Juan Carlos Onetti. Foto Dolly Onetti

Persiste, en torno a Juan Carlos Onetti, una insensata mitología que intenta definirlo como “un gran escritor antiteórico”, una especie de tipo rústico y genial que escribió algunos de los textos más extraordinarios de la literatura hispanoamericana por puro instinto, sin reflexionar demasiado sobre los problemas del estilo y la estructura narrativa. Esta ridícula noción de un “escritor espontáneo, antiintelectual” jamás ha engendrado obras literarias de primer orden[1] y ciertamente no puede aplicarse al narrador uruguayo: la evidente sofisticación de sus relatos, la obsesión por la forma implícita en todos sus libros y, ante todo, su estilo incomparable (recargado de adjetivos, tortuoso, casi manierista) que a su manera es tan original como el de Borges y, por momentos, parece convertir el castellano en una lengua extranjera (la fusión resplandeciente de los clásicos españoles con el tono de ciertas traducciones de Faulkner y la lengua de los arrabales: una suerte de lunfardo culto, si el oxímoron resulta admisible) denotan una refinada conciencia estética. Sin embargo todavía podemos encontrar algunos críticos que mantienen, inexplicablemente, el mito neorromántico de la inspiración pura (“el espíritu sopla donde quiere”, etc.).[2] Es precisamente esta peregrina concepción lo que un texto como Miscelánea refuta para siempre.

El libro es quizás la mejor selección de artículos y entrevistas del escritor uruguayo que se haya publicado hasta el momento. Estos textos, atravesados por una ironía devastadora (Onetti solía comportarse como el más sarcástico de los compadritos porteños) y una pasión jamás menguada por todo lo relacionado con la literatura, son el necesario complemento a su obra narrativa. Aquí se despliegan, en dos o tres dilatadas entrevistas y algunos artículos notables, sus opiniones (a menudo controversiales pero siempre fascinantes) sobre el arte de narrar, el pesimismo, la música, la abrumadora superioridad de William Faulkner sobre el resto de los prosistas del siglo XX o la influencia de Céline y Roberto Arlt en la formación de su estilo. Y es precisamente el ensayo sobre este último el más notable de la antología: aquí Onetti, con el pretexto de escribir el prólogo para una nueva edición de Los siete locos, articula una profusa apología de Arlt (durante largo tiempo considerado un genio improbable, silvestre y semianalfabeto) que es también (mucho antes de las agudas observaciones de Ricardo Piglia)[3] un certero análisis de su poética y la construcción de un mito del origen para su propia obra (y también para su figura de escritor).

En efecto, aunque Onetti había publicado algunos relatos (incluyendo al menos uno absolutamente magistral y de extensión considerable),[4] todavía no estaba seguro, en el momento de su primer encuentro con Arlt (1940), de poder escribir una novela que superase el nivel característico (no demasiado alto) de la narrativa latinoamericana en esa época (con las evidentes excepciones de Borges, que sólo escribía cuentos y siempre desconfió de la novela como género, el propio Arlt y dos o tres escritores más). En ese momento de incertidumbre aparece el personaje de Kostia (algo así como el Roberto Bazlen argentino, un ágrafo genial que lo había leído todo y tenía un gusto impecable). Este tipo más o menos legendario[5] fue quien propició el encuentro entre Arlt y Onetti, que sería esencial para el destino literario de este último: aunque Arlt no prescindió en ningún momento de su acerbo ingenio porteño, confirmó de manera rotunda el talento del uruguayo, quien no volvió a necesitar garantías de ninguna clase y siempre consideró las escuetas palabras de Arlt como el mayor elogio recibido en toda su carrera. La sucesión de obras maestras que se inicia con El astillero (1950) deben mucho a la aprobación del autor de Aguafuertes porteñas.

Claro, se trata ante todo de la construcción del mito del origen de la escritura de Onetti. Por momentos la anécdota parece demasiado buena para ser cierta (tan sospechosamente buena como el encuentro de Piglia y su mentor Ratliff en Mar del Plata veinte años después), pero en última instancia eso no importa: si es otra ficción, se trata de una particularmente grandiosa. Más interesante resulta considerar este texto como una respuesta a todos los que todavía se atrevían a tildar a Roberto Arlt de compadrito iletrado que redactaba sus novelas casi por azar (prefigurando ya el mito, no menos estúpido, de un Onetti espontáneo): lo que resulta evidente a través del astuto análisis de la poética y la personalidad arltianas es que si escribía así lo hacía con total deliberación. Mucho antes de las inolvidables páginas de Piglia en Respiración artificial (la conversación de Renzi con Marconi en un bar de Concordia que remeda aquella otra sobre Shakespeare en cierto capítulo del Ulysses), Onetti había reconocido la inquietante originalidad de Arlt (probablemente la única alternativa posible a la abrumadora presencia de Borges en la literatura sudamericana de aquellos años) y había decidido insertarse en esta genealogía.

Parece, sin embargo, que en su afán por forjarse un origen, decidió asumir para sí mismo la parte menos verosímil de la personalidad pública arltiana. El supuesto desprecio (o indiferencia) por la crítica, la pose más o menos antiintelectual (y esto en un tipo que dominaba al menos tres idiomas además del español, que leía a Faulkner y Céline en el original), la reiterada (sarcástica) comparación entre un “trabajador aplicado como Vargas Llosa” y alguien que no planea, no confecciona borradores y, en definitiva, “se abandona a lo que salga” son ecos inconfundibles de las poses de Arlt. Por supuesto, es imposible creer en este elaborado sofisma: no hay nada de espontáneo en sus ficciones y la naturaleza misma de sus opiniones sobre el venerado predecesor (expresadas, eso sí, con engañosa desenvoltura, sin barroquismos ni piruetas verbales de ninguna clase: siempre hubo un marcado contraste entre la prosa laberíntica de los relatos y el estilo directo de sus artículos) desmienten cualquier pretensión de simplicidad. Se trata meramente de la construcción de un personaje (Piglia lo expresa con admirable concisión: “Onetti se hacía el arrabalero pero sabía inglés suficiente para leer a Joyce”).

Esta tensión entre el “yo profundo del escritor” (Proust) y su figura pública atraviesa todo el volumen y se vuelve notoria en algunas de las mejores entrevistas: aquellas en las que Onetti, pese a su deseo de presentarse como un artista instintivo y antiacadémico que aborrece por encima de todo a los periodistas (aunque esto último probablemente no necesitaba fingirlo) despliega su profundo saber de la forma (es decir, esa obsesión con la técnica que es precisamente lo contrario de la espontaneidad) y da rienda suelta a sus opiniones contundentes: originales, ocasionalmente dogmáticas, irreverentes, sarcásticas y siempre controversiales. De las invectivas contra los novelistas “profesionalmente geniales” (esos tipos mediocres que profesan el culto de Joyce sin haberlo leído y prodigan escenas oníricas tan inútiles como su insistencia en utilizar el monólogo interior sin haber comprendido jamás el objetivo de ese procedimiento)[6] a la enumeración de sus autores preferidos,[7] pasando por algunas declaraciones donde se adivina ante todo el deseo de escandalizar, asistimos al despliegue de una conciencia estética inusualmente compleja, vislumbramos las opiniones de un escritor que jamás se dejó tentar por las ilusorias ventajas de la improvisación.[8] Esto no significa, sin embargo, que sólo se interesara por los procedimientos. Como lo demuestran sus agudos comentarios sobre el Nouveau Roman y la nefasta influencia que llegó a ejercer en algunos novelistas latinoamericanos, Onetti siempre consideró la técnica como “un instrumento del cual debe hacerse el mejor uso, sin llegar a convertirlo en el asunto central de la creación” (y en esto se asemejaba mucho a Faulkner, el más admirado de sus maestros: ciertamente el narrador sureño prodigaba en sus textos las complejidades formales pero nadie puede creer que estas fuesen su principal objetivo).

Así, tan lejos de la postura antiteórica que persisten en atribuirle, como de cualquier idolatría desmesurada por la técnica, Onetti articuló una obra de intensa singularidad que ha resistido el paso del tiempo, a la altura de lo mejor que se ha escrito en lengua española en los últimos doscientos años.


Notas

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[1] En el mejor de los casos esta “espontaneidad” ha producido los libros de alguien como Charles Bukowski (y no hay que ser tan pesimista como para pensar que eso es un gran logro).

[2] Esto sólo es cierto en el sentido que Borges (otro obseso de la técnica que desconfiaba de toda efusión sentimental no atemperada por la forma) le daba a la frase.

[3] Piglia se ocupa de Arlt tanto en su ficción (Nombre falso, Respiración artificial) como en sus ensayos y entrevistas.

[4] Me refiero a El pozo (1939).

[5] Mucho después, Kostia aparece como personaje en Nombre falso de Ricardo Piglia: es casi inevitable pensar que el germen de este relato se encuentra en el artículo de Onetti.

[6] “Lo malo del asunto es que casi todo el mundo escribe novelas geniales. Pocos intentan construir buenas novelas”, dice Onetti.

[7] El canon de Onetti es el siguiente: “La Biblia, Faulkner, Proust, Céline, Dostoievski, Cervantes, Hemingway”, una lista inobjetable, nada apropiada para los admiradores de Bukowski, Kerouac, y otros escritores “antiintelectuales”.

[8] Este es un buen momento para recordar las lúcidas palabras de Ricardo Piglia sobre esta cuestión: “no creo que existan escritores sin teoría: en todo caso la ingenuidad, la espontaneidad, el antiintelectualismo son una teoría, bastante compleja y sofisticada, que ha servido para arruinar a muchos escritores. No camino por esa vereda, como decía Macedonio, que de esas cosas sabía algo.”

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