Alrededor del documento firmado por los cineastas se han suscitado no pocas reacciones. El artículo de la doctora García Buchaca aparecido en La Gaceta de Cuba, los “Apuntes” de Mirta Aguirre en Cuba Socialista, algunos artículos del periódico Hoy y el encuentro de los cineastas con los alumnos y profesores de la Escuela de Letras, han sido las manifestaciones más sobresalientes que, en forma directa e indirecta, han surgido sobre dicho documento.

Sin duda que para un espectador ajeno, tal panorama pudiera recordarle la famosa discusión de si son galgos o podencos mientras la liebre –obligado objetivo de todos– escapa.

(Confieso que en el transcurso de esta polémica a veces yo también he pensado en dicha fábula, tal es la fuerza de nuestra pobre vida intelectual).

Y sin embargo, consideramos un error intentar –consciente o inconscientemente, directa o indirectamente– neutralizar o reducirle importancia a la lucha ideológica, que de eso se trata precisamente. Porque lo que perseguimos –y debemos perseguirlo todos– es desatar abierta y descarnadamente la lucha ideológica a nivel de los artistas e intelectuales. Y haber avivado esta lucha entendemos que ha sido la mayor virtud del documento.

Que la lucha de clases se revela en nuestro país –con fuerza nunca igualada– allí donde los problemas sociales y económicos se muestran más en carne viva, es cierto. ¿Cómo ignorar entonces que existe la lucha ideológica? ¿Cómo trata de escamotearla? ¿O es que la superestructura ha dejado de ser un reflejo de la estructura social?

Es evidente que la lucha, en la base, se desarrolla desde posiciones de fuerza. Los intereses de un patrón o de un terrateniente son abierta y nítidamente irreconciliables con las del obrero o el campesino. Ahí no cabe otra posición que la de la fuerza. Fuerza además que impone el enemigo al no aceptar la realidad que le determina su propia condición de explotador.

En el terreno estético la lucha no se desarrolla desde posiciones de fuerza. Los pocos artistas o intelectuales que hicieron sus intereses irreconciliables con los de la Revolución ya no se encuentran entre nosotros y si alguno quedara sería siempre objeto de atención jurídica o política pero no estética.

¿Cuál es la situación de los que permanecemos junto a la Revolución, unos más militantes, otros más pasivos, pero ninguno en contra de ella? La situación –no creemos pecar de indiscretos– es francamente desalentadora. Y lo es porque el ambiente casi en su totalidad carece de lucha. Más o menos hemos ido resolviendo nuestras condiciones de trabajo; cumplimos nuestra tarea diaria haciendo un cuadro, una sinfonía, un poema, una película; cogemos el fusil en los momentos en que la Revolución se ve en peligro. Y sin embargo no basta. Era y es necesario como elemento fundamental e ineludible la lucha ideológica. Lucha esta que se nos plantea como una necesidad para el desarrollo del pensamiento crítico fuera y dentro de nosotros mismos.

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Aceptar la idea de que estando políticamente unidos podemos expresarnos sin sobresalto alguno y, como consecuencia de ello, renunciar a la lucha ideológica y a la actitud crítica, es abonarles el terreno a la mediocridad y al conformismo. Aceptar la idea de que una actitud amplia frente a los problemas artísticos significa el Jordán de nuestros pecados o el manto sagrado que nos protege la vida mientras llegan o se crean los “nuevos” artistas (como si para construir el socialismo hubiese que esperar por “nuevos” obreros o por “nuevos” campesinos) es marcar una división entre el arte y la vida, es renunciar a expresarnos en nuestra época, es separar la forma del contenido, es seguir considerando, en plena mitad del siglo XX, al artista como un bufón, como alguien que simplemente adorna o recrea la vida de los otros, es cercenar nuestro posible aporte al desarrollo del pensamiento en el país.

Contra este espacio de “ángel exterminador” intentó expresarse el documento de los cineastas. Pobre, y sin embargo, suficientemente fuerte como para avivar la polémica.

Porque el documento era un punto de partida y no un manifiesto. Intentaba resumir, más que la discusión de tres días de reuniones, el espíritu de esas discusiones, las condiciones en que se habían expresado en aquella oportunidad artistas de distinta formación, de diferentes credos, de distintas actitudes frente a la vida. El tema motivo de la discusión no era el tema que más nos unía, sino precisamente el que más nos dividía, el que más ponía de relieve nuestras contradicciones. Y no obstante, ha sido la discusión más viva e interesante que hemos tenido, ha sido la que más nos ha forzado a una seriedad y a una responsabilidad en nuestras opiniones, la que más lejos ha llevado nuestro nivel de pensamiento. Y ha sido, al mismo tiempo, dadas las condiciones que se crearon para la misma, la que más nos ha unido.

Que a causa de una cierta precipitación o de una cierta ebriedad motivada por aquella primera alegría, no fuimos en el documento suficientemente explícitos o se nos deslizó alguna que otra opinión que se prestaba a equívocos, es cierto. Pero no es lo importante. Lo importante es la discusión que ha promovido, la polémica que ha desatado en un ambiente que parecía destinado a dormir el sueño de los justos.

En general tres son los puntos en los que más se ha sentido la necesidad de rebatirnos: cultura sólo hay una, las categorías formales no tienen carácter de clase y el papel del Partido.

Es ingenuo pensar, después que se ha escrito y hablado tanto sobre la materia, que uno vaya a ignorar que existen tantas culturas como nacionalidades o que la cultura es un reflejo de la estructura social, o sea, que también existen tantas culturas como sistemas sociales. Pero de lo que se trataba en esta ocasión era de subrayar el carácter de continuidad en la cultura. Y nadie discute que esa continuidad está determinada por la actitud crítica que se adopte frente al hecho artístico del pasado o del presente. Mas, precisamente es una actitud crítica la que puede establecer una continuidad justa a la que también puede troncharla. Por eso es la actitud crítica la que entendemos que debemos poner en discusión en nuestro ejercicio diario como artistas o como intelectuales. Porque hay compañeros que se autotitulan marxistas-leninistas –y cuyos sentimientos no ponemos en duda– que unas veces entienden que la forma y el contenido es un todo inseparable y otras, cuando se trata de analizar una obra del pasado o una obra burguesa, separan tranquilamente el contenido de la forma. De ahí, inclusive, que muchas veces se analicen obras del llamado realismo socialista lamentándose de una forma tan pobre y aceptando como bueno un contenido que, sin embargo, su única significación es la de haber utilizado algunas verdades comunes pero sin un tratamiento que arrojara alguna luz nueva sobre ellas. Esto ha hecho posible que se desarrolle toda una corriente formalista ante la mirada complaciente del socialismo, ya que los artistas –caídos en la trampa– se han dedicado a tomar el contenido más simple, “tranquilizador” y propagandístico como pretexto de sus juegos formales creyendo así asegurar una calidad a la obra. Pero por otra parte, la actitud frente a la obra del pasado o la obra de indiscutible calidad de un artista burgués ha sido y es con frecuencia la de aceptarla exclusivamente por su elaborada y refinada forma, resistiéndose a admitirla como obra cuyo alto nivel conceptual es el que en realidad ha determinado o determina la calidad de la misma, que es la que fija en un todo inseparable –digámoslo aunque sea de paso– la forma y el contenido. Es por eso también que en el documento no nos perdonamos haber sido tan ambiguos al hablar de que las categorías formales no tienen carácter de clase, cuando lo que cabía era aclarar primero que no se podía separar la forma del contenido y que por lo tanto, la obra vista y analizada en su conjunto sí tiene –como ha tenido siempre– carácter de clase.

En cuanto al papel del Partido en el desarrollo de la cultura, utilizamos la palabra “promover” como una reacción un tanto simplista (si algo lo justifica es que esto no era el tema central del documento) frente a la actitud no menos simplista de los que aseguran con intenciones nada saludables que el papel del Partido también es el de orientar y dirigir la cultura. Haber reaccionado mecánicamente frente a los dogmáticos fue nuestro error. Porque creemos que todos pudiéramos estar de acuerdo (es además una realidad irreversible) en que el Partido no sólo promueve, sino también orienta y dirige la política cultural, si en vez de ver estas funciones con el carácter de censura con que algunos dogmáticos pretenden teñirlas, las viéramos con el carácter dialéctico que en más de una ocasión han precisado los principales líderes de la Revolución al insistir en que la política cultural no se hará a espaldas de los artistas e intelectuales sino con ellos, es decir, que no se trazará a priori sino a partir de la relación dialéctica entre público, artista y Partido.

Al calor de las discusiones que dieron lugar al documento y principalmente posterior a ellas, hemos analizado la relación con el público que en definitiva es quien habrá de beneficiarse o perjudicarse con nuestro trabajo y al que consideramos –como es natural– que tampoco juega un papel pasivo en la relación.

Hasta ahora, en lo único en que se ha insistido es en que el artista tenga más contacto con el pueblo. Eso está bien pero pensamos que no es suficiente. Es justo que el artista tenga más contacto con el pueblo y con los problemas del pueblo, pero es también necesario que el pueblo no sólo tenga contacto con la obra del artista sino además con los problemas del artista.

Para algunos el público es una especie de monstruo de una sola cabeza. Para un decadente, por ejemplo, el público es una masa ignorante y fanática a la cual no hay que tener en cuenta. Para un dogmático, es una especie de recién nacido al cual hay que darle todo masticado. Ambas actitudes son estúpidas y ambas coinciden en su falta de respeto. Igual pudiera decirse de los populistas que creen que el público es todo sabiduría. Sin embargo, independientemente de que entendamos la composición clasista del público y de que su sensibilidad y su ética están muy relacionadas con su ubicación social, debemos confesarnos que el público tiene más de una cara. Es cierto que el público puede gustar una obra de arte, pero no es menos cierto que ese mismo público puede no gustar una obra francamente mala. Esa, al menos, nos parece una actitud mucho más cercana a la realidad. De ahí que pensemos que una relación de igual a igual no la facilita una actitud despectiva o prepotente, pero tampoco se logra con una actitud paternalista o populista.

El público sabe que la Revolución le ofrece al artista mayores recursos materiales que los que se le ofrecían en el pasado. Pero el público debe saber también que el concepto de la productividad en arte no puede aplicarse mecánicamente. Porque puede ocurrir que se empiece a considerar a un artista a partir de la cantidad de obras que ha logrado hacer en el año. Y sería justo, pero si se acepta al mismo tiempo que un artista de menos producción no es menos artista por eso. Puede ocurrir también que se empiece a medir la productividad por el resultado que ha tenido la obra. A mayor éxito en el público, mayores consideraciones para el artista. Y también sería justo. Pero si al mismo tiempo reconocemos al artista que no alcanzó el favor del público, si reconocemos en el artista (aunque Plejánov –respetado por tantos otros casos– diga en este aspecto lo contrario) la necesidad de experimentar, de buscar lo nuevo. Porque sencillamente el público debe saber que el camino cuantitativo, como el del éxito fácil, pueden estimular al oportunista y al mediocre.

El público también sabe que el artista amplía su caudal espiritual y ético al suprimir la Revolución la explotación del hombre por el hombre y al crear las condiciones para la futura sociedad sin clases. Pero también debe saber el público que a partir de ahí hay toda una tabla de valores morales que hereda intacta la nueva sociedad. Valores morales cuya mayoría proviene de la burguesía y de la religión y que alienan al hombre tanto como la división de la sociedad en clases. Es necesario decir que la mayoría de estos valores ha sido asimilada por grandes sectores de la población, mientras que el artista –pudiera asegurarse en líneas generales– llegó a esta sociedad con otra actitud. En el pasado su lucha (desde el más consciente hasta el más inconsciente políticamente hablando) descansó en gran medida en una lucha contra los valores éticos establecidos. ¿Qué pudiera suceder ahora? Que su posición ética no se conciliara enteramente con la de esos sectores de la población. Y que al medir el contenido ético de la obra partiendo de lo que piensen o sientan algunos sectores (por muy populares que sean) pudiéramos caer también en estimular un arte conformista, mediocre y completamente falso.

El público sabe que existen artistas con una actitud revolucionaria frente a la vida, como sabe que existen artistas con una actitud decadente. Pero debe saber además que existe toda una corriente dogmática dentro del pensamiento marxista y que la lucha ideológica debe establecerse no sólo contra los decadentes sino también contra los dogmáticos. Es necesario acabar con el papel de víctima de los decadentes como con la actitud todopoderosa de los dogmáticos. Está bueno ya de que los decadentes se sientan víctimas y los dogmáticos, todopoderosos. Que un decadente sepa que, a pesar de su actitud frente a la vida (puesto que el hombre no está hecho de un solo bloque, ni es una abstracción, ni una ideología pura), podemos esperar de él obras valiosas no sólo desde el punto de vista formal sino también conceptual, y que un dogmático sepa (por las mismas razones) que no obstante toda su palabrería revolucionaria, su obra puede ser mala no sólo formalmente sino que también puede resultar de un nivel conceptual ínfimo.

Este acercamiento del público a los problemas del artista pudiera, sin duda, ayudarnos también a establecer la relación justa, dialéctica, entre público, artistas y Partido. Relación viva y constante que en definitiva es lo que entendemos que puede realmente contribuir a desarrollar el arte y a evitar que nadie por su cuenta se sienta tentado a determinar los gustos o lo que hay que hacer en una materia, como la artística, en la que nunca se ha podido decir la última palabra, precisamente por tratarse de algo vivo y de eterna evolución.


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