En una entrevista, David Peace comenta:
“Descubrí la obra de James Ellroy en una librería de segunda mano en Tokio. Su novela Jazz blanco fue una revelación: reinventaba el género de tal manera que me di cuenta de que si quieres escribir el mejor libro de temática criminal, has de ser capaz de escribir mejor que Ellroy.”
Las palabras del escritor inglés (uno de los mejores autores contemporáneos de novela negra)[1] son absolutamente exactas: Jazz blanco, el volumen final del así llamado L. A. Quartet, representa para la gran tradición noir un objeto estético extraordinario que, por su influencia casi sísmica en el desarrollo del género, sólo puede compararse con clásicos indiscutibles como Cosecha roja, de Dashiell Hammett; El cartero siempre llama dos veces, de J. M. Cain; y El largo adiós, de Raymond Chandler.
El relato, a diferencia de El gran desierto y L. A. Confidential (volúmenes 2 y 3 de la saga) desdeña la perspectiva múltiple que acostumbramos a asociar con Ellroy[2] y regresa al narrador en primera persona ya utilizado en La dalia negra[3] y sus obras anteriores. Sería un error suponer, sin embargo, que, tras la complejidad laberíntica de L. A. Confidential, el excéntrico novelista decidió, por así decirlo, “volverse más accesible”[4] cuando, en rigor de verdad, lo que sucedió fue justamente lo contrario: a diferencia del tono casi romántico de La dalia negra,[5] Jazz blanco nos sumerge desde sus primeras líneas en la atormentada, caótica y malévola conciencia de David Klein, un teniente del Departamento de Policía de Los Ángeles que intenta sobrevivir a una investigación del FBI sobre la corrupción en la Brigada Antinarcóticos y a la guerra privada entre el jefe de detectives Ed Exley y el monstruoso capitán Dudley Smith.[6] Ahora bien, lo que debemos entender ante todo sobre Klein es que se trata de un sociópata absolutamente despreciable (sicario a sueldo de la mafia, racista y corrupto) pero que, aun así, retiene un último vestigio de humanidad: está obsesionado con una mujer tan bella como peligrosa (“a real troublemaker”, según el texto original) y no se detendrá ante nada para salvarla.[7]
Esto tiene consecuencias muy significativas para los procedimientos utilizados en la articulación del relato: el narrador, atenazado por un oscuro frenesí, arrojado a eventos que no puede controlar, se desquicia y su percepción de la realidad sólo puede expresarse a través de una prosa extrema, densa y apenas soportable que refleja su delirio interior, su conciencia febril y alucinada. De la misma manera, página tras página, la violencia que los personajes despliegan remeda la que Ellroy le inflige al estilo, que termina por adquirir una materialidad viscosa y abrumadora: este no es un libro para lectores complacientes. Pero, como es natural, no hay nada de sorprendente en eso: el así llamado “perro rabioso de la literatura norteamericana” se limitaba a poner en práctica lo que había dicho en la famosa entrevista que concedió a The New York Times tras la publicación de L. A. Confidential (1990): “No me interesa entretener a los lectores. Quiero asombrarlos y horrorizarlos. Quiero que una historia infernalmente violenta sea narrada por un hombre verdaderamente malvado”.
Considerando esas premisas es perfectamente lógico que el estilo alcance los límites de lo inteligible: no se puede, en verdad, ir más lejos y probablemente no exista algo tan alejado de Raymond Chandler y su gentil protagonista (ese irreprochable caballero llamado Philip Marlowe) que esta pesadilla aparentemente interminable. En cualquier caso, me parece que Ricardo Piglia, a pesar de su ostensible desacuerdo con Ellroy sobre la esencia del noir, nos proporciona un dispositivo teórico muy útil para acceder a una comprensión más profunda de los “mecanismos internos” (Coetzee) que organizan la narrativa de Ellroy: se trata del concepto de “ficción paranoica”. Piglia la define como “un tipo de relato que trabaja con la amenaza, con la persecución, con el exceso de interpretación, la tentación paranoica de encontrarle a todo una razón, una causa. Es decir, una narración que tematiza la subjetividad amenazada, donde el narrador percibe enemigos y amenazas que no son meramente casuales sino que apuntan a la existencia de un complot que lo acecha. Eso lo arrastra al delirio interpretativo, a una forma de interpretación que intenta suprimir el azar, evidenciar que hay una suerte de mensaje cifrado, oculto, dirigido al investigador que debe enfrentarse con el problema de la verdad”.
Una concepción de notable agudeza, sin duda alguna. Pero hay un problema: el escritor argentino está pensando en la era clásica del noir cuando escribe estas líneas.[8] Sin embargo, cuando miramos de cerca esos textos comprendemos que, en rigor de verdad, no se ajustan sin estridencias a semejante concepto:[9] me parece que, por una vez, Piglia se pasa de listo y exagera. Por supuesto, su error, si es que de eso se trata, con un tipo tan inteligente nunca puedes estar seguro de que no sea deliberado, es mucho más comprensible cuando lo situamos en el contexto de su discusión sobre la diferencia entre las poéticas del policial clásico (británico: Conan Doyle, Agatha Christie, Dorothy. L. Sayers, Dick Francis, P. D. James, etc.) y el hard-boiled estadounidense (los autores ya mencionados): dejándose llevar por la brillantez de su teoría, el argentino idealiza a los tough guys norteamericanos (en particular a su favorito Chandler)[10] y encuentra cosas que definitivamente no están ahí: Sam Spade no es Bud White[11] y Philip Marlowe sólo un tipo sensible[12] comparado con los endurecidos investigadores que proliferan en el neo-noir después de 1990.[13] En cuanto al estilo, sólo en Cosecha roja es posible detectar algún que otro rastro del vértigo y la confusión que deben acompañar a la “subjetividad amenazada”: los otros libros de Hammett son un modelo de contención estilística[14] y la prosa de Chandler es tan refinada como su protagonista (recuerden que Marlowe no sólo es incorruptible, sino que resuelve abstrusos enigmas ajedrecísticos para entretenerse y puede recitar como si tal cosa la poesía de T. S. Eliot): ¿qué clase de “ficción paranoica” es esta?, podría preguntar, con razón, cualquier lector competente. Pero la perplejidad desaparece si aplicamos el concepto a Jazz blanco: su estructura se ajusta de tal forma que es como si Piglia, en 1985, hubiese prefigurado la renovación del género que pronto tendría lugar: Klein, en su frenética carrera por los arrabales de LA, se convierte precisamente en esa subjetividad amenazada, en esa conciencia paranoica que Piglia creyó detectar en Chandler y Goodis. Es difícil sobreestimar la importancia de semejante transformación para el género: aquí emerge no sólo un nuevo estilo (sincopado, alucinatorio, intenso, delirante: Céline enloquecido), sino también una estructura narrativa más compleja que cualquier otra en la historia del noir[15] que captura el casi demencial ritmo de la acción con incomparable destreza.
Así, Ellroy utiliza el jazz para conseguir una doble articulación del relato: en el plano superficial es un elemento que sirve para desarrollar el argumento (Klein merodea por los barrios marginales y visita decenas de clubes dedicados a esta música intentando localizar a un psicópata que provoca incendios y mutila animales: lo único que se conoce sobre el elusivo criminal es que toca con gran destreza el saxofón e incluso podría pertenecer a una banda); en un sentido más profundo (o, si se quiere, alegórico), el escritor lo emplea para expresar la confusión y el caos que anegan el descenso de Klein a los bajos fondos angelinos (un auténtico infierno en la tierra): el “jazz blanco” del título es, notoriamente, la música del horror que resuena en su atribulado e irredento espíritu, convirtiéndose por momentos casi en un flujo de conciencia joyceano: el monólogo interior de un hombre absolutamente desesperado que intenta encontrar la salida en una situación imposible. No resulta casual entonces la frase de Ross McDonald que Ellroy coloca como epígrafe de la novela: “Al final poseo el lugar donde he nacido y estoy poseído por su lenguaje”.
Ciertamente, es dudoso que cualquier otro escritor pudiera ofrecernos un texto de semejante contundencia: era preciso un tipo nacido en Los Ángeles (según algunos la ciudad más corrupta de Estados Unidos)[16] en 1948 (el epicentro de la “era noir”)[17] para escribir así: “¿Qué puedo decir?: supongo que aparecí en el lugar correcto en el mejor momento posible. Hace veinte años que no lo visito pero LA y todo lo que significa está grabado a fuego en mi cerebro, en mis huesos, en mi sangre: para bien o para mal me convirtió en el escritor que soy”.
Pero regresemos al relato: como ya señalé, Klein se encuentra en el fuego cruzado (y pueden estar seguros de que aquí la expresión no es simplemente metafórica) de la implacable guerra por la supremacía entre el capitán Dudley Smith[18] y el ambicioso jefe de detectives Ed Exley. Esta es ciertamente una lucha despiadada en la cual no convendría involucrarse pero Exley (a estas alturas casi tan corrupto como el hombre que juró destruir) extorsiona brutalmente a Klein y no le deja alternativa: el ingenuo novato de L. A. Confidential, respetuoso de todos los procedimientos legales, ha comprendido que la única forma de eliminar a un monstruo como Dudley es enviar tras él a un hombre acorralado dispuesto a cualquier cosa para sobrevivir (presumiblemente, eso no lo enseñaban en la Facultad de Derecho de Harvard). Sin embargo, hay un pequeño fallo en el plan: ni siquiera Klein, con su rampante amoralidad y su larga experiencia como sicario de la mafia, tiene la menor oportunidad contra alguien tan inteligente: hasta el último momento todo indica que Smith, infame y genial, arrasará con todo y con todos. La única posibilidad de Klein radica en localizar al psicópata incendiario y, de alguna manera, convertirlo en un arma que pueda utilizar contra Dudley.
Por supuesto, se trata del coraje de la desesperación, pero finalmente Klein lo consigue… in extremis: en una escena de inaudita violencia, cuando el capitán Smith parece haber ganado (sacrificando, sin el menor escrúpulo, al más leal de sus secuaces) y se dispone a reventarle la cabeza a Klein con su Magnum 357, Wylie Bullock, el desquiciado criminal que habla de sí mismo en tercera persona y se autodenomina “el hombre de los ojos”, ataca a Dudley blandiendo un machete y lo destaza con odio apenas concebible.[19] Todo esto está impregnado de una atmósfera wagneriana (en el sentido de La caída de los dioses): es como si un titánico artista del Mal –Dudley Smith– sólo pudiese ser destruido por un sociópata en estado puro: ningún ser humano normal se habría arriesgado a enfrentársele (o, en caso de intentarlo, hubiese mordido el polvo, como Klein mismo estuvo a punto de comprender).
En este momento, tras haber mostrado los rasgos fundamentales de Jazz blanco, me parece pertinente cuestionar una observación demasiado tajante de Ricardo Piglia en Lo negro del policiaco según la cual “El largo adiós de Chandler (1953) marca el final del género y los que siguen, siendo excelentes, en el fondo no hacen más que repetir o exasperar las fórmulas establecidas por los clásicos”. Eso, sencillamente, no es cierto: jamás existió tal decadencia del género: por el contrario, este sólo ha experimentado una incesante evolución creadora. En cuanto a Ellroy,[20] no repite fórmula alguna sino que reinventa y transforma de manera radical la tradición noir. Hay varios elementos que fundamentan este juicio:
- Como he observado, su extremismo estilístico (reflejando la conciencia delirante del narrador) y la utilización del jazz como alegoría del caos que impregna todo el relato, consiguen articular una nueva forma narrativa que se ajusta perfectamente al concepto de “ficción paranoica” (a diferencia de los clásicos del hard-boiled en los que Piglia creyó descubrirla: el concepto es magnífico, pero no puede aplicarse a Chandler o Burnett).
- Ellroy no utiliza en sus textos detectives privados sino policías (o sea, profesionales) para llevar a cabo las investigaciones. Destruye así para siempre la preponderancia del “private eye” en estas novelas. No se trata de algo incidental sino de una decisión bien calculada: para él la figura del detective privado, esa especie de cowboy urbano, es esencialmente irrisoria y carece de autenticidad.
- El dinero no es, como en Chandler, Hammett y Himes, el centro absoluto del argumento: son, ante todo, la pulsión erótica y, en definitiva, la más terca voluntad de supervivencia las que impulsan a Klein para continuar su desesperada lucha, un espléndido ejemplo de cómo poner en práctica el famoso aforismo de Churchill: “Si estás atravesando el infierno, sigue adelante”.
- Por último, podría argumentarse que Jazz blanco sí es la verdadera clausura del género: nadie puede ir más allá y el propio Ellroy, en sus libros posteriores (American Tabloid, The Cold Six Thousand) trascendió claramente el noir y creó algo nuevo que podríamos llamar la novela histórico-criminal, donde ya no se investiga ningún delito aislado, sino que se explora a fondo “la pesadilla privada de la política pública norteamericana” entre 1958 y 1972.
Considerando lo anterior, podemos comprender que la desenfrenada arrogancia de Ellroy en su entrevista con The Paris Review tiene, después de todo, algún fundamento: “Todas las otras novelas policiales son insípidas comparadas con las mías. Tengo un solo objetivo: quiero ser el mejor escritor de novela negra de todos los tiempos”. Por increíble que parezca, no es insensato suponer que ya lo ha conseguido.
Notas:
[1] Peace ha publicado, entre otros libros notables, los cuatro tomos del Red Riding Quartet, ostensiblemente influenciados por el narrador norteamericano.
[2] En estos dos primeros libros de la serie, cada capítulo es narrado desde el punto de vista de un personaje esencial para la trama: generalmente tres, aunque en libros posteriores como Sangre vagabunda y Perfidia la complejidad de los procedimientos es tal que puede haber cinco o seis perspectivas.
[3] El primer libro del cuarteto.
[4] Y como todos sabemos ese es un mero eufemismo para referirse a los best-sellers más insípidos y desvergonzadamente comerciales.
[5] Pero sólo en comparación con sus textos posteriores: tampoco exageremos
[6] Cuyo inicio se remonta a L. A. Confidential.
[7] Esto es típico de Ellroy y su concepción del noir: a diferencia de grandes teóricos del género como Ricardo Piglia (su magistral ensayo Lo negro del policiaco es indispensable para entender muchas cosas sobre el hard-boiled), el novelista norteamericano no ve en el factor económico la esencia de la novela negra: “Entiendo perfectamente en qué consiste el noir. Todo el mundo piensa en el dinero pero es algo mucho más primordial: Conoces a una mujer irresistible, enloqueces por ella, pasas con ella los mejores días de tu vida y… seis semanas después te ha abandonado y estás en la vía rápida a la cámara de gas. Y mientras respiras ese olor dulzón y mortífero, lo último que olerás en tu vida, no te arrepientes de nada y estás agradecido por haber vivido al límite esas seis semanas”. Es decir, al menos para Ellroy, la pulsión erótica es más fuerte que la codicia y Klein es sólo el ejemplo más extremo de un canalla inveterado que arruina su vida por una femme fatale: incluso Dudley Smith, ese Behemoth del crimen, es capaz de arriesgarse (en Perfidia y This Storm) para salvar a la mujer que desea.
[8] Hammett, Chandler, Cain, William Burnett, David Goodis.
[9] Con la notable excepción de Cosecha roja de Hammett: el verdadero (único) precursor de James Ellroy.
[10] En el mismo artículo, Piglia sostiene que El largo adiós es su novela negra favorita y en una entrevista posterior dice simplemente que es “la mejor novela policial jamás escrita”.
[11] El brutal protagonista de L. A. Confidential.
[12] Como dicen los hilarantes manuales de autoayuda: “En contacto con sus sentimientos”.
[13] Por ejemplo, el Charlie Parker del irlandés John Connolly o el Harry Holle del noruego Jo Nesbo (pero nunca lo olviden: todos esos escritores serían impensables sin Ellroy y su feroz cuarteto).
[14] La enorme influencia de Hemingway resulta evidente, sobre todo en La llave de cristal, tan admirada por André Gide.
[15] Confirmando así el comentario de un crítico del L. A. Times: “Hace que la mayoría de las novelas policiales parezcan ingenuas”.
[16] Y la ironía implícita es casi excesiva: allí, definitivamente, si me permiten parafrasear a Borges, el nombre no es el arquetipo de la cosa.
[17] Ellroy, entrevista con The Paris Review.
[18] Dudley Smith es sólo superado en malevolencia por el Juez Holden de Blood Meridian en toda la historia de la literatura norteamericana: ni siquiera Anton Chigurth —No country for old men— puede comparársele.
[19] Sin revelar demasiados detalles de la trama (por lo demás tan enrevesada que en verdad nunca sentimos haberlo entendido todo: otro rasgo que podríamos añadir al concepto de “ficción paranoica”: tanto el narrador como el lector permanecen, en última instancia, desconcertados) basta con decir que el tipo fue una de las primeras víctimas de la perversa carrera de Smith y ha sido persuadido por Klein de que sólo eliminando a Dudley conseguirá redimirse y vengar a su familia pero (como era de esperar tratándose de un sujeto tan corrupto), en cuanto el malévolo teniente consigue su objetivo –destruir a Dudley, con lo que asegura tanto el perdón de Exley como salvar a la mujer que lo obsesiona– mata a Bullock para cubrir sus huellas y escapa de la ciudad.
[20] Para limitarme al autor que aquí analizo, aunque podría decir lo mismo de John Connolly o Don Winslow.
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