Prueba de proyección de 'Land Without Images: The Absent in Cuban Cinema', retrospectiva de cine cubano alternativo independiente
Prueba de proyección de 'Land Without Images: The Absent in Cuban Cinema', retrospectiva de cine cubano alternativo independiente

Lo propio del archivo es su laguna, su naturaleza horadada
Georges Didi-Huberman, Arde la imagen

Si juntásemos cada parte perdida,
haríamos el inventario de la ausencia del hombre.
Juan Carlos Flores, “La excavadora en la mina”

 

En el principio era el verbo. El verbo censurar. Y su razón, una película.

Que es lo mismo que decir: una piel delgada, diminuta.

Una membrana de luces y sombras.

La historia de la censura en la Cuba revolucionaria (el acto de retorcer y vulnerar una epidermis) se inicia con PM (1961), de Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante, un poema visual sobre el fin de la noche: ese trance que, en La Habana de ahora y la de entonces, antecede a la tiniebla más diurna y absoluta.

Orlando y Sabá fueron en busca del reverso, el envés de la isla luminosa y militante. Se adentraron en lo oscuro del pasado meridiano, y encontraron, entre la luz escasa y sucia de los bares del puerto, la Cuba febril de la música y el baile.

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Un país decadente, pero más real que el de la propaganda.

La nación sudorosa de los pobres.

Que es lo mismo que decir: de los espectros.

Ante el horror matinal de una plaza vigilada se alzaba, como sueño húmedo, la noche de PM Fue regresar a los versos de José Martí (no a los versos del héroe nacional sino a los del poeta):

“Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche. ¿O son una las dos?”

Esta visión de la noche insular como la patria se terminó discutiendo en una asamblea.

“Dentro de la revolución todo, contra la revolución nada. […] Ningún derecho”, fueron las “palabras a los intelectuales”.

Fidel Castro declaraba la noche habanera contrarrevolucionaria.

P.M., nuestra primera película prohibida, era también nuestra primera película independiente. La primera que discutía a la Revolución su monopolio absoluto sobre la patria. Sobre sus formas posibles, sus transfiguraciones.

La nueva Cuba y su cine oficial se habían diseñado como un presidio concéntrico. El cine independiente cometió el pecado original: cruzó la franja que hacía discontinua la eficacia del panóptico.

En 1961 era la franja de la noche.

“El Máximo Líder anunció que una invasión de Estados Unidos estaba a la vuelta de la esquina. Cuba entró en un estado de guerra permanente. Todas las estaciones de radio y televisión se pusieron en cadena (a la que curiosamente se llamó la cadena de la libertad) para transmitir programas patrióticos y noticieros heroicos”, nos cuenta Orlando Jiménez Leal en El caso PM: cine, poder y censura.

“Enseguida hice un reportaje de cuatro minutos donde establecía un paralelo entre los milicianos que instalaban cañones en el Malecón y ametralladoras antiaéreas en los edificios públicos, y la gente que bailaba y se divertía en los bares”, agrega.

El pueblo de PM intentaba reconciliar “su responsabilidad histórica con la rumba”.

“En respuesta a la consigna oficial de Castro de Patria o Muerte, le oí una noche decir a una mulata en un bar mientras se contoneaba: Chico, ¿y por qué no Patria o Lesiones Leves?”, continúa Leal.

En el cine de un país donde todo se ve, la ceguera es siempre voluntaria, conveniente.

Como en aquel relato de Julio Cortázar donde lo real se hacía indistinguible de la ilusión novelesca, nuestro cine ensayó una temprana continuidad de los parques, arrimando un epicentro de La Habana intramuros a los más tranquilos prados del destierro.

Sin estar conscientes de su comunión, Orlando Jiménez Leal y Fernando Villaverde filmaron, con apenas un año de diferencia, el primer y el segundo rollo de una misma película.

In the Park (1962, dir. Orlando Jiménez Leal) y El parque (1963, dir. Fernando Villaverde) son las caras A y B de una ciudad bifurcada por los fantasmas de la ruina y el exilio. Al cabo el mismo fantasma, pues ¿qué es el exilio sino ruina desplazada, dividida?

Orlando captó a los emigrados en el Bayfront Park de Miami. Fernando registró a los habituales del Parque Central habanero. En ambos filmes se retrata la decadencia: el mito de la grandeza de un país venida a menos.

“A través de unas imágenes que parecen distantes, de la soledad de los viejos, y a pesar de la belleza del paisaje y de la alegría de los niños que juegan, se percibe la tristeza del destierro”, dice Orlando de su primera película en los Estados Unidos, donde había naufragado tras la censura de PM

En las imágenes se respira una atmósfera terminal, palpita la República: ceremoniales vacíos de un país que se intenta recobrar en el sopor y el cabeceo de un domingo de exilio. Orlando, tal vez sin saberlo, inauguraba un subgénero.

In the Park es quizás la primera gran película de la diáspora cubana.

El exilio, según Ricardo Piglia, “es la utopía. No hay tal lugar”.

La primera gran película sobre un lugar que no existe.

Tan ilusorio y a la vez tan doloroso, tan real, como la patria.

Este parque simbólico no guarda otra cosa que imposibilidad y tristeza. Acoge al que no pertenece, al que no le vale más que un único sitio para ser feliz y parte, pero ese sitio solo habita en su mente.

Es por eso que una escena común se torna apocalíptica: pasa un avión y los rostros se congelan en el gesto de mirarlo. Se escucha el avión, pero la cámara no sube: prefiere concentrarse en los tics de este teatro del exilio. En la añoranza como acto reflejo.

Seis décadas después, In the Park jamás se ha proyectado en Cuba.

En El parque no solo la mirada acaricia, también lo hacen las palabras. Su narración morosa, escrita por la cineasta Miñuca Naredo, compañera y colaboradora de Fernando Villaverde, es una suerte de correlato poético a las imágenes del Parque Central, ese que tiene la estatua de José Martí en el centro, aunque la cámara nunca sube a buscarla.

Le interesan más a Fernando las estatuas de las ninfas que escuchan.

Y los seres que semejan estatuas vivientes.

En medio del fervor revolucionario, El parque ansía fluir en otro tiempo, capturar una cadencia que se borra. Se detiene en aquellos que nada construyen, que no podrían integrarse a la sociedad nueva. Aquellos que más bien son vestigio o remanente.

Desplaza la mirada a los ancianos, a su limbo imperturbable.

Se sienta junto a ellos en la sombra.

Descifrar los ojos de estos seres vencidos podría ser una maniobra para quedar fuera del tiempo. Quedar fuera del tiempo, a ratos, es deseable en una época tan consumida por la Historia. Es fácil voltear la cabeza y mirar donde las cosas suceden. Es fácil desdeñar lo intrascendente.

Podría un país entero embriagarse de efervescencia.

No madurar: de la ingenuidad pasar al ocaso y a la muerte.

El parque apenas se salvó de la censura, pues en Cuba, según Fernando, se exhibe lo menos posible, como documental acompañante de las películas de los países comunistas que vacían los cines.

Fue seleccionado en el Festival de Leipzig de 1963, junto a otros documentales cubanos producidos por el instituto oficial de cine. Después de su proyección, el cineasta soviético Roman Karmen pidió a los organizadores que lo retiraran del festival por “pesimista”, entre otros pecados.

Con El parque también se iniciaba una especie de subgénero.

El del cine que mira al país colocándose afuera, aunque nazca bien adentro.

Un cine extrañado, que toma distancia, quizás desde una suerte de insilio.

Fernando Villaverde y su esposa Miñuca, un par de años y censuras más tarde, se unirían a Orlando en el destierro. Sus obras tempranas divisaron los gérmenes del fracaso, la duda y el desasosiego. Eran también premoniciones del país futuro.

Esta Cuba de hoy, avejentada e inmóvil, donde los jóvenes cineastas han comenzado a filmar a los viejos para dar fe del destartalo de un sueño. De la vivisección pasamos a la autopsia. De atestiguar la “utopía” a desarmarla.

No es país para jóvenes, cuando antes parecía no ser país para viejos.


En su ensayo Arde la imagen, Georges Didi-Huberman escribe: “No es posible seguir hablando de imágenes sin hablar de cenizas”.

A modo de paráfrasis pudiéramos decir: No es posible hablar de cine cubano sin hablar de sus películas negadas o perdidas.

“Si, por ejemplo, deseáramos escribir la historia del retrato en el Renacimiento”, aclara Didi-Huberman, “no sería posible comprender nada de este arte mayor si no se toma en cuenta la nada dejada por la destrucción en masa, en la época de la Contrarreforma, de la totalidad de la producción florentina de las efigies votivas de cera, incendiada en el claustro de la Santissima Annunziata”.

El archivo cinematográfico cubano, regido de manera hegemónica por las instituciones oficiales desde 1959, es un compendio de censuras y omisiones. El resultado de inacabables purgas y persistentes hogueras. Si deseáramos escribir su historia, no sería posible comprender nada sin tomar en cuenta sus ausencias.

Sin mencionar filmes como El parque, In the Park o PM.

Apenas tres ejemplos.

Tres esquirlas punzantes de una imagen rota.

Según el creador y teórico cubano Julio García Espinosa: “un país sin imagen es un país que no existe”. Una lectura paranoica de sus palabras sostendría el intento de anular ciertas ideas o versiones de nación mediante el control y secuestro de una porción significativa de su imaginario.

País que no filmo es un país que no existe.

No por gusto García Espinosa, cineasta a la vez que funcionario, fue responsable de algunos de los más traumáticos casos de censura en la historia del cine cubano. Irónicamente, su doble papel de artista y censor no lo mantuvo a salvo de prohibiciones ni de ser removido de su cargo como presidente del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) tras defender una película maldita.

(Los intelectuales cubanos, según el Che Guevara en El socialismo y el hombre en Cuba, cometieron el pecado original: por no haber participado en la lucha “no son auténticamente revolucionarios”. Esta culpa es arrastrada por algunos artistas: los aboca a la contradicción y al ridículo).

El ICAIC fue la primera institución cultural fundada por la Revolución, apenas a unos meses del triunfo. Fidel Castro, igual que Lenin y Hitler, consideraba al cine como la más importante de las artes; al arte como la más eficiente propaganda.

Alfredo Guevara, dandy jacobino, ofició como su Goebbels tropical.

Este zar del cine azucarero, neorrealista trasnochado, impulsó un modelo cinematográfico con una fuerte orientación hacia el realismo socialista: tendencia que devino, rápidamente, en molde rígido, esquemático, como la política cultural a la que representaba. La exigencia discursiva se transformó en hegemonía estética. Cualquier diferencia era razón inmediata para censura y marginación.

El perfecto cine revolucionario es pura fórmula, programática.

Todo aquello que no resulte complaciente queda fuera de su campo visual.

Tanto los géneros fílmicos como el cine de aliento onírico y existencialista de las vanguardias europeas, se consideraban influencias nocivas para los nuevos cineastas, pues procedían de una concepción burguesa o capitalista de la cultura. Incluso estilos que trabajaban directamente con la realidad, como el cinema verité y el free cinema, se condenaron por ofrecer una visión espontánea, es decir, no controlada de lo real.

El cine oficial cubano fluctúa entre la comedia costumbrista, el melodrama social y el panfleto histórico-didáctico. Todo intento de búsqueda o experimentación debe ser consignado dentro de los límites de un discurso popular y naturalista, de fácil acceso a un espectador adoctrinado. El cine oficial “incómodo” negocia con el poder: rehúye la esencia, la causa real de los conflictos.

Lo “incómodo” en él es apariencia.

Un gesto verdaderamente crítico debe ser neutralizado.

Durante largas décadas, el monopolio casi absoluto sobre los medios de producción y la asfixia sucesiva del disenso permitieron al ICAIC producir una imagen falseada de la isla. Toda visión divergente o anómala fue depurada. Cada herejía encontró su castigo. En un proceso de autofagia que ya resulta cíclico, los cineastas que no se ajustan a la norma son condenados a la cárcel, al ostracismo o al exilio.

Sus películas, aquellas que sobreviven, se vuelven pasto de la desidia y el olvido.

La brecha, si bien proscrita y precaria, está en el cine independiente.

Un movimiento que intentan quebrar de manera sistemática, pero siempre encuentra formas de subsistir y reorganizarse. Que opera muchas veces al margen de la ley, bajo acoso, en la intemperie absoluta. Su consolidación a partir de los noventa del siglo pasado y, sobre todo, en la década del 2000, es uno de los actos de resistencia más notables en la cultura cubana contemporánea.

“El archivo”, para volver a Didi-Huberman, “es casi siempre grisáceo no solo por el tiempo transcurrido, sino por las cenizas de todo aquello que lo rodeaba y ardió en llamas. Cuando descubrimos la memoria del fuego en cada hoja que no ardió logramos revivir la experiencia de una barbarie documentada en cada documento de la cultura”.

Tierra sin imágenes explora “la memoria del fuego”.

A la manera de Michel Foucault, propone una suerte de arqueología.

Quiere mirar a las zonas ocultas del audiovisual cubano en los últimos sesenta años: lo que podríamos definir como su inconsciente reprimido, sus catacumbas. No solamente esos filmes incómodos que a duras penas se salvaron de la inquisición totalitaria, sino también los vestigios de aquellas obras abortadas, forzosamente perdidas.

Obras como El mar (1965), de Fernando y Miñuca Villaverde, arrancada a sus autores en el proceso de edición, mutilada y desaparecida. Un filme melancólico sobre dos jóvenes enamorados que discuten su futuro (irse o quedarse) mientras recorren la playa de un poblado en ruinas.

Como Buena gente, aquel guion de Nicolás Guillén Landrián, sobre un hombre cuyo único defecto era el deseo de matar a un dirigente político. A Nicolasito, quien ya había sufrido electroshocks e internamientos, le sacaron ese proyecto en un juicio. Cualquier guion en Cuba, antes que cine, podría convertirse en una prueba incriminatoria.

Como Un día cualquiera (1991), la pieza performática de Marco Antonio Abad y el grupo Ar-De, que sirvió para que un fiscal les pidiera una condena de quince años por sus “calificativos injuriosos y ofensivos sobre el presidente Fidel Castro”. Una película incautada, quizás inconclusa, que permanece inaccesible en los archivos de la Seguridad del Estado.

(En Cuba, la Contrainteligencia archiva mejor que la Cinemateca.)

¿Qué hubiera sido del cine cubano de haber logrado parir estas películas?

¿Si la censura no hubiera intervenido para frustrar, tergiversar tantas otras?

¿Qué hubiera sido de nuestro imaginario de haber contado con el cine del exilio?

¿Si en nuestros cines hubieran coexistido Fresa y Chocolate (1993, dir. Tomás Gutiérrez Alea & Juan Carlos Tabío) y Conducta impropia (1984, dir. Orlando Jiménez Leal & Néstor Almendros)?

Tierra sin imágenes intenta responder estas preguntas, pero no desde el lamento o la especulación, sino desde la praxis de una experiencia restitutiva.

Cartel de 'Land Without Images: The Absent in Cuban Cinema', retrospectiva de cine cubano alternativo independiente
Cartel de ‘Land Without Images: The Absent in Cuban Cinema’, retrospectiva de cine cubano alternativo independiente

No es una queja por lo que no se hizo o lo que falta por hacer.

Es el acto de hacerlo.

De reunir en un mismo espacio todas estas películas.

De ponerlas a dialogar, a mirarse, como en un juego de espejos.

De pensar también en sus lagunas, en los espacios vacíos.

Si pensáramos en el rostro de la isla, en una suerte de aleph, de visión total o definitiva, habría que incluir estas imágenes veladas, estos íconos mutilados o perdidos.

Los invitamos a una séance de cinéma.

Al cine como sesión de espiritismo.

Remontar el país desde su ausencia, su dimensión fantasmal, su negativo.


* Estas palabras son la introducción a la muestra Land Without Images: The Absent in Cuban Cinema, retrospectiva de cine cubano alternativo / independiente, curada por José Luis Aparicio como parte de la presencia del Instituto de Artivismo Hannah Arendt (INSTAR) en la documenta quince, uno de los eventos de arte contemporáneo más significativos del orbe, celebrado cada cinco años en la ciudad alemana de Kassel.

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