Presentación

A lo largo del año 1963 y principios de 1964, las páginas de las revistas Cine Cubano, Cuba Socialista y La Gaceta de Cuba sirvieron de escenario a una nueva confrontación entre los sectores intelectuales dominantes en el ámbito de la cultura cubana. La aparición consecutiva de textos que dialogaban frontalmente entre sí, sobre un deber ser del arte y el artista al interior de un nuevo sistema político, declarado oficialmente socialista en abril de 1961, reavivó la polémica en torno a los paradigmas teoréticos y los principios ideoestéticos que debían arbitrar la coexistencia de voluntades individuales o grupales y la conformación e implementación de una política cultural oficial del Estado.

Desde enero de 1959, bajo políticas y discursos que ponían la mayoría popular como causa y efecto, razón y principal tributaria, distintos actores políticos se fueron empoderando con la fundación de órganos o instancias de poder –gubernamentales o paragubernamentales– conducidos por individuos que, desde un frente u otro, habían participado de algún modo en la lucha contra el régimen anticonstitucional de Fulgencio Batista (1952-1959), o por algunos que serían convocados por su prestigio o experiencia profesional. Si bien no siempre en total acuerdo, pero mancomunados en el rechazo a la dictadura y la necesidad del cambio, los distintos representantes de las tendencias políticas confluyentes al triunfo de la Revolución empezaron a proyectar y desarrollar programas que ideológica y simbólicamente buscaban superar las estructuras gubernamentales de los años precedentes –extensivo a todo el periodo prerrevolucionario– y que, prácticamente, eliminaban la mayoría de sus instancias, para reemplazarlas por otras nuevas con el objetivo de atender a las demandas de algunos sectores sociales. El sistema de instituciones y organismos relativos a la administración cultural fue de los que, con mayor inmediatez, participó de ese proceso. La creación del Consejo Nacional de Cultura, en sustitución del muchas veces emplazado Instituto Nacional de Cultura –gestor de la política cultural en la administración de Batista–, del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) y de la Imprenta Nacional, la fundación de la Casa de las Américas –para reemplazar en espacio y función a la Asociación de Escritores y Artistas Americanos–, o la intervención de la Biblioteca Nacional José Martí, son algunos de los casos que más han trascendido a la hora de historiar el incipiente proceso de institucionalización de la cultura en 1959.

Al frente de esta gestión y los órganos que la encarnaban quedaron empoderados escritores, profesores, intelectuales, cineastas, artistas, militares, con una cercanía más o menos cultivada o por cultivar a los líderes revolucionarios, y con experiencias de vida, formaciones ideológicas e intereses personales y estéticos diversos, o en varios casos, divergentes.

Sin embargo, no porque burocráticamente los individuos declaraban su apoyo a las ideas fundamentales de la política cultural del Estado, en nombre de la conservación de la Revolución, y las refrendaran en los estatutos y documentos constitutivos de las instituciones de las que eran responsables o a las que pertenecían, sucedió que, en el ejercicio diario, la implementación transcurriera sin choques de fuerza. De hecho, en la historia del campo cultural cubano posterior a 1959, la existencia de esas tensiones y conflictos vendría a conminar a todos los escritores y artistas a participar en una maquinaria política de asimilación, abstención, confrontación o negación, cuyo carácter excluyente se fue radicalizando cada vez más desde entonces hasta hoy.

La más significativa de esas confrontaciones al interior del gremio artístico e intelectual nace de la negación del permiso de proyección del corto documental PM (1961), rodado por Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, por parte de la Comisión de Estudio y Clasificación de Películas del ICAIC. Lo que en principio comenzó como una disputa entre ideas contrapuestas sobre la pertinencia de promover ciertos tipos de discurso estéticos desde las instituciones estatales, se transformó en un debate sobre el derecho a la libertad de creación en la Cuba socialista, que puso en evidencia los conflictos de orden político y el enfrentamiento de tendencias ideológicas. Los intelectuales y artistas fueron convocados por los representantes del poder político en los predios de la Biblioteca Nacional los días 16, 23 y 30 de junio de 1961. Aquel diálogo, rodeado de una atmósfera de temores y sospechas, terminó zanjado con el discurso del entonces Primer Ministro Fidel Castro, conocido luego como “Palabras a los intelectuales”, donde pronunciará el apotegma que condicionó en lo adelante, ya para afianzarlo o impugnarlo, lo mismo en beneficio que en perjuicio de la ciudadanía, los discursos sobre el arte y la política en la isla: “Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución, ningún derecho”.

El Instituto de Arte e Industria Cinematográficos fue la primera institución cultural fundada por la Revolución en marzo de 1959. La ley que la dotaba de existencia jurídica, partía de considerar el cine un “instrumento de opinión y formación de la conciencia individual y colectiva”, y a la vez consignaba su estatuto estético: “El cine es un arte”.[1] Puesto de inmediato al servicio de las políticas de socialización de la cultura y de propaganda, las primeras producciones del ICAIC se enfocaron en documentar, bajo el tamiz épico de los días de entusiasmo y encomio, los acontecimientos de los nuevos tiempos, y en divulgarlos al interior de la isla pero también fuera de sus fronteras. Su relevancia y funcionalidad en los propósito gubernamentales habían sido realzados por Fidel Castro en la Biblioteca Nacional. Semejante espaldarazo, que implicaría, entre otras cosas, el cierre del magazine Lunes de Revolución, ponía en evidencia la voluntad de los representantes del poder para apoyar el cumplimiento de los deberes propagandísticos y didácticos de las instituciones por sobre las manifestaciones de la creación individual o de un grupo.

Con el acercamiento entre el Gobierno cubano y el de los países socialistas de Europa del Este, el ICAIC estará entre los centros que con mayor interés participa de los programas de intercambio y cooperación, inspirado por el prestigio que precedía a los cinematógrafos de la región y en consonancia con una identidad de intereses y aspiraciones sobre el tipo de arte que se quería potenciar desde sus estudios y salas de proyección.

Esa agenda de trueques y colaboraciones –no exclusiva del ámbito de la cultura–, es la que propicia la presencia en La Habana de grupos de cineastas provenientes de los países socialistas, quienes llegarán a integrarse en los proceso de filmación y capacitación técnica pero también en los debates teóricos y conceptuales que se sostenían entre los cineastas cubanos. Aprovechando su presencia en la isla y en el marco de la Crisis de Octubre o Crisis de los Misiles, directivos del ICAIC coordinaron una mesa redonda bajo el título “¿Qué es lo moderno en el arte?”. Asistirían, por la parte foránea, el director soviético Mijaíl Kalatózov, el polaco Andrzej Wajda, el francés Armand Gatti, el checo Vladimir Čech y el alemán de la RDA Kurt Maetzig, y los cubanos Tomás Gutiérrez Alea, Julio García Espinosa y Jorge Fraga. Fue el espacio para un toma y daca de impresiones y relatos personales sobre los derroteros del arte y los artistas en los regímenes comunistas, la complejidad entre valor estético y compromiso popular, los retos de la producción y la técnica a la hora de concebir y producir una película, o sobre los conceptos de lo moderno en el cine y sus posibles formulaciones en el seno de los países socialistas.

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La transcripción de aquella conversación no sería publicada hasta enero de 1963, y para entonces se acompañó de un texto de Tomás Gutiérrez Alea que perseguía prolongar y enfatizar algunas de las ideas que antes había callado o apenas insinuado, al parecer, por las características del diálogo. Sus palabras vendrían a insistir en la necesidad de preservar para los artistas cinematográficos las condiciones para la creación con libertad en la Revolución. Usando de comodín la pregunta sobre lo moderno en el cine, Alea asegura que el artista revolucionario siempre estaría a la vanguardia de la creación estética toda vez que su obra nace de la siempre cambiante realidad que lo rodea, y no de normas o estructuras teóricas y de pensamiento que intentasen dictarla o determinarla. Su intervención en el encuentro de octubre de 1962, que hizo las veces de síntesis y moderación, había saludado la oportunidad de escuchar la experiencia de cineastas que habían padecido “los errores” de sus respectivos modelos socialistas, y alertaba del privilegio de los cubanos por contar con un proyecto social aún por desarrollarse, con las bondades de la tradición cultural nacional y con la libertad que ofrecía la experimentación en todos los niveles de la vida en la isla.

Estaban en el candelero las críticas al estalinismo de Nikita Jrushchov en el XX y XXII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) y los aires del deshielo llegaban hasta Cuba. Precisamente, en un juego que metaforizaba el posicionamiento de los artistas cubanos respecto de las reformas políticas soviéticas, otro de los presentes en el encuentro de octubre, el director Julio García Espinosa, ponía nombre a un artículo suyo publicado por La Gaceta de Cuba en su edición del 1º de abril de 1963. “Vivir bajo la lluvia”, para el cineasta, era plantar cara a los desafíos de una realidad completamente nueva sin recurrir a los paradigmas ideológicos de la vieja Unión Soviética, que no habían llevado sino al deshielo de muchas de sus creencias ideológicas y estructuras. Sin negar el socialismo en tanto sistema de garantía de derechos, García Espinosa condena la preeminencia de las doctrinas estalinistas en el núcleo de la dirección del país, a poco más de un año de que Fidel Castro emprendiera sus ataques contra el sectarismo, una tendencia prosoviética en desencuentro con las líneas que adoptaba su Gobierno.

No es gratuito que al final de su texto Espinosa utilice de colofón una cita de Antonio Gramsci –un pensador del marxismo-leninismo, no siempre bien digerido entre los comunistas más ortodoxos en la isla–, para hablar directamente a los actores del poder y recordarles su deber de reconocer, y aun alentar, las expresión de los valores e ideas emergentes, en tanto requisito para la construcción de una nueva sociedad.

La intervención de Espinosa por escrito tenía su origen en realidad en una reunión de escritores que había tenido lugar en la UNEAC. En aquel momento, el Presidente Nicolás Guillén impidió la exposición y propuso postergarla para una ocasión más propicia, una que nunca llegó. Al reaparecer las palabras del realizador en forma de texto en La Gaceta de Cuba, no se ocultaban las sospechas de que posibles incomodos en los sectores más prosoviéticos de la organización hubieran sido la causa de esa remisión indefinida. No obstante, la revista de la UNEAC, cedía el espacio para visibilizar las ideas de uno de sus miembros, un fundador del ICAIC, antes encargado de dirigir la sección de cine en la Sociedad Cultural Nuestro y Tempo y, tras 1959, de la efímera Dirección de Cultura del Ejército Rebelde.

Pero no sólo a él se le recibe un texto. Unas páginas más adelante, un viejo cómplice lo respaldaría. Con el título menos lírico y sí más provocativo de “Los herederos del oscurantismo”, el músico Juan Blanco –ya para entonces un reputado compositor que había trabajado con Espinosa y Alea en un cortometraje documental censurado por la dictadura batistiana, El Mégano (1955)–, dirige imputaciones de reaccionario a una figura que trasiega en los discursos de la década del sesenta con frecuencia: el extremista político, el dogmático. Aún sin mencionar nombres, y endilgando el mismo sayo a los de derecha e izquierda, Blanco alerta solapadamente del colonialismo soviético, insertándolo en una genealogía que remonta a la Inquisición, los Consejos de Indias, los intelectuales y políticos del régimen anterior a 1959. Tiene en la mira a la facción estalinista de la cúpula cultural cubana. A sus proyecciones, vistas como otra forma de injerencia y conservadurismo cultural, el músico va a contraponer un discurso nacionalista del arte revolucionario, muy a tono con el que promueven varios funcionarios del ICAIC, y que estaban fijados incluso en los documentos fundacionales de la institución. “Dentro de la Revolución”, sin importar el origen de la influencia a la que apele ni la escuela que convoque para su obra, el artista es depositario del privilegio de la libertad creadora, según Blanco, propiciada en paralelo a las políticas progresistas del sistema.

La evocación de Fidel Castro como agente supremo de la política cultural de la Revolución, en detrimento de otros actores, funcionarios o voceros institucionales, va a ser una constante que distinguirá la posición del ICAIC en las polémicas que se encarnecen entre 1963 y 1964. Pero será sobre todo la línea que guíe las intervenciones de Alfredo Guevara.

Guevara había sido la elección de Castro para dirigir el ICAIC. Eran cercanos desde los tiempos en que ambos estudiaron en la Universidad de La Habana. En la década del cincuenta, había sido uno de los involucrados en las actividades relacionadas con el cine de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, una iniciativa de Carlos Franqui –que luego abandona por el giro hacia la ideología comunista del Partido Socialista Popular–, a la que se sumarían por el interés en el séptimo arte los por entonces jóvenes talentos Guillermo Cabrera Infante, Néstor Almendros, Gutiérrez Alea.[2]

En la emisión de abril de la revista Cine Cubano, Guevara prologa un conjunto de testimonios de cineastas e intelectuales socialistas recogidos durante una de las ediciones del Festival de Karlovy Vary. Volviendo sobre el diálogo en torno a lo moderno y lo revolucionario en el arte cinematográfico, reconducirá los ataques hacia los remanentes de la sociedad burguesa y capitalista de antes de 1959 –como sucederá próximamente en su balance de la actividad del ICAIC hasta 1963– para insistir en el valor de medio o herramienta del socialismo, el comunismo y el marxismo-leninismo en la sostenibilidad y el arranque de la Revolución. Su discurso, en la línea del pensamiento desarrollista de ciertos ideólogos soviéticos, analogaba creación política, creación artística y “plenitud humana”, en unas formulaciones retóricas que recuerdan a las de “Palabras a los intelectuales”.

El clima de inquietudes y los ánimos de discusión de los jóvenes cineastas que aspiraban a convertirse en una generación referente del cine nacional solían alentar conversaciones informales. Sin duda, influidos por los vientos de diálogos e intercambios de opiniones que venían de algunos círculos de los países de Europa del Este y que se reflejaban en los pasillos y oficinas de la institución, los días 4, 5 y 6 de julio de 1963, “un grupo de directores y asistentes de dirección del Departamento de Programación Artística de la Empresa Estudios Cinematográficos del ICAIC, [se reunieron] con el propósito de discutir algunos aspectos de los problemas fundamentales de la estética y sus vínculos con la política cultural”. El documento, publicado como “Conclusiones de un debate entre cineastas cubanos”, tenía en su estructura y tono la forma, al menos, de una declaración de principios. No en balde, al hacerse público en La Gaceta de Cuba el 3 de agosto de 1963, fue interpretado como un manifiesto grupal o un programa de trabajo institucional. Citando pasajes de Lenin, Engels y Marx, los cineastas que firmarían al pie del documento reclamaban el carácter dialéctico del arte y de la sociedad, negaban el imperativo de valorar las obras por su relación con la lucha de clases, y defendían el carácter universal de la cultura de todo pueblo en todo momento de su historia, amén de que fuera expresión de la burguesía, la aristocracia o el proletariado.

No podría establecerse un vínculo de causa estrictamente, pero la circulación del documento de los cineastas se produce en un contexto en el que el Consejo Nacional de Cultura parecía ganar en protagonismo –uno que alcanzará definitivamente en 1971–. En diciembre de 1962 se había sellado el Primer Congreso de Cultura, coordinado por el Consejo, con la participación de todas las organizaciones de masas y entidades administrativas del Estado que intervenían en los procesos de producción y distribución de los objetos culturales, entre ellas, miembros y directivos de la Unión de escritores y Artistas de Cuba y del ICAIC, quienes acordaron y apostillaron los documentos que oficialmente debían regir la política cultural oficial. Al menos nominalmente, esa jerarquía fue ratificada justo en julio de 1963, cuando mediante la Ley 1117, el Consejo dejaba de estar subordinado al Ministerio de Educación para convertirse en un “organismo central”, bajo dirección del Consejo de Ministros.[3]

En las palabras de clausura del Congreso, la presidenta Vicentina Antuña, una destacada profesora de letras y culturas clásicas, cuyo pedigrí de activismo político en frentes sindicales y feministas prerrevolucionarios le granjearon el llamado para que ocupara el cargo, reafirmaba el cambio de una etapa, el paso de la experimentación iniciática de los meses posteriores al 1º de enero al desarrollo inequívoco de una cultura bajo las doctrinas del socialismo.[4]

Las “Conclusiones de un debate entre cineastas cubanos” levantaron enseguida las alarmas en varios flancos de la cúpula político-cultural. A poco más de dos semanas de haberse presentado en La Gaceta de Cuba, la sección “De la ideología” del diario Noticias de Hoy, órgano oficial del Partido Socialista Popular, comenzó a publicar fragmentos de escritos de Gueorgui Plejánov y Vladimir I. Lenin sobre la cultura y el arte. Ciertamente, no es ajeno a este medio desde su creación en 1938, ni a sus suplementos literarios (Magazine de Hoy, y tras 1959 Hoy Domingo), la divulgación de las obras de los fundadores del marxismo-leninismo y de varios de sus ideólogos. Sin embargo, no parece nada casual este tipo de apariciones en este preciso momento. Así lo confirman las observaciones de Jorge Fraga, uno de los cineastas firmantes, cuando advierte una “refutación” directa en el fragmento de Lenin que bajo el título de “Dos culturas” ocupó la sección de Hoy el 29 de septiembre de 1963.

También de modo elusivo, sin una mención directa, interviene en la polémica una colaboradora de la casa de Noticias de Hoy, pero lo hará a través de la revista Cuba Socialista, medio fundado en 1961 para difundir el pensamiento y la teoría marxista en Cuba, con un consejo de dirección integrado por el Primer Ministro Fidel Castro, el Presidente de la República Osvaldo Dorticós Torrado, y los dirigentes comunistas Blas Roca, Carlos Rafael Rodríguez y Fabio Grobart. Se trata de Mirta Aguirre, una galardonada ensayista y poeta que acompañó toda su carrera profesional con el activismo político en sectores obreros, feministas y comunistas. Antes de ocupar el cargo de directora de la Sección de Teatro y Danza del Consejo Nacional de Cultura al triunfar el Ejército Rebelde, ya había sido funcionaria en el Partido Socialista Popular, la Federación Democrática de Mujeres Cubanas o la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo. El trabajo que circula a partir de octubre es una muestra contundente de esa zona del pensamiento marxista-leninista que entiende el arte y la literatura al interior de las reglas y movimientos estructurales de todo el sistema de la actividad humana, como un proceso progresivo y evolutivo hacia una culminación superior. Allí pondera, por sobre otros valores, la función comunicativa y didáctica del arte, la explotación de recursos formales en virtud de generar contenidos y mensajes que contribuyan al desarrollo social, científico y político del pueblo, el fomento de un arte y una literatura además enraizado en las enseñanzas teoréticas de Marx, Engels, Lenin y los ideólogos del estalinismo. Su defensa del “realismo socialista” como concepto base de una ideología de Estado para la gestión y la administración de la cultura en la isla sería refrendada por el Gobierno y funcionarios culturales a partir de la adhesión plena de Fidel Castro a la Unión Soviética.

La segunda de las reacciones de las que se pueden dar cuenta contra las “Conclusiones de un debate…”, fue apostillada en las páginas de La Gaceta de Cuba, escenario principal de la polémica. Su autora, Edith García Buchaca fungía en el cargo de secretaria del Consejo Nacional de Cultura. Contracitando los mismos padres fundadores del marxismo-leninismo, acusará en el texto de los cineastas “falsas consideraciones sobre las características esenciales de la sociedad socialista, con olvido total de la actitud adoptada por nuestro Gobierno ante los problemas de la cultura”. La libertad creativa no podía ser un principio en sí mismo y el Partido y el Gobierno no sólo tenían el derecho de “promover” la cultura –como concedía el documento en su primer punto– sino además de orientarla y dirigirla. Los valores nuevos y viejos, la cultura internacional y la nacional, la obra burguesa y la obra proletaria debían pasar por ese filtro selectivo de la Revolución si se quería además una cultura verdaderamente revolucionaria: “Si respecto al pasado cultural exigimos una actitud crítica, consideramos esencial el análisis y la selección ante lo nuevo. Partiendo de que estamos construyendo una sociedad socialista y empeñados en una pelea sin tregua contra el imperialismo que no tolera concesiones en lo ideológico.”

Las réplicas de algunos firmantes de las “Conclusiones” no se harán esperar. Gutiérrez Alea y Julio García Espinosa, con la mirada en las intenciones y los postulados de Aguirre y Buchaca hacen de dos nuevos textos una glosa y una defensa del documento que registró el sentir del grupo del ICAIC. Por su parte, Jorge Fraga responderá a cada una de las ideólogas comunistas en sendas cartas, con un desmontaje de varios de sus argumentos desde la lógica y las teorías del marxismo-leninista. Asimismo, la revista Cine Cubano eligió su número correspondiente a octubre-noviembre de 1963 para compartir y apoyar –si bien no suscribir íntegramente– el documento-resumen de los cineastas, alegando la voluntad del medio de estimular el debate, y distanciándose de una contraproducente “política del avestruz”, que mucho perjuicio ocasionaría al diálogo crítico “dentro de la Revolución”. Quien firmaba esas palabras era el director de la institución Alfredo Guevara. Aprovechará el momento además para extenderse en un balance de la actividad del ICAIC desde su fundación, algo que había apresurado antes en La Gaceta de Cuba. El texto constituía un llamado a construir el arte nuevo en consonancia con la actualidad de su circunstancia. Aunque no abandona su instigación a hacer tabula rasa de todos los códigos morales, sociales y estéticos de la sociedad anterior –y donde hace causa común con varios comunistas ortodoxos–, Guevara insiste en que no habrá clásico del marxismo que pueda nutrir la obra de arte de los nuevos tiempos, sino que por el contrario será la comunión y el intercambio de estrategias, recursos y discursos entre la política y el arte, o entre el gobernante y el artista, lo que la cultive.

Para estas alturas, el debate ya había trascendido las páginas de las publicaciones. Entre octubre y noviembre, los alumnos y profesores de la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana invitaron a varios miembros del ICAIC y escritores de la UNEAC para dialogar sobre el documento y las ideas que estaban moviendo el trabajo en la producción de películas del Estado. Según cuenta Tomás Gutiérrez Alea, los profesores universitarios Sergio Benvenuto y Juan J. Flo habían enrarecido el ambiente cuando, apelando a ese estado de guerra, a esa “lucha de fuerzas” que la teoría marxista considera la base del movimiento dialéctico hacia el desarrollo, hacían énfasis en que era inadmisible cualquier tipo de indefinición política, y aún mucho menos en el campo de la ideología. Para García Espinosa –que como Alea se pronuncia sobre el debate con los profesores– los juicios de los profesores ponían en riesgo la posibilidad del diálogo con sus llamados más o menos explícitos a la cancelación de la diferencia y la disensión. Para el director de El joven rebelde (1961), en un alarde de la efectividad de las políticas excluyentes de la Revolución, pero a la vez creyendo que las discusiones estéticas no implicaban también confrontaciones ideológicas y políticas en la configuración de las estructuras de poder, aseguraba: “En el terreno estético la lucha no se desarrolla desde posiciones de fuerza. Los pocos artistas o intelectuales que hicieron sus intereses irreconciliables con los de la Revolución ya no se encuentran entre nosotros y si alguno quedara sería siempre objeto de atención jurídica o política pero no estética”. Lo que buscaba con ello era recordar el supuesto derecho al análisis y a la opinión críticas, que se habían granjeado los que desde 1959 no habían llegado a atravesar la fina línea de la contrarrevolución, y se habían salvado del destierro o el ostracismo. De ese modo, Espinosa recuperaba una vez más el hilo de discusión con la mirada en los textos de Mirta Aguirre y Edith García Buchaca para escurrirse entre sus contradicciones lógicas y excesos proselitistas. Básicamente, Espinosa como Alea no sólo abogaban por la convivencia pacífica del idealista y del materialista, del decadente y del dogmático, sino también pretendían dejar constancia de que estos no son más que constructos teóricos que obnubilan el valor real de los artistas y de la obra de arte, su virtudes y defectos, sus contribuciones o, simplemente, su existencia.

El profesor Juan J. Flo había agitado el fantasma del “pecado original” sobre los presentes al encuentro de la Escuela de Letras y, desde ahí, en un soplo, sobre todos los artistas, escritores, maestros, intelectuales que se habían formado en la República entre 1902 y 1959. Asediado por ese “complejo” que dividió la sociedad cubana entre los tarados por la moral y las prácticas del capitalismo y los “hombres nuevos” que cultivaría la Revolución socialista, Flo vuelve sobre sus palabras en un texto de enero de 1964, y no sólo continúa martirizándose por el azar negativo de su “extracción burguesa”, sino que condena a los cineastas por no esforzarse lo suficiente en purgar esa falta natural. La pervivencia de esas manifestaciones burguesas, y la intermitente disposición de ciertos artistas para detectarlas y combatirlas, son la razón de ser, según Flo, del rol de censor y la actitud condenatoria de los funcionarios dogmáticos: “Es que cuando el artista de talento y experiencia se obnubila con sus maestros burgueses y se vuelve un mero discípulo de ellos, de su espíritu, deja un lugar vacío para que el dogmático lo llene con obras que, aunque rudimentarias e insuficientes, sean insospechables de aquel vicio.” El conflicto no era ya cómo ser revolucionarios para contribuir a la Revolución, sino cómo era posible no ser marxista-leninista, o entender y practicar el arte desde el marxismo-leninismo, si todos portaban en carne y conciencia los rezagos de una burguesía ajena y lacerante de la Revolución.

En el número del 20 de marzo de 1964 de La Gaceta, Tomás Gutiérrez Alea usaba otra vez la imagen del inquisidor para rebatir a Juan J. Flo, seguido de nuevas embestidas de Sergio Benvenuto a las “Conclusiones…” de julio del año anterior. Volcado en el texto, el profesor percibe cómo su redacción está tan insuflada por “el eclecticismo, la generalidad ambigua, las imaginarias neutralidades”, que podría ser suscrito con seguridad por cualquier “conservador, reaccionario, idealista, mahometano o protestante, desde Pericles a Napoleón”. En la que quizás sea la arremetida más radical a lo largo de la polémica, Benevento además de reprochar en los firmantes y defensores del documento el uso de las citas de Marx y Lenin sin ser ellos mismos marxistas-leninista, confronta detalladamente las ideas allí dispuestas con los dictados de Fidel Castro en “Palabras a los intelectuales”. Las conclusiones de ese ejercicio hermenéutico no daban lugar a las dudas; según el profesor, las “Conclusiones” eran fundamentalmente antimarxista y, en consecuencia, contrarias a los pronunciamientos del máximo líder y a la política cultural del Estado.

No sería esta la primera vez que un marxista de la Escuela de Letras buscaba conducir a un funcionario marxista del ICAIC hacia esa peligrosa frontera de lo revolucionario y lo antirrevolucionario que habían trazado las “Palabras” de Fidel Castro. Y tampoco la única que las mismas sirvieran de autoridad tanto en la bula como en el auto de fe, al verdugo y a su víctima, al inquisidor y al hereje. En el marco del desarrollo de otra polémica que detona en diciembre de 1963 y coexiste con la que aquí presentamos,[5] Alfredo Guevara iba a desconocer al Consejo Nacional de Cultura como entidad rectora, y conceder esa jurisdicción exclusivamente a los “lineamientos culturales que […] emanan del discurso de Fidel en la Reunión con los Intelectuales”.[6] La discusión sucedía en los dominios de Noticias de Hoy, y tenía por contendiente precisamente a su director, el líder político comunista Blas Roca Calderío. En una crítica dirigida por este a las funciones de programación del ICAIC, Guevara halló los ecos de los lineamientos que se habían aprobado en el Primer Congreso Nacional de Cultura, a los que tildó, además, de ser unilaterales y frutos de atribuciones indebidas. De inmediato, Vicentina Antuña, en nombre de la institución, no sin antes recordarle que él mismo había participado en las reuniones y había aprobado los documentos del Congreso con su “voto”, contestó con una amenazante imputación de rebeldía, al atribuir la actitud de Guevara a “una profunda incomprensión de las funciones del Estado y de cada uno de sus organismos, así como de la disciplina y la relación que ha de existir entre ellos”.[7]

Los acontecimientos de la década, coronados con el primero y segundo Caso Padilla y la celebración del Congreso Nacional de Educación y Cultura en 1971, direccionaron la política cultural del país hacia un modelo de corte estalinista que privilegió la función didáctica y propagandística, instrumental y utilitaria del arte y la literatura por sobre el estímulo a la libertad de creación individual y la propiciación y promoción de los discursos, poéticas y obras por su valor estético. Muchas de las concepciones estalinistas que habían ondeado sobre el espacio público funcionarios como Mirta Aguirre, Edith García Buchaca y los profesores de la Escuela de Letras se habían instalado, tanto en las políticas culturales como en los discursos del Gobierno que desde 1965 se hipostasiaba con el nuevo Partido Comunista de Cuba, máxima e incuestionable entidad política del país. Muchos cineastas del ICAIC formaron parte de él.

Notas:

[1] “Creación del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos Ley No. 169 de 20 de marzo de 1959”, en  José Bell Lara, Delia Luisa López y Tania Caram, Documentos de la Revolución cubana, Ciencias Sociales, La Habana, 2006, p. 145.

[2] Cfr. Juan Antonio García Borrero: “1959: el kilómetro cero del cine cubano revolucionario”, Cine Cubano. La pupila insomne, 24 de marzo, 2008.

[3] Apenas tres años después, en 1966, el Consejo Nacional de Cultura volvió a integrarse al Ministerio de Educación.

[4] La Presidenta del Consejo Nacional de Cultura concluía: “Porque hasta ahora, por agotador que haya sido el esfuerzo, no era sino preparatorio. Y es ahora, a partir de 1963, cuando habrá de iniciarse el trabajo más serio. Porque ya no se tratará de erigir Talleres o Almacenes ni de fundar orquestas o coros ni de efectuar cursillos para Aficionados: se tratará, hecho todo eso, de crear con todo eso nuestra cultura socialista”. (Vicentina Antuña: “Ahora comienza el verdadero trabajo cultural”, Noticias de Hoy, La Habana, 18 de diciembre, 1962, p. 7.)

[5] Graziella Pogolotti: “Políticas culturales”, Polémicas culturales de los 60, Letras Cubanas, La Habana, 2006, pp. 143-246.

[6] Alfredo Guevara: “Alfredo Guevara responde a las «Aclaraciones»”, en Graziella Pogolotti, ob. cit., p. 173.

[7] Consejo Nacional de Cultura: “El Consejo Nacional de Cultura contesta a Alfredo Guevara”, en Graziella Pogolotti, ob. cit., p. 190.

Documentos

Bibliografía

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* Expediente coordinado por Roberto Rodríguez Reyes y Pablo Argüelles Acosta.

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