'Cayo Palmar', Raúl Cañibano, 2006
'Cayo Palmar', Raúl Cañibano, 2006

La primera vez que vi cuatro o cinco piezas fotográficas de Raúl Cañibano me acordé de Lino Novás Calvo, un escritor cubano nacido en Galicia que fue cortador de caña y taxista, entre otros oficios. Debió haber sido en las redes sociales, que nada tienen que ver con los pescadores de cayo El Calvario, al sur de la Ciénaga de Zapata, ni con los que bojean alrededor de Wisteria Island, a justo 650 yardas de Cayo Hueso, e intentan dilucidar el misterio de su soledad, de su propensión a lo prohibido y de sus pinos australianos.

Hace muy poco, apenas unos días, regresé con mejor calma a una veintena de las más notables piezas de este fotógrafo cubano nacido en 1961, sobre todo a las que, gracias al empeño del coleccionista y curador Jens G Rosenkrantz Jr. y de Jorge Rodríguez Diez, museógrafo de esta exhibición y director del Museo de Arte Contemporáneo de las Américas (MoCA-Americas), ubicado en Kendall, Miami, pueden verse hasta el 17 de noviembre con el título de Esencia. Llega Cañibano a la ciudad de Miami (no es la primera vez) y lo hace tras ser acogido con estas mismas piezas en Ohio, en octubre pasado, por The Annex Gallery, en el marco de la Bienal de Fotografía FotoFocus de Cincinnati.

Pues esta vez ocurrió algo similar: su trabajo me hizo volver atrás y retomar cuentos de Novás Calvo que, incluso si quisiera, no podría retirar de mi retina. Hay escritores que remiten al lienzo, al celuloide o al video. Y hay artistas visuales que no pueden ser disfrutados desde la nada, o al menos no desde una supuesta ingenuidad de archivo. Muchas veces sin pretenderlo, este tipo de creador remite sin dilación al arsenal de símbolos y alusiones que uno ha sido capaz de almacenar en contacto con otros campos. Es tanta la energía que arrastran, que al final desbordan, se salen de los géneros y las taxonomías.

Mucho del trabajo de Raúl Cañibano, observado por quien esto escribe a través de un artilugio digital durante una breve estancia en Cayo Hueso (luego corroborado en directo en el MOCAA de la calle 120 del SW miamense), provoca que regrese al barco del capitán Amiana, desde cuya cubierta eran lanzados al mar emigrantes sirios, polacos, armenios, judíos, que habían pagado para viajar de contrabando de La Habana a Estados Unidos (en el cuento “Aquella noche salieron los muertos”, publicado en Madrid en 1932); o a la piel del personaje de Oquendo (del cuento “Cayo Canas”), reseca, con “una corteza de décadas de sol y aire de mar” que lo protege del ataque de zancudos, lanceteros, guasasas, jejenes y otros mosquitos llegados en “oleadas de terror” a medida que el fuego devora la vegetación del islote.

El movimiento en este fotógrafo es intenso, tanto como la superposición de planos y como la manera en que varios relatos coexisten entre las supuestas cuatro paredes de los bordes de una foto. Observarlo me lleva a desempolvar aquella imagen de Robert Frank titulada Astor Place, de 1948, en la que un hombre que fuma pasa por delante del lente, mientras al fondo se erige la fachada de un centro comercial en cuya planta baja hay un establecimiento con el cartel “Havana Cigars’. La foto de Cañibano en la que aparece el rostro de un guajiro que se asoma por la izquierda, mientras en segundo plano hay otro que trabaja con su hacha y al fondo un caballo que pasta pudiera ser un homenaje involuntario a la del fotógrafo estadounidense.

'Viñales', Raúl Cañibano, 2006
‘Viñales’, Raúl Cañibano, 2006

Este heredero de la mejor tradición de los fotógrafos del movimiento me traslada además a la imagen de los seminaristas que juegan al fútbol ataviados con sus sotanas largas y oscuras (uno funge de portero y se lanza, hasta vuela), en la emblemática foto tomada por Ramón Masats en Madrid, en 1960. Cañibano también recuerda, por intención, composición y resultado a no pocas fotos de Cartier-Bresson (me viene a la mente ahora mismo la de los compradores de oro de Shanghái, amontonados como larvas sedientas de banquete), y a otras de Jacques Henri Lartigue, Sebastião Salgado o Alfredo Sarabia Domínguez.

“Me gusta que haya acción y que existan diferentes historias en una misma foto –admitió vía WhatsApp cuando, gracias a la mediación de Cirenaica Moreira, conseguí intercambiar dos palabras con él sobre su ideal del movimiento, consciente de que prefiere entornos menos protocolares y que evita ser entrevistado–. Para mí la composición es importante. Y el diálogo visual entre imágenes me interesa mucho. Pero el movimiento solo hace un buen retrato cuando justifica la narrativa del momento que se captura”.

Pasé entonces a la provocación: ¿Será que el buen retrato en fotografía se hace cuando el sujeto observado se mueve?

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“Existen retratos donde lo más significativo y lo que lo hace bueno es simplemente la mirada del sujeto –aclara–. Ahí el movimiento no aporta nada”.

Sin embargo, él lo sabe, la escena de Cañibano se mueve, me dije todavía sin haber salido de aquel cayo al que se arriman algunos de los personajes de Novás Calvo, ese pedazo de tierra que, por lo geográfico y lo emocional, está más cerca de La Habana que de Miami.

“Soy un apasionado de la pesca —me contó cuando le pregunté por su serie Bojeo y por la crudeza del entorno costero, la precariedad del pescador, el desgaste de los objetos que lo rodean—. Contrasta con mi carácter inquieto, pero me fascina y es algo que cuando me es posible realizo. Me identifico mucho con la obra de Joaquín Sorolla y de William Turner. El mar es un vínculo indisoluble de Cuba. Somos isleños y eso crea una identidad”.

Regresar a sus fotos tras una pausa de un par de años, lo admito, fue placentero. Sin embargo, sus imágenes me llevaron a pensar también en la trenza peligrosa que suele urdirse entre la calma y la gravedad, la paz y la tragedia… otra de las sensaciones que me deja su obra fotográfica.

Cayo Hueso, Key West, “El Cayo”… se mueve, ya lo sabemos, pero no todo es tan simple. Se mueve en un catamarán que se desliza con una legión de turistas de Utah, de Arkansas, de Illinois, que nunca habían visto al sol caer “a chorro continuo”, como escribió Novás Calvo en “La luna nona”, y que saludan como zombis mañaneros a quienes esperamos en la costa. Se mueve en las tantas gallinas que cruzan de una acera a otra y se juntan a sus compañeras de suerte, siempre alertas ante la proximidad inasible de la muerte. Se mueve en tres bicicletas que avanzan por Duval Street e incluso en cientos de esos inventos silenciosos que no existían hace cinco años, carritos de golf para seis seres afásicos o velocípedos eléctricos que transportan a quienes dejaron la adversidad en casa —un divorcio sangriento, el cáncer del padre, “el maleficio del tuerto”, como leemos en el cuento “Long Island”— para buscar asueto y felicidad en este territorio que en tiempos de Novás Calvo fue comarca del tráfico de alcohol y de prostitutas francesas entre la Florida y Cuba.

A mí no me lo dijo, pero en algún lugar leí a Raúl Cañibano confesar que nunca daba por cerrada sus series fotográficas, pues siempre cree que puede agregarle una pieza más, incluso aunque hayan transcurrido diez o quince años. Por eso no puedo evitar pensar en la novela, sobre todo en la novela por entregas. La idea del fotógrafo ansioso, insatisfecho, me ha parecido siempre atractiva. Sentir que necesita pegarle una coda, una adenda, un anillo más a la serpiente que es una obra de arte seriada pudiera ser una de las mejores razones de ser de un fotógrafo.

¿Es consciente Raúl Cañibano del afán de relato, de la novela que se teje tras el vidrio de las mejores de sus fotos?

“Nunca lo he pensado como una novela —responde, ahora un poco más escueto—. Ni siquiera me he planteado un concepto como tal. Simplemente siento la necesidad de reflejar los tiempos que vivo. La evolución (o involución) de lo que me rodea”.

Me separo del grupo y recorro una vez más esta galería en Kendall: observo al hombre que transporta un cocodrilo atado en el hombro, a la muchacha que lava su cabello, de pie, sobre un cubo de agua; a los adolescentes que se aburren recostados encima del lomo de un burro, y no puedo sustraerme de colocarles nombres que siguen siendo propiedad de Lino Novás Calvo: Pedro Angusola y su hija Sofonsiva, Viola, Bejuco, Acarina Canadio, Nazario Niel, Balbina, Andrés Tamaría, Fillo Figueredo, Mario Trinquete… Están ahí, nunca se fueron a pesar del tiempo y el afán de silencio de unos cuantos; casi un siglo después Raúl Cañibano ha venido a ponerles un rostro palmario.

Hay definitivamente un lazo de estilo y de aspereza entre Lino, que fue boxeador, carbonero en los cayos, traficante de ron, abridor de ostras… y Raúl Cañibano, que fue soldador a inicios de los ochenta antes de devenir el narrador que hoy es, el hombre alejado de las luces, el observador que prefiere no ser entrevistado. ¿Y qué sobresale de este lazo? Que de los personajes de ambos se desprende un misterio ajeno al ojo de los demás.

Cuando Ernest Hemingway (otro fantasma de Cayo Hueso) se pegó un tiro en Ketchum, Idaho, en julio de 1961, Lino Novás Calvo ya estaba en Miami. Entonces escribió un artículo que apareció en Bohemia Libre donde evocaba su relación con el escritor y ponía en blanco y negro los puntos que los unían. Según el cubano, a Hemingway le agradaba mucho que Novás Calvo “había estado en el lugar de los hechos”.

Raúl Cañibano también lo sabe, que hay que estar en el lugar de los hechos. En esencia, eso es lo que lleva años haciendo. Se ve, no hace falta que lo admita. Por eso prefiere los personajes con machetes, un niño que posa junto a tres jutías, la cosa nubosa que generan los mosquiteros a la hora del descanso, o merodear en una playa guajira donde hace rato que nadie se baña.

Por eso también rehúye las entrevistas, para que lo dejemos en paz con la sombra y la luz, que son las suyas.

De Raúl Cañibano (IMAGEN Instagram / José Manuel Mesías)
De Raúl Cañibano (IMAGEN Instagram / José Manuel Mesías)
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