente a estas alturas: ¿Por qué precisamente él? La respuesta está inextricablemente ligada a su infortunio: en efecto, cuando Kline cauterizó su propia mano suscitó una profunda fascinación en la secta y muchos comenzaron a imitarlo: “usted ha comenzado algo, señor Kline. Todos hablan de la autocauterización. El credo amenaza con transformarse. Quizá se produzca un cisma, dijo Borchert”.[24] Bueno, en rigor de verdad, ya se ha producido: Kline está atrapado en una situación absurda, apenas creíble y absolutamente angustiosa: no puede abandonar el lugar e insidiosamente lo empujan hacia una conversión que lo horroriza: “Usted fue Dios por un momento, incluso si no lo comprendió. Casi comienzo a sospechar que podemos aprender algo de usted… sí, continuó Borchert, puedo ver el atractivo de la autocauterización, señor Kline… es un retorno a la religión natural, por así decirlo”.

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Inútil resulta añadir que todos los intentos de Kline por negar que su destino y el del culto están entrelazados son rechazados sin contemplaciones: “Escúcheme, Borchert: todo esto es ridículo. Yo no tengo nada que ver con ustedes y no quiero saber nada más de este asunto”; “Oh, pero sí que tiene que ver con nosotros, y mucho más de lo que supone: quizá usted sea una manifestación involuntaria de lo sagrado, pero sigue siendo una manifestación: sus deseos no tienen la menor importancia”.

Lamentablemente para Kline, el poder de Borchert en el recinto del culto es prácticamente ilimitado y casi siempre obtiene lo que desea: no podemos saber (al menos hasta el espeluznante final, que no revelaré) si en este caso se trata realmente de resolver un crimen o de convertir al detective al más siniestro credo jamás ideado por la mente humana,[25] pero sí conjeturar que de una forma u otra nada terminará bien para Kline en esta sombría meditación sobre la esencia del fanatismo, acaso tan oscura como aquella que Novalis intentó desentrañar.


Notas:

[1] “Que se dediquen a eso John Grisham y Stephen King: para eso les pagan… y de qué manera”, pensarán Ellroy y todos los demás.

[2] Y eso, por supuesto, también implica interrogarse sobre la Teodicea: uno es apenas concebible sin la otra.

[3] Que todos, por motivos que me eluden, parecen admirar: los habrá deslumbrado con su erudición porque el estilo, en rigor de verdad, no es gran cosa… y también aburren la incesante intertextualidad y los anacronismos (¡citas de Wittgenstein en un supuesto manuscrito del siglo XIV!: el tipo se pasó).

[4] Los manejadores de serpientes de los Apalaches son tipos casi agradables en comparación con estos fanáticos, como ya veremos.

[5] Nunca sabemos exactamente a qué se dedicaba. Pero la oblicuidad, los secretos y el silencio son precisamente la norma, no la excepción, en esta compleja nouvelle.

[6] En particular la improbable autocauterización: nunca habían escuchado hablar de algo semejante.

[7] Hay que llamarla de alguna forma: estos tipos han ido tan lejos que ni siquiera pueden ser considerados heresiarcas.

[8] Es decir, extremadamente literal.

[9] ¿Acaso alguien ignora que la casi totalidad de estos pronunciamientos, con la excepción de los más diáfanos, poseen como mínimo cuatro niveles de significado? Por supuesto que no: sólo el obstinado rechazo de lo obvio puede sostener una interpretación tan delirante.

[10] Más adelante suministraré otros detalles: por ahora será suficiente observar que todo gira en torno a la cantidad de miembros que hayan amputado: a medida que aumentan las amputaciones aumenta el poder de los creyentes: quienes sólo se han cortado una mano, un pie o algunos dedos son meros principiantes, y el así llamado “visionario” de la secta es sólo un torso con una cabeza adherida: tal es la naturaleza de este culto supremamente sombrío.

[11] Sobre todo, por la naturaleza de sus diálogos. Consideren, por ejemplo, esta curiosa conversación: “—Pero usted cauterizó su propia herida, señor Kline, dijo Ramse. Eso lo convierte en alguien verdaderamente excepcional. Sí, podría contar el número de personas que cauterizan sus heridas con un dedo de una mano, enfatizó Ramse. –Claro, si él tuviera una mano, dijo Gous; —Por supuesto, si yo tuviese una mano, dijo Ramse”

[12] Comprensiblemente el tipo, deprimido por la pérdida de su mano derecha (¿y quién no lo estaría?), se encuentra sumido en la desesperación más profunda. Sin embargo, esos “detalles” no podrían interesarles menos a los hombres de la secta (quienes, por supuesto, niegan incesantemente que su “Iglesia” sea, según todo parece indicar, un culto para dementes).

[13] Como si se tratase de una parodia, aunque pueden estar seguros que de cómico no tiene nada, de la literatura policial clásica, se le imponen a Klein tantas restricciones en su investigación (no puede ver el cuerpo, que es sagrado para la secta, tampoco entrevistar a ningún testigo personalmente ni discutir el caso sin autorización de Borchert) que sólo dos interpretaciones posibles se sostienen: o bien no desean realmente que lo resuelva o, sencillamente, nunca sucedió… Y en ambos casos el detective debería inquietarse aún más porque, entonces, ¿para qué lo han llevado allí?).

[14] La definición pertenece a S. T. Joshi, el gran especialista de la literatura weird.

[15] Pienso aquí en cuentos tan notables como Death of a Mannikin, Doctor Voke and Mr Veech y The Last Feast of Harlequin.

[16] Pues, en efecto, no hay una sola mujer en esta retorcida hermandad.

[17] “No lo necesitamos. Nos concentramos en su ausencia, no en su presencia, en lo que que ha perdido mucho más que en lo que permanece” (Así, Ramse).

[18] “¿Es secreto?, preguntó Klein”; “Secreto, no: Sagrado, replicó Gous”.

[19] “¿Quién es Borchert?, preguntó Klein; No importa quién es Borchert, replicó Ramse. Importa qué es Borchert. Y Borchert es un Doce”.

[20] Y desde Leibniz sabemos que estos dispositivos no tienen puertas ni ventanas.

[21] Así, la primera oración, con su impreciso pero aciago tono: “Fue sólo después cuando comprendió la razón por la que lo habían llamado, pero ya era demasiado tarde para que la información le sirviese de algo”.

[22] Pues, para colmo, Kline no podría marcharse, aunque lo desease: “Me temo que eso ni siquiera se plantea señor Kline. Si intenta abandonar el recinto sin resolver el caso será eliminado. Debe comprenderlo: es por el bien de la fe, no hay nada personal en todo esto”.

[23] “Parecía obvio que no existía interés alguno en que resolviese el caso”.

[24] Pero el contexto en que pronuncia estas palabras y algunas frases ulteriores nos permiten suponer que el poderoso arconte de la secta no ve esa metamorfosis como algo necesariamente malo: si es un buen teólogo debe saber que en ocasiones la herejía es la única forma de vigorizar una fe en decadencia.

[25] Borges ha observado en uno de sus ensayos la propensión del intelecto a forjar vastos sistemas teratológicos.

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