Fotograma de 'Blood for Dracula, Paul Morrissey dir, 1974

Cero

Lo habitual es la sangre y el desfallecimiento. Habituales son la muerte y la resurrección. Habituales, el horror de la sombra y el vacío de la anemia. Sunyata. El cero del cuerpo como realidad final, no como inexistencia. Linfa suave y estertor del deseo. Piel sobrenaturalmente blanca, aunque blácula también existe: black Dracula.

El vampirismo es uno de los mitos que nacen con el cine, al tiempo que ya antes estaba consolidándose en la literatura. Capa tras capa, el vampiro es la reinvención minuciosa de la inmortalidad desde un substrato gótico inexorable. En ese sentido, se constituye en un reivindicador del aura romántica. Si uno examina los estudios de poética histórica, se da cuenta enseguida de que el Romanticismo es un estado lógico (y, en consecuencia, infinito) de la cultura, y que allí los entramados de la poiesis gótica no cesan de ramificarse.

Uno

“No iré más allá porque ahí delante empieza la tierra de los fantasmas”, dice el cochero que conduce al joven Thomas Hutter al castillo de Orlok, el raro aristócrata que anhela comprar una casa en la ciudad de Wisborg. El director F. W. Murnau utiliza uno de los almacenes de sal de Lübeck (Salzspeicher) como futura residencia del vampiro. Sin embargo, tiene que cambiarlo todo, hasta los nombres de los personajes, porque no logró que la viuda de Bram Stoker (las mujeres de los genios tienden a ser no sólo insoportables, sino también más papistas que el Papa) le diera permiso para filmar el argumento de la célebre novela de su marido. Y aun así ella lo demandó judicialmente. Pero diversas copias de la película (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) sobrevivieron, y hoy es posible ver cómo Murnau manufacturó, por así hablar, el físico de Orlok hasta darle un aspecto en los límites (rostro humanoide de rata, se ha dicho), dentro de una delgadez enfermiza que no posee el Drácula de Stoker.

La joven Ellen (Mina, diríamos), esposa de Hutter (Jonathan, por supuesto), presiente los peligros que él corre mientras está en la mansión de Orlok. Este ya lo ha mordido. Murnau, conocedor anticipado de la trascendencia de su obra, se esmera. Es un director que sabe mucho de pintura, de perspectiva, de puesta en escena, de fabricación de espacios llenos de lirismo fantasmal, y maneja la cámara de forma admirable. Sus encuadres y posicionamientos (por ejemplo, en la secuencia que nos muestra a Hutter descubriendo cómo Orlok duerme de día en un sarcófago) son muy precisos y subrayan un dramatismo del que sobresale la angustia, que alcanza, claro, una expresión muy teatral. La escena de Ellen en el cementerio de las dunas, junto al mar, esperando a Hutter en un banco, está filmada con el poder y el rigor compositivo de un lienzo romántico tardío. Werner Herzog, en su versión de 1979, repite la escena, pero con un resultado definitivamente menos enérgico.

Otro momento insuperado es el de la irrepetible aparición de Orlok, en su viaje a Europa en barco, ante un marinero que empuña, sobrecogido, un hacha. O el instante en que el vampiro se enseñorea del corazón de Ellen por medio de su mano, en forma de garra, pero empleando tan solo la fuerza lóbrega de su sombra, aposentada en el pecho de la joven.

Dos

Luego de la magia insustituible de La Passion de Jeanne d’Arc (1928), donde el cine prácticamente inicia y mantiene su condición de arte separado de las palabras, Carl T. Dreyer realizó otra película, Vampyr (1932), basándose en los relatos de In a Glass Darkly (1872), de Joseph T. Sheridan Le Fanu. Este es un pormenor que los críticos ignoran o desechan. Lástima. Porque en ese libro conmovedor Sheridan Le Fanu incluyó “Carmilla”, célebre historia de la primera gran vampira de la literatura. El relato, casi una novela por su extensión y su prolijidad, ha servido de base a varias películas que indagan en el carácter lésbico del vampirismo femenino, y Dreyer inventa, por su parte, un personaje significativamente llamado Allan Gray, viajero que llega a una tranquila pero extraña localidad. Obsesionado por el culto al Mal y lo demoníaco, Gray es un soñador que ya no reconoce los límites entre la realidad y la imaginación. Numerosas visiones lo acometen, siente la llamada de auxilio de alguien, explora el entorno y se deja invadir por la palpitación de un universo surreal (Dreyer construye una secuencia extraordinaria: la de un viejo soldado cuya sombra se independiza de él), que sirve de sustento al drama que viene después. Vampyr muestra una mansión gótica y dos mujeres jóvenes y bellas asaltadas por el horror de la pasión y la sangre. El monstruo, sintomáticamente, es una anciana de corpulencia andrógina.

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Tres

A partir de Dracula (1931), de Tod Browning, un detalle se convierte en icono: la gran escalinata que conecta el umbral del palacio (en ruinas) del vampiro con su salón principal. (Esta “marca” del gótico, y del vampiro en su mundo doméstico, apenas ha sido “renovada” en películas posteriores, excepto en la miniserie Dracula, de Netflix, dirigida por Mark Gatiss y Steven Moffat, con Claes Bang interpretando al célebre conde). Una escalinata similar, pero con otro significado, podemos verla años después en Mary Shelley’s Frankenstein (1994), de Kenneth Branagh, en la residencia del doctor que desafía a la Naturaleza y a Dios con la creación de vida a partir de la carne muerta.

En la obra de Browning, la escalinata es un síntoma del panorama de decadencia, pero por ella baja Béla Lugosi empuñando un candelabro con una vela solitaria, mientras unos armadillos inexplicables (un maravilloso toque de extrañeza) merodean por entre los muebles rotos, carcomidos. La escalera (también visible en Horror of Dracula, de 1958, aunque ahí es una escalinata con algún toque art déco) es símbolo de majestuosidad, de grandeza, y Christopher Lee la sube allí con marcada agilidad, sin pisar todos los escalones. Pero desde la intrusión, en la visualidad del siglo XVIII, de los grabados de Piranesi, es como si la arquitectura se desviara de la técnica y enrumbara hacia lo numinoso y lo terrorífico. A pocos años del enciclopedismo y la racionalidad, las escaleras de Piranesi se apartan de los límites temporales y avanzan, metamorfoseadas, al encuentro del cine. Son un signo poderoso, una suerte de arquetipo denso que alude a la ascensión y la inmersión, dos actos que en el gótico se llenan de significado.

Por lo demás, la de Browning es una película en esos años aún muy teatral, invadida por gestos ampulosos, como de “pompa y circunstancia”, para ironizar mediante el título de una conocida marcha de E. W. Elgar. De hecho, y con intenciones de extremar el anuncio del dramatismo, Browning usa en los créditos iniciales fragmentos de El lago de los cisnes, de Tchaikovsky. Y uno se pregunta qué hace Tchaikovsky ahí.

La mejor actuación no es la de Béla Lugosi como Drácula (interpreta al vampiro con frases tan lentas y afectadas que parecen calamitosas, dichas además en un convincente inglés con acento), sino la de Dwight Frye en el personaje de Renfield.

Cuatro

En 1974, Paul Morrissey estrena Blood for Dracula, con el extraño, irregular e inclasificable actor Udo Kier en el papel del vampiro. Independientemente de la aproximación (por completo liberal) al mito, en una lectura donde la virginidad y la sangre prevalecen dentro de una búsqueda casi sentimental, hay cuestiones que vale la pena anotar. Este Drácula pertenece a un espacio queer coloreado por la melancolía. Es un vampiro very soft sin dejar de ser agresivo. Cuida su aspecto con meticulosidad (al inicio mismo de la película lo vemos tiñéndose el pelo y las cejas). No promueve una sexualidad gay, pero encara el asunto de su necesidad de una virgen (la sangre de una virgen) sólo por pura sobrevivencia: no le queda más remedio. Quien obviamente luce un amaneramiento en el límite de lo caricaturesco, es el criado del vampiro. Su afectación, su tendencia a hacer pequeñas muecas despreciativas y su forma de moverse en los escenarios, se destacan de modo vigoroso y marcan una distancia social que, al parecer, necesita exhibirse una y otra vez. Por ejemplo, en la taberna donde pide vino antes de instalarse con el conde en la mansión de la familia Di Fiore, la artificiosa gestualidad del criado contrasta con la del grupo de campesinos que se divierten esa noche (entre ellos está el cineasta Roman Polanski, haciendo una aparición fugaz porque muy cerca de allí estaba filmando What?). El criado busca una virgen común para alimentar al vampiro (la otra virgen, presumiblemente una de las cuatro hijas de los Di Fiore, es la que se casará con él) y tiene un curioso diálogo con una mujer y su joven acompañante. Después juega un extraño juego con el personaje de Polanski, y ambos riñen.

Las dos hermanas del medio, amantes (casaderas, mas no vírgenes) de Mario, un italiano apuesto (Joe Dallesandro) que trabaja en la propiedad de los Di Fiore, son el objetivo del vampiro. Pero ya sabemos que tienen sangre impura y no podrán curarlo de esa vejez interior que lo debilita y lo pone en peligro de muerte. “¡Es un hombre horrible! Tan pálido… tan delgado… ¡y debilucho!”, dice una de las muchachas.

Este no es el vampiro gótico clásico, extraviado en el vigor de su mente, sino el resultado de un repaso del mito: allí se cruzan elementos neopaganos con un posromanticismo más teatral que cinematográfico. El único elemento gótico real es lo que el joven Mario, un anarquista que pinta el símbolo de la hoz y el martillo en la pared de su habitación, les descubre a los miembros de la familia Di Fiore: el mundo aristocrático está derrumbándose, la decadencia y la ruina tomarán el poder, y todo no será más que el sostenerse en las leyendas, las sombras, los fantasmas, los recuerdos insólitos. He ahí la verdad revelada y que no encuentra aceptación.

Por lo demás, Blood for Dracula es una película muy gore: antes de morir a punta de estaca, Drácula es descuartizado por Mario, mientras este lo persigue en una secuencia formalmente magnífica. Antes de hacerlo, sin embargo, ha protegido a la menor de las hermanas (que sí es virgen) obligándola a tener sexo de pie junto a una puerta. La sangre que deja la joven al ser desvirgada corre por el suelo de modo espectacular, y vemos al vampiro lamiéndola justo antes de que Mario lo destruya (al fin) con un hacha.

En lo que concierne al gótico vampírico, el cine ya no ofrece momentos tan originales como ese desenlace.

Cinco

Jess Franco, el asombroso (y casi inagotable) cineasta español, dirigió en 1977 Female Vampire, deficiente historia donde hay una variación nada desdeñable del personaje de Carmilla, la joven vampira lesbiana creada antes de que Bram Stoker diera a conocer, en 1897, su popular y acreditada novela. Ni siquiera está Female Vampire al nivel de la trilogía de las Hammer Productions: The Vampire Lovers (1970), Lust for a Vampire (1971) y Twins of Evil (1971). En cambio, lo más destacable aquí es la habilidad de Franco para realizar un cine barato y despejado, muy suelto, de fácil entendimiento, sin complejidades, e invadido por cuerpos desnudos (en especial el de la reencarnación de Carmilla).

La joven vampira, matadora de mujeres y hombres por igual (ejerce una laboriosa y entusiasmada bisexualidad), anda con una capa o con un vestido corto de encajes, y siempre usa una pieza de cuero que parece un imperfecto cinturón de castidad. La pieza inferior cubre la zona central del pelo del sexo. La actriz es muy mala y apenas habla. Sólo mira aquí y allá, abre mucho los ojos y se mueve con dramática lentitud. Lo demás son mordiscos con sonido doblado, vulvas peludísimas y en verdad bellas, y una sangre que, dicen los que saben, fabricaba el propio Franco con un bermellón próximo a los tonos del rojo chino, para mayor énfasis de la ferocidad y el pavor.

Seis

Uno da un breve salto en el tiempo y ya puede entenderse bien con el lucimiento visual de Ken Russell, que siempre lleva marcas capaces de distinguirlo. Por lo general, esas marcas tienen que ver con la sinuosidad barroca y estridente de los asuntos que trata, pues Russell, ya se sabe, es ese tipo de creador en quien los grandes temas terminan de ser interrogados gracias a un imaginario poderoso, envolvente, impregnado de ademanes y actitudes donde la provocación, lo muy raro y lo chocante se mezclan con el misterio. Russell cree en el poderío de las imágenes y de ciertas construcciones atmosféricas que la cámara encuadra con vertiginosa precisión. El imaginario del mal, por ejemplo, se auxilia de desafíos visuales que hacen de Russell un hito en la historia del cine contemporáneo. No hay más que ver The Devils, su película de 1971: toda una obra maestra.

The Lair of the White Worm (1988), centrada en un mito criptozoológico, empieza con el descubrimiento del cráneo fósil de algo semejante a un dinosaurio. Sin embargo, por las características del lugar no debería tratarse de un dinosaurio, pues muy cerca del cráneo hay monedas romanas de una época del imperio más bien tardía. Ahí empieza el discordante misterio, basado en una novela olvidada (y homónima) de Bram Stoker. El genio de Russell consiste en asumir la historia de Stoker y entretejerla, por así decir, con las hebras de su poética del horror.

Más allá de los límites de su estilo, quizás Russell se habría entusiasmado si Max Beckmann se hubiera puesto de acuerdo con Otto Dix y Oskar Kokoschka para hacer cine. Tres miradas expresionistas, dirigidas al paisaje interior, pero sin menospreciar el dinamismo casi insolente de un estilo que sí edifica la propia realidad que retrata. El cráneo es, ni más ni menos, de un vástago del dios serpiente Dionin, padre simbólico de los vampiros. Una especie de Dragón de las Tinieblas, muerto por John D’Ampton, antepasado de uno de los personajes principales de la película: Lord James D’Ampton, interpretado por Hugh Grant.

Una secuencia típica de Russell: cuando Eve, la novia de James, toca el crucifijo que una de las sacerdotisas del dios serpiente ha contaminado con veneno (el instante de la contaminación es espectacular), se desmaya y cae al suelo presa en un trance de ensoñaciones horribles, donde varias mujeres, adoradoras del mal, se arrodillan frente a una simulación de Jesucristo en la cruz segundos antes de ser devorado por el dios serpiente. Siempre sofisticado, Russell jamás deja de ser sutil ni enfático. The Lair of the White Worm es, además, una extensa metáfora fálica, pero desde los puntos de vista del feminismo, la libertad irrestricta del sexo y la supremacía ancestral del matriarcado.

Siete

Nadja (1994), de Michael Almereyda, es una película producida por David Lynch, y en ella el célebre director interpreta el papel del custodio (desaliñado y medio ebrio) de una morgue misteriosa. Allí ha ido a parar el cadáver de Drácula. No hay modo de evitar el peso centenario de los personajes de Bram Stoker, aun cuando Almereyda juegue con ellos, los intercambie, los modifique. “¿Cuántas veces has visto una tarántula caminar por tu apartamento?”, le pregunta el doctor Van Helsing, temeroso y exaltado, a Jim, el novio de Lucy, la joven a quien Nadja muerde una vez. Las arañas, los insectos venenosos, las ratas: criaturas dominadas por la noche y los espíritus del mal. Elina Löwensohn (Nadja, hija de Drácula) y el señor Renfield (un esclavo sexual que sirve para todo) se presentan en esa morgue, una noche, en busca del cuerpo del conde Drácula.

El vampiro, creador de su propia modernidad sin fronteras, es citado, en lo que toca a su personificación aquí, por su extenso nombre completo, donde hay una nota de humor macabro. “Hemos venido por el cuerpo del conde Wojvoda Armenius Ceaucescu Dracula, tenemos entendido que tiene una estaca de madera en el corazón”, le dicen, así como así, al custodio. “¿Cómo saben eso?”, pregunta el custodio. “Somos sus parientes”, dicen ellos.

Almereyda prefiere filmar en blanco y negro. Y, para lograr efectos de subjetividad y distanciamiento, usa una cámara PXL-2000 cuyas imágenes se apoyan, además, en una sonoridad (drone metal) muy suburbana. El espectador familiarizado con el mito del vampiro se adentra en un territorio modernísimo, casi retrofuturista.

Nadja seduce a Lucy, ambas tienen sexo en una escena que quizás sea la más atrevida del filme. Lucy está en el suelo y Nadja le abre los jeans y, con intenciones de masturbarla, empieza a acariciar su bajo vientre. La otra, que está menstruando, susurra: “No puedo creer que esté dejándote hacerme esto”. ¡Minuto encantador! Después Nadja mete sus dedos ensangrentados en la boca de Lucy.

Liberada del influjo de su padre, la vampira decide visitar, en Brooklyn, a su hermano (Edgar), que está enfermo. Lo acompaña una tal Cassandra, que al parecer es, para mayor enredo, hija de Van Helsing. Hay una persecución, un tiroteo, y Nadja es herida. Pero se lleva consigo, a Transilvania, a Cassandra, y todos deciden viajar tras ellas. Allí, mientras Nadja intenta curarse con la sangre de Cassandra, Edgar y Van Helsing matan a Nadja. Lucy queda, pues, libre del influjo seductor de la vampira. El final, sin embargo, es confuso, porque aun cuando Nadja ha sido eliminada (le cortan la cabeza y queman su cuerpo), ella sugiere que su sangre y su espíritu subsisten en Cassandra (debido a una transfusión incompleta), con lo cual estaríamos en presencia de un vínculo incestuoso que Almereyda ya había sugerido en la singular rivalidad de los hermanos.

Esta es una película radical, esquiva, casi huraña, que se distancia (hasta arrinconarse) de los pactos canónicos en torno a las imágenes del vampirismo (excepto cuando los personajes se adentran en los sótanos de la tenebrosa mansión de Transilvania), pero que propone una lectura reverencial del mito de Drácula. “Todo lo que hay en el más allá se encuentra aquí, en esta vida”, dice Cassandra en el desenlace, cuando escucha a veces la voz de Nadja en su cabeza, en el torrente de su sangre.

Ocho

Steven (Jude Law) salva del suicidio a María (Kerry Fox). Él es una especie de vampiro. Ella ha querido saltar del andén del metro. Después se encuentran en un parque, en un puesto de libros viejos. No tardan en hacerse amantes. Un día, mientras ella discurre (ya con cierta confianza) por el apartamento de Steven, él la lleva a la cama para tener sexo (hay preliminares un tanto exagerados en la gestualización), y de pronto, luego de observarla de manera extraña, la muerde en el cuello hasta desangrarla. Más tarde la lleva en una furgoneta, ya envuelta en sábanas, y con la marea baja tira el cadáver en un arrecife.

Transcurren algunos meses y Steven se relaciona con otra mujer (Anne: Elina Löwensohn). Esta es imprevisible y mucho más bella: culta, dulce, perspicaz, intranquila, hipersensible. Steven sabe, como algunos neurólogos que siguen a Paul MacLean, que nuestra vida psíquica y emocional se asienta en un cerebro de reptil sobre el que hay un cerebro de mamífero, encima del cual hay un cerebro racional, ya humano. Capa sobre capa, un hombre convive siempre con otras criaturas que se detienen en el límite misterioso del Océano Primordial. Allí perdura el vampiro, por allí se mueve a sus anchas, entre todas y cada una de las capas.

La nueva amante de Steven colecciona objetos raros, como él. Steven roba un día, de su casa, un pequeño dibujo a tinta donde se reproduce una pasión del espíritu, ya purificada. ¿Cómo dibujar un sentimiento así? Y el vampiro comprende que ha topado con una mujer en quien se espeja su final como criatura queer y de los límites. La película a que me refiero, dirigida por Po-Chih Leong, se titula The Wisdom of Crocodiles (1998) y se la conoce también como Immortality. Es una historia opuesta a las formas habituales de la poiesis del vampiro. Llega a ser, diríamos, una obra altamente refinada, en especial por sus omisiones y misterios. Una obra de esas en las que el ambiente o las atmósferas son capaces de contar y sustituyen, a veces, a la narración en sí misma, lo cual es raro en el cine contemporáneo.

Jude Law encarna a un vampiro moribundo, pero la sangre que necesita ha de poseer unos componentes simbólicos ligados al amor. Este hecho basta para inscribirlo, en tanto personaje, en una dimensión rara y estilizada del mito.

Nueve

Shadow of the Vampire (2000): entrar en el cuadro para que el conde exista.

Varios años después de la aparición, a inicios de los noventa, de Bram Stoker’s Dracula, de Francis Ford Coppola, el esmeradísimo artesano Elias Merhige da a conocer una historia donde se reinventan las peripecias de F. W. Murnau, cuando realizó en 1922 su versión de Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens). Merhige se sumerge en esa obra maestra inevitable de Murnau, también homenajeada por Werner Herzog en 1979 (Nosferatu: Phantom der Nacht), y relata la “verdadera” historia del legendario rodaje, en la que el vampiro es real y Murnau finge que se trata de un actor misántropo que, siguiendo un método extremo, está todo el tiempo dentro de su papel.

Tanto Coppola como Merhige se sirven de la definitiva constitución del vampiro como persona-personaje-imagen en los comienzos del cine, y es entonces cuando un Murnau utilitario, egoísta y calculador sacrifica a prácticamente todo su equipo de realización en favor de su película. De algún modo sabe (lo indiqué antes) que está construyendo una obra maestra. Su sangre fría es tal que, en medio de los asesinatos cometidos por el vampiro-actor, le advierte que, si no entra en el cuadro cinematográfico, deja de existir. El cine lo perpetúa, no así la inmortalidad que ya lo agobia.

John Malkovich es Murnau, y el prodigioso Willem Dafoe es el vampiro-actor. Shadow of the Vampire es una anomalía cinematográfica sin concesiones, estricta en su manera de ser “cine de terror” sin salirse del experimento que logra desarrollar en tanto indagación gótica, aparte de ser un documento visual, ya de culto, acerca de la personalidad del artista y su ansia irreprimible de hacer su obra más allá de cualquier límite.

Diez

La pieza Dracula, de Mark Godden, fue adaptada y coreografiada para el Royal Winnipeg Ballet, y de la filmación de ese trabajo experimental su director, Guy Maddin, obtuvo una restrictiva película: Dracula: Pages from a Virgin’s Diary (2002). No era para menos. Maddin, autor de documentos visuales (Careful, de 1992, y Brand Upon the Brain, de 2006, entre otros) que se cuentan entre los más atrevidos e inquietantes del cine actual (es un hombre vuelto casi por completo hacia el cine mudo, reinventándolo desde una vindicación perspicaz), descubre una manera distinta de representar al vampiro de Bram Stoker e insiste en el asunto de la xenofobia.

Drácula es un visitante del Este (de hecho, es un actor chino-canadiense quien lo interpreta, aunque ya sabemos que el Drácula de los orígenes es Vlad Drakulea, o Vlad Tepes, un príncipe rumano). Mina Harker y Lucy Westenra, personajes de Stoker, son damas aristocráticas y centralistas. Y se enfrentan a un horror prodigioso, quimérico, sobrehumano, que, para colmo, lleva en sí un ingrediente inaudito y devastador: una violencia sexual queer, inverosímil, extravagante.

Uno de los mejores momentos de la película es cuando Drácula ataca, por segunda vez, a Lucy. Ella convalece en su dormitorio, tras ser atendida por su familia, sus sirvientes y, en especial, por el doctor Van Helsing, pero el vampiro entra, la abraza y vuelve a alimentarse de ella. Puro ballet. Del abrazo se desprende un vapor próximo a lo elegíaco, una emanación en forma de niebla amorosa. Ha sido un encuentro pasional que Van Helsing interrumpe. El único color allí es el rojo: en la herida que dejan los colmillos de Drácula, y en el interior de su capa, extendida cuando se transforma en murciélago y huye. Después, cuando Lucy muere, uno ve a Drácula rescatándola de su ataúd y animándola en pos de otra vida. La escena es una construcción perfecta, tan despojada del lenguaje que tal parece como si sólo hubiera necesitado, para significar lo que significa, esa coreografía muda, sin palabras, donde hay danza (ballet-teatro) y una música triunfal. Nada más.

Un último detalle: cuando la trama pasa de la tragedia de Lucy a la de Mina, que es donde la historia incrementa la fuerza de su emoción, ya Jonathan Harker ha tenido los encuentros con las novias del vampiro, hechos que aparecen referidos en su diario, leído por Mina. Esas páginas son tan tremendas que la educación conventual de la joven no ha podido vencerlas, y vemos cómo ella acaricia la entrepierna de Harker mientras este, asombrado y nervioso, no comprende nada y se asusta ante el inicio (notorio e irreprimible) de su erección.

Once

Strigoi (2009), hablada en inglés con acento rumano, es una película dirigida por Faye Jackson. Tan singular como comedia de vampiros, como cine de horror y como alegoría de un mal sociopolítico que hay que exterminar de raíz (de cierto modo, la trama deja ver que la vampirización deviene una metáfora del parasitismo gubernamental y sus secuelas durante la llamada Era Ceaușescu), es una obra de excepción. Transcurre en Villa Podoleni, ámbito rural rumano, y los hechos se inician con el ajusticiamiento popular de un matrimonio: Constantine Tedescu y Milana Tedescu. Es un sacerdote quien dirige el proceso. La condena a muerte se cumple y son enterrados. Después vemos a un grupo de vecinos saqueando la residencia de la pareja. Por otra parte, tenemos al joven protagonista del filme, Vlad, que ha regresado de Italia tras graduarse de médico.

Algo raro ocurre, pues Vlad descubre a un grupo de amigos velando el cadáver de Florin, un compañero de su abuelo. Le aseguran que es una tradición, pero todo es muy sospechoso. A partir de esta circunstancia la comedia va variando de tono, y en ocasiones se hace oscura o ridícula o siniestra o patética, de acuerdo con la evolución de la trama. En Villa Podoleni, durante el gobierno de los comunistas y después, muchas irregularidades sucedieron con la tenencia, la herencia y la compraventa de tierras. Y ya se sabe cuán importante es, para la sobrevivencia del mito del vampiro, el asunto de la tierra, en especial si en ella arraigan costumbres que intervienen en la conformación de la identidad de las personas.

Es obvio que Strigoi es una película de vampiros, esa es la premisa básica (aquí al vampiro hay que arrancarle el corazón, que se quema para que no vuelva), pero también lo es el hecho de que constituye una muy seria aventura sobrenatural, afincada no en efectos especiales, sino en el proceso de las pasiones humanas en torno a la vida y la muerte. Lo más atrayente, en tanto forma y estilo, es que las principales disputas donde el argumento se intensifica y avanza giran alrededor de la tierra y sus dilemas. Ni siquiera tienen como centro al vampiro como criatura prodigiosa, ni al hecho de que muertos regresan a la vida.

Doce

John Ajvide Lindqvist es un exitoso novelista sueco, autor de historias de terror que exploran la maldición del hielo, los zombis modernos y los vampiros. Ya se sabe que lo del hielo, la blancura de la nieve y los mitos antárticos es algo que nace en el pretérito, con Edgar Allan Poe, Jules Verne y H. P. Lovecraft, un triunvirato inexorable. El invierno profundo trae el aislamiento y la soledad. Y los monstruos.

Cuando el director Tomas Alfredson leyó Låt den rätte komma in (Deja que entre el adecuado, o Déjame entrar: se manejan ambos títulos en español, aunque el primero es una traducción más literal y justa), seguramente vio en la trama muchísimas posibilidades. En definitiva, es una historia sobre niños, o más bien un niño (Oskar) retraído, tímido, maltratado por sus compañeros de escuela, y que encuentra la amistad en una niña singular, Eli, que suele caminar descalza por la nieve y que huele raro. Lo que Oskar no sabe es que Eli, en primer lugar, no es una niña, sino un niño. Y, en segundo lugar, un vampiro. Ambos andan por los doce años. Entre la historia de cómo Eli llega a ser quien es y la historia del presente de Oskar se teje una red de acontecimientos cuya visualidad Alfredson aprovechó de la mejor manera posible para realizar una de las películas de horror más serias de la historia del cine de los últimos treinta años, en la que la infancia, la inocencia, la pureza, el amor y la sobrevivencia encuentran un punto de giro excepcionalmente forzoso.

La película de Alfredson, titulada igual que la novela de Lindqvist, se estrenó en 2008 y ya en 2010 tuvo un pobrísimo y abaratador remake norteamericano. Eli halla en Oskar la compañía propicia: ella necesita ser cuidada, en especial durante el día. Oskar, por su parte, conquista para sí a una amiga invencible, de quien incluso podría enamorarse, a pesar de que en el futuro seguramente se enterará de que Eli no es más que un jovencito castrado dos siglos atrás.

Alfredson distribuye los énfasis dramáticos y logra que lo inolvidable de la novela (las razones por las que un vínculo entre personas puede ir, si es muy sólido, más allá de cualquier límite posible o conjeturable) sea lo inolvidable de la película. Hay un detalle tremendo: cuando Eli y Oskar se reúnen en la casa de este, Eli necesita usar la ducha y él, a continuación, le presta ropa de su madre. Eli está desnuda, a punto de vestirse, y Oskar se asoma y la mira. Lo que ve en el pubis es una especie de cicatriz horizontal irregular: la marca de la castración del niño que Eli había sido. Algo tan extraño como incomprensible, tan turbador como enigmático. Y, aun así, de algún modo se aman. Oskar más, Eli quizás menos. Amores de intensidad variable, o distintos. Pero, ¿acaso no es siempre así?

Trece

En la primera secuencia de The Transfiguration (2016), filme apartado donde los haya, estamos en un baño de un centro comercial y oímos ruidos excepcionales. Entre morboso y fisgón, un visitante se asoma al cubículo del que proceden y ve cuatro pies e imagina que algo de sexo oral está ocurriendo allí. En realidad se trata de un adolescente negro (Milo) que lame y succiona la sangre de un adulto blanco. Es un blácula. El hombre tiene una herida grande en el cuello. Cuando Milo termina, hurga en la billetera del muerto y se apodera del dinero. Tranquilo, con parsimonia, el joven se lava, se recompone y sigue su camino como si nada. Después llega a su casa, cena algo frente al ordenador y busca una película entre su colección, que está formada por historias vampíricas como Dracula Untold, Nosferatu, Fright Night (títulos que están a la vista) y otras.

No transcurre mucho tiempo antes de que Milo vomite: tras la sangre ha ingerido cereal con leche. ¡El contraste tiene un abrumador toque de ternura! Se nos hace difícil creer en la realidad sobrenatural de ese muchacho negro que después, sin tantos esfuerzos, localizará como olfateándola a una chica blanca (Sophie: Chloe Levine) que lo desea y con quien tendrá (por primera vez) encuentros sexuales provechosos.

Milo, indagador, tiene una libreta donde anota sus impresiones sobre los vampiros. En una página hay datos sobre Carmilla, la noveleta de J. Sheridan Le Fanu. Es como si estuviese aprendiendo a inscribirse en una tradición a la que no pertenece del todo, pero que ama con singular intensidad y que lo protege de esa jerarquía a la que no puede renunciar: ser un outcast, igual que Sophie. Él vive con su hermano mayor, su padre ha muerto, la madre se ha suicidado. Sophie vive apartada, con un abuelo alcohólico y abusador.

Hay una candorosa y racializada “usurpación” del mito del vampiro, que es esencialmente de hombres y mujeres blancos. La película, dirigida por Michael O’Shea, deviene puro cine: casi no hay palabras. Miradas, gestos, espacios aptos para la transgresión y el ejercicio de una soledad saturada de preguntas en torno al yo. Y Milo (interpretado por Eric Ruffin) sigue matando y bebiendo sangre. Hasta que de veras se “transforma” en un vampiro en la autoconciencia de que, si sólo existes para lastimar a la gente, quizás deberías no existir. Es entonces cuando “accede” a que lo asesinen (cree que no puede morir así como así). Tiene problemas con una banda de jóvenes negros, y para librarse de ellos, le da al jefe una cantidad de objetos valiosos robados durante sus incursiones vampíricas. Después va a la policía, los denuncia, y es testigo, al final, de la detención y muerte de todos. Pero un miembro de la banda sobrevive y le dispara a Milo en la calle.

Así muere el vampiro. Pocas veces el cine ha retratado tan bien un enormísimo desamparo que las ilusiones y la ferocidad más cruel colorean, en el mundo de la locura, de un modo siniestro y apenas comprensible.

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ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

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