Desarrollar un movimiento cinematográfico serio y realmente vivo, capaz de buscar su propia fisonomía mientras creaba sus instrumentos de trabajo y estructuraba el aparato organizativo, no era nada que pudiera considerarse tarea de unos meses. Sólo la confianza y la pasión creadora de que insufla una revolución a los que en ella participan, ha hecho posible que en cuatro años exista una cinematografía nacional y que hoy pueda juzgársela positiva o negativamente, críticamente, sobre bases estrictamente profesionales.

No pretendemos andar a la vanguardia ni somos los descubridores de un nuevo mediterráneo, pero en estos cuatro años de trabajo ha surgido lo que en tan breve período parecía imposible: una generación de realizadores. Esto ha sido factible primero porque cada instante y cada partícula están en nuestro país saturados por el espíritu de la revolución, por su aliento, y por su fuerza creadora. Y en segundo lugar, porque se han producido las condiciones prácticas y el clima moral adecuado a este florecimiento. En rigor, ambos puntos son uno solo, pero conviene diferenciarlos porque marcan el puente que va de una línea general a su concreción particular. La presencia en nuestra cinematografía de un grupo de creadores que comenzando por el documental aborda ahora el largometraje de argumento en muy diversos estilos, nos hace pensar que el salto cualitativo que ha convertido a aprendices en profesionales permite esperar, un día, nuevos niveles. Y esto será también posible a partir de nuestra política: aceptar la revolución en nosotros mismos; y de nuestro objetivo: respetar el carácter perennemente creativo y renovador del espíritu revolucionario.

Nuestra joven cinematografía se ha hecho y seguirá haciendo más compleja. Si hasta hace algún tiempo la definía la presencia de una voluntad práctica, un trabajo de promoción y un esfuerzo experimental, ella ha encontrado ahora una nueva fisonomía: la presencia válida de nuestros documentalistas y de algunos otros realizadores, y la obligación de profundizar, con la obra y con el estudio y la discusión, en los problemas estéticos que marcan nuestras búsquedas, y las de los creadores de todos los países.

Importantes experiencias creativas, crisis y conflictos, discusiones teóricas, y hasta complicadas tomas de conciencia –individuales y colectivas– han tenido lugar en este período, y de tan complejo fenómeno no sólo han sido parte y protagonistas los realizadores sino también los dirigentes y responsables del trabajo organizativo e ideológico. No creemos que este proceso termina ahora, sino más bien que se hace más elaborado y difícil, que adquiere otro alcance, y que obliga a un mayor rigor. Si pretendíamos crear condiciones para el nacimiento de nuestra cinematografía y de una nueva conciencia crítica, ahora, cuando ellas se producen, estamos obligados a una mayor lucidez y coherencia intelectual, y a hacer del movimiento que va de la teoría a la práctica, una línea dialéctica cada vez más compleja y profunda. Pero esto no es posible sin fundamentar cuanto hacemos en la elevación de los niveles culturales a ideológicos, u olvidando el contexto de nuestras vidas y de nuestra obra: la Revolución. La Revolución no es de ningún modo un hecho siempre apresable y directo. Sus manifestaciones y sus urgencias, nos llevan desde la lucha clara, definible sin equívocos, hasta sutiles problemas que no sólo se plantean en el marco de la sociedad en su conjunto sino también en el de cada conciencia, y basta en el de la creación artística. No hay creación donde hay moldes estrechos, y donde estos, cristalizando la experiencia de siglos o decenios, pretenden decir la última palabra. Por eso cuando señalamos que es necesario aceptar la Revolución, el espíritu revolucionario en nosotros mismos, afirmamos también que hay que aceptar sus consecuencias, y ello supone la súbita evaporación de tablas de valores hasta entonces aparentemente muy sólidas. En el fondo estamos hablando de la diferencia que va de las formas de pensamiento, que se enraízan en el mecanicismo, a aquellas que se inspiran en una concepción auténticamente dialéctica.

Por eso nuestro trabajo, cada vez más profesional, no puede abandonar ciertas líneas experimentales, y debe, aún más, buscarlas como una fuente de riqueza artística, y como posibilidad abierta al espíritu renovador. Y es por eso también por lo que, si consideramos que del surgimiento de una nueva generación de creadores, y la consolidación de una línea realmente marxista en el trabajo, resultan los logros más importantes del ICAIC en estos cuatro años, no ignoramos que muchas cosas están por hacer, y que los riesgos son ahora mucha mayores. El deber de los revolucionarios no es sin embargo el de empobrecer la realidad para hacerla más fácil, y operar sobre ella más cómoda, conformísticamente en suma. La realidad existe tal y cual es, y es su carácter la riqueza y variedad infinitas. Y apoderarse de ella, penetrarla y ensancharla, rechazar sus límites aparentes y llegar siempre más lejos, es tarea de los revolucionarlos, y también la de los artistas. Por eso nos declaramos “buscadores” y sabemos que la única garantía contra el error nos la brinda un principio al que ya hemos hecho referencia: no olvidar jamás que el centro, y el contexto de nuestra obra, y de nuestras vidas, es uno: la Revolución.


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