En el número 29 de La Gaceta de Cuba, con motivo de una brevísima intervención mía de la discusión pública realizada en la Escuela de Letras sobre el manifiesto de los cineastas, Tomás Gutiérrez Alea me dedica unos párrafos en un artículo suyo.

Por otra parte, se ha invitado reiteradamente a la discusión pública. Invitación general por un lado, alusión particular por otro, me considero doblemente invitado. Pero, sin embargo, al aceptar la invitación, formulo otra: no olvidar que, más que discutir, importa aquello que se discute. Digo esto, porque en el citado artículo, Gutiérrez Alea se limita a adjetivar lo que atribuye “más o menos textualmente”, procediendo así exactamente al revés de lo que hay que hacer para poder discutir. Es mejor citar primero los textos, dar luego razones, y recién después pasar a los comentarios y los adjetivos, como es normal, por lo menos desde el viejo Aristóteles. Otra cosa sería perder el tiempo. Y no estamos para eso ni Gutiérrez Alea, ni yo, ni nadie.

Sobre el manifiesto

El manifiesto citado, que era lo que se nos proponía discutir en la mencionada reunión, fue sustraído al debate en aquella ocasión, pues todos tuvimos “la impresión de que algunos de los principales firmantes […] se retractaban del mismo”, como reconoce Gutiérrez Alea. Eso creímos entonces. Nos pareció, pues, que discutir algo muerto y enterrado públicamente por sus propios autores, era superfluo. Pero ahora Gutiérrez Alea nos informa que la “impresión”, en realidad, “no corresponde a la verdad”.

Nosotros seguimos creyendo lo contrario. Pero no importa. Lo que es evidente es que a juicio de algunos firmantes (no sabemos bien cuántos, ni quiénes, cosa que tampoco importa ya), el manifiesto ha vuelto a renacer y es ahora más manifiesto que nunca, por lo mismo que está propuesto nuevamente a la discusión. Nosotros nos limitamos en aquella ocasión a señalar un principio esencial que no quedaba claro, y más bien parecía ignorado por los firmantes. Nos pareció suficiente. Ahora no. Ahora nos sentimos obligados a ir al fondo de la cuestión. Para hacerlo, nos parece inevitable (para no enredarnos en las contradicciones que han ido surgiendo entre los propios firmantes), retornar al manifiesto tal cual fue publicado inicialmente. Por lo demás, el manifiesto reaparece ahora en Cine Cubano (n. 14-15, año 3), sin modificaciones, con posterioridad a la citada discusión pública.

“Nosotros somos marxistas o aspiramos a serlo”, dice Gutiérrez Alea. Frase ambigua, si las hay. Pero en el mismo número de La Gaceta otro de los firmantes se encarga de disipar tal equívoco. En efecto, García Espinosa nos explica que el manifiesto “resume” el “espíritu” de las discusiones de artistas “de diferentes credos, de distintas actitudes frente a la vida”. Entiéndase bien: ante la vida, que no es el arte. Eso lo explica todo. Por otra parte, no hacía falta: bien se vio en la discusión pública que una sola cosa unía a los firmantes entre sí: el eclecticismo del manifiesto. Su nebulosa generalidad, su ambigüedad equívoca. Y era precisamente ese, a nuestro juicio, su defecto principal.

El documento parte de posiciones tomadas no ante la vida o la sociedad, sino ante el arte, la cultura, la coexistencia de tendencias o su lucha, etc. En vez de fijar posiciones en cuanto a los fundamentos de problemas tan complejos, los da por sentados, los supone implícitamente. Y así es, claro está, absolutamente imposible fundamentar posiciones ante el arte o la cultura.

Si se empieza por las ramas no se llega a las raíces, sino a las nubes. Tomar posición ante un problema artístico (aun dentro de la hipótesis de que sea acertado), no permite, por vía de la generalización, el hallazgo de leyes o criterios, normas o principios generales sobre la cultura, la lucha ideológica, etc. Pero si además, tales “conclusiones” se formulan del modo más general y vago que sea posible, ocurre necesariamente que se las puede ligar, derivar o deducir (y por tanto, también suscribir), desde posiciones de principio, desde fundamentos diferentes y hasta opuestos, contradictorios o aun excluyentes. En una palabra, “credos” antagónicos, actitudes “ante la vida” enfrentadas pueden coexistir en el documento.

Por eso resulta tan ecléctico que no dice nada que impida firmarlo o un individuo ajeno, opuesto, o un enemigo del marxismo.

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Quien lo dude puede hacerse esta pregunta: ¿qué partido político liberal no inscribiría gustoso la primera afirmación del manifiesto en su propaganda electoral? “La promoción del desarrollo de la cultura constituye un derecho y un deber del partido y del Gobierno”. Y, bien pensado, ¿por qué liberal? Conservador, reaccionario, idealista, mahometano o protestante, desde Pericles a Napoleón, todos los gobernantes del mundo suscribirían eso sin dudar un instante ni cambiar una coma.

Lo grave es que otro tanto ocurre con todos los restantes párrafos del documento, sin excepción. (Salvo, quizás, una o dos líneas de los textos de Marx o Lenin, y sólo hasta cierto punto, pues no sería cierto la primera vez que un texto aislado sea extraído de su contexto de tal modo que pueda ser suscrito, incluso, por un enemigo acérrimo del marxismo).

No vamos a ocuparnos de demostrarlo a propósito de todos los párrafos del manifiesto, lo cual sería interminable. Proponemos, en cambio, como ejercicio autocrítico para los firmantes, la búsqueda de una sola línea que sea imposible firmar desde una posición no marxista.

Cultura socialista y cultura burguesa

Para nuestros fines, basta limitarnos a algunas “conclusiones” en particular. ¿Quién puede negar, por ejemplo, que “cultura sólo hay una”, si con esto quiere decirse que el conjunto de todas las culturas nacionales, regionales, feudales o burguesas, considerado en abstracto (y sólo así), como conjunto, precisamente, es uno solo? Abstraídos (es decir, mentalmente separados), los mil antagonismos, interrupciones, desconexiones, peculiaridades, etc., nadie puede negar, en efecto, tal postulado. Nadie que haya querido decir solamente algo tan obvio e innecesario como que un conjunto es un conjunto. Pero si, en cambio, se quiso decir que, además, existen elementos que se transmiten de una cultura a otra en la misma medida en que se transforman y adaptan a lo nuevo, que es verdad, no había que decirlo así, de modo tan nebuloso. Y no había que hacerlo precisamente porque así parece que se está diciendo que no hay tal necesidad de transformación; que se supone la cultura como una tierra de nadie, neutral, como un gigantesco almacén donde tirios y troyanos nos surtimos por igual de los mismos productos, sin más expediente que estirar el brazo y retirarlos de un estante. Y, desgraciadamente para los indolentes, la cultura es algo menos pacífico e inmóvil que una biblioteca.

Si no se partió de ese concepto equivocado y nocivo de la cultura, si eso no era en parte lo que se quiso decir, así se lo está sugiriendo. Es ese el resultado fatal del eclecticismo, la generalidad ambigua, las imaginarias neutralidades. Y después, ¿qué filosofía puede negar tautologías sin contenido, como el conjunto es el conjunto, toda la cultura es toda la cultura, etc.? Todas las filosofías habidas y por haber pueden suscribir íntegramente el manifiesto. Todas menos una: el marxismo-leninismo.

Ningún marxista puede suscribir, en efecto, afirmaciones confusas y fragmentarias como esta: “no existen una cultura burguesa y una cultura proletaria antagónicamente excluyentes”, sin agregar de inmediato que no existen en el sentido general y obvio de que ninguna contradicción real puede ser tan absoluta como para que exista sólo la contradicción. Lo cual puede decirse de cualquier tipo de contradicción real, antagónica o no. Lo opuesto ocurre únicamente en la mente, no en la realidad objetiva. Pues en esta ninguna contradicción entre dos cosas puede existir si no existen realmente las dos cosas. Lo que, llevado al terreno de la cultura, equivale a decir que sí existe una cultura socialista excluyente y antagónica de la cultura burguesa, en el único sentido en que esto es realmente posible: en cuanto socialista la una y burguesa la otra, que es lo que interesa destacar y no, precisamente, oscurecer.

Como tales, por mucho que la una surja necesariamente de la otra, son excluyentes y antagónicas en el sentido –repitamos: único posible– de que no poseen contenido común, intercambiable, ni coexistirán eternamente.

Lo que realmente ocurre es algo bien distinto: proletaria o burguesa (clase o cultura, para el caso es igual), no son automáticamente excluyentes. Que no es lo mismo. No hay, obviamente, a pesar del antagonismo flagrante, una zanja divisoria separando universos indiferentes e incomunicados entre sí. No hay autogénesis de la cultura comunista, como no la hay tampoco de la clase obrera. Contradicción mediante, lo nuevo brota de lo viejo en virtud de la transformación revolucionaria. Y esto es así tanto en la sociedad como en la cultura. (Aquí, como en todo, la conciencia sigue a la existencia.) En un solo y mismo proceso. No hay zanja, pero tampoco tierra de nadie.

Si antes hubo que sustituir la crítica puramente ideológica por la “crítica de las armas”, como decía Marx, es decir, la crítica burguesa por la lucha proletaria, ahora hay que acompañar la lucha práctica con las armas de la crítica, para revolucionar la cultura burguesa.

Desentrañar, reelaborar, transformar

En la exacta medida en que la cultura burguesa heredada no se revolucione, pasará, dentro del Estado socialista, como un lastre; será un freno. En la exacta medida en que sí lo haga, acelerará su desarrollo. Quienes aparentemente defienden la cultura proclamando su imparcialidad son los que más la subestiman: están suponiendo que no sirve para nada, que en nada puede contribuir al mayor, más pronto y mejor desarrollo de la sociedad. Y eso sólo puede hacerlo cuando la crítica aniquila todo lo burgués que contiene la cultura recibida.

Es “herencia de la humanidad, cristalización”, pero si no la refundimos íntegramente, es peso muerto: “la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla al cerebro de los vivos”, escribió Marx. Esa “esencia de la cultura” que hipnotiza a los firmantes del manifiesto nos llega entremezclada con impurezas de toda clase (superstición, idealismo enmascarado de mil modos distintos, etc.), que hay que aniquilar. Heredar es combatir transformando.

Desentrañar, reelaborar, transformar. Y no ser vencido en el acto mismo de “heredar” sin superar, de “continuar” sin revolucionar, por la opresión del pasado, la rutina, lo consagrado y establecido.

Herencia sin revolución, continuidad sin superación, son palabras vacías o son algo mucho peor que eso: la continuidad pura y simple de la cultura burguesa.

Por todo eso, la frase de marras se puede escribir, pero no sola; sola cambia de sentido, insinúa la ilusión de una “sustancia” cultural trasmisible por encima o al margen de la lucha de clases. Y eso no existe; si no es como rediviva utopía de la república de las artes, bello sueño de artistas, pero nada más.

Por todo eso, en lugar de atenuar o disimular las contradicciones existentes entre una cultura hecha para cultivar burgueses y otra para cultivar socialistas, lo que sí hacía falta decir y no se dijo, es que aun la cultura burguesa está plagada de contradicciones internas, antagónicas y excluyentes. Mejor hubiera sido “concluir” que “ninguna cultura es una sola” y que ninguna herencia es aceptable, cristalizada en bloque.

Pues si la cultura burguesa es “heredable” es precisamente porque tiene la duplicidad característica de la cultura de toda sociedad de clases. Contiene aspectos positivos y aspectos negativos entremezclados. Heredarla en bloque es conservarla intacta. Rechazarla en bloque es renunciar a lo que sirve.

Y lo que hace falta no es ni una cosa ni otra, sino apropiarse de lo positivo, y sólo de lo positivo. Hipnotizarse con uno solo de ambos aspectos es falsificar la realidad (porque lo esencial es que entre ellos hay contradicción). Señalar sólo lo positivo es hacer justamente lo que hay que evitar a toda costa: convertir los aspectos positivos en el canto de sirena de toda la cultura burguesa, confusión esta tras la cual está la burguesía misma, principal interesada en contrabandear, bajo el manto ideal de la “continuidad de la cultura”, ilusiones conciliadoras que favorezcan su continuidad real, menos intangible que la otra.

La actitud combativamente crítica es por eso necesaria, para impedir toda posibilidad de sabotaje ideológico subrepticio. Que el dogmático no lo comprenda es una cosa. Que por eso vayamos al extremo opuesto, es otra bien distinta.

¿Distinta? Menos de lo que parecería a primera vista. En ese error unilateral caen dogmáticos y eclécticos por igual. Pues no se trata de cerrar los ojos (falsedad dogmática) a toda la cultura burguesa, sino de la verdad marxista de transformarla mediante la actividad doble de crear una nueva cultura, desarrollando lo positivo y destruyendo lo negativo, en cada acto, en cada obra, en cada pensamiento nuevo.

Y eso no se puede hacer si no somos más revolucionarios que artistas, más marxistas que antidogmáticos, más creadores que herederos.

Los medios y los fines

Los firmantes del manifiesto, en distintas ocasiones, han declarado que su objetivo era manifestarse contra el dogmatismo incurriendo en un dogmatismo al revés. ¿Por qué?

El árbol se conoce por sus frutos: juntad veinte individuos de ideología diversa, jamás lograréis un documento unitario, como no sea al precio de decir sólo vaguedades que pueden luego atribuirse indistintamente, como es natural, a diversas ideologías. Lo que han demostrado es que hace falta partir de fundamentos marxistas para llegar a “conclusiones” que lo sean también. Cosa que, por lo demás, no hacía falta demostrar.

Pero no es lo único. Demostraron también que no tiene sentido ser antidogmático a secas. Lo que tiene sentido es no ser dogmático siendo marxista, que no es lo mismo. La unidad de criterio en el antidogmatismo no conduce necesariamente al marxismo. Por el contrario, si la unidad es exclusivamente en eso, conduce a la fuerza hacia fuera del marxismo.

No existe ninguna clase de “razones naturales de principio” que impida a nadie “asumir posiciones idealistas” como cree Gutiérrez Alea. Además: ¿naturales o de principio? Natural, ninguna. De principio, tampoco; como no sean los principios o fundamentos marxistas que brillan por su ausencia en los textos.

Por el contrario, si somos o nos presentamos más como antidogmáticos que como marxistas, el orden de los factores altera –ahora sí, automáticamente– el producto. Aun sin proponérnoslo, aun sin saberlo, aun deseando expresamente hacer lo contrario, más será lo que ataquemos al dogmatismo que lo que defendamos, desarrollemos y difundamos, comprendamos y practiquemos el marxismo.

Y si ya se tomó partido, ¿por qué se escriben frases tan ambiguas de las cuales no se sabe a ciencia cierta si el “aspiramos a ser” quiere decir que lo somos pero somos modestos; o que no lo somos cabalmente, por dudas teóricas, por inconsecuencia, o déficit práctico? ¿O bien se está hablando de la coexistencia de diferentes grados de convicción y falta de convicción (o de resignación) entre los veinte firmantes, o de un poco de todo eso mezclado?

Y, luego de eso, ¿por qué entonces postular, en base a “tres días de reuniones” media docena de frases en estilo axiomático y contenido confuso para “arreglar” el complejo universo de la cultura mundial? Y, todavía, citando a Marx y a Lenin, como si se hablara desde el más puro marxismo-leninismo.

En nombre tal vez de un marxismo implícito y no expreso, confuso y más bien dubitativo, ecléctico hasta la saturación, lo que sí está claro es que se practicó una filosofía que nada tiene que ver con el marxismo.

Reiteradamente se afirmó que el mérito de manifestarse contra el dogmatismo e iniciar la discusión a su propósito es tan grande que alcanza a justificar aun el que se hayan cometido errores de principio. Por otra parte, consecuentemente con esto, los manifestantes –con la exclusiva excepción de García Espinosa–, son tercos para la autocrítica y muy rápidos y vehementes para destacar su propio mérito de promotores de la discusión o para pontificar contra otros. Esa práctica también revela una filosofía no marxista. Y esto, completamente al margen de las intenciones, de la conciencia de ello, o de la más absoluta inocencia a su respecto. Estamos hablando, sobre todo, de lo que dice el manifiesto; no de lo que se quiso decir o de lo que se cree haber manifestado.

Si el dogmático subordina mecánicamente los medios a los fines, y el error consiste en hacerlo mecánicamente, no en subordinarlos, provocando a veces exactamente lo contrario de lo que se propone (y en esto consiste el mal de ser dogmático), también le ocurre al ecléctico que acaba subordinando los fines a los medios. Lo mismo al revés. Y si el fin no justifica los medios, menos pueden los medios justificar los fines.

Y, ¿qué es afirmar el mérito de discutir, manifestar, etc., sin asumir claramente la responsabilidad de haber manifestado errores de principio? Si vale más que manifestar bien, discutir que encontrar lo justo y verdadero, practicamos, sin duda, una extraña filosofía, según la cual más importa la discusión, un medio, que su contenido, el fin.

Tal actitud conduce a fantásticas confusiones de principio. Vaya un ejemplo: Gutiérrez Alea dice que le “cuesta trabajo escuchar tranquilamente” que se afirme que en todos los planos el idealismo combate contra el marxismo “cuando hemos visto compañeros «idealistas» tomando el arma y muriendo por esta Revolución”.

Esa confesión es innecesaria a la vez que nociva. Quien muere por la Revolución nos promueve el reconocimiento imperecedero a su sacrificio heroico, al margen de su ideología. Pero cuando la ideología de ese individuo no le impone como mandato imperativo ese sacrificio por la Revolución, eso nos provoca una admiración adicional, precisamente porque su ideología no lo ayuda. La admiración es, pues, por las altas calidades humanas y morales que le permitieron superar en la práctica sus limitaciones ideológicas, hasta el punto de llegar al sacrificio. Pero eso no nos mueve siquiera un pelo a favor de la ideología a pesar de la cual se integró el proceso revolucionario y de la cual, por otra parte, no fue el héroe.

Redobla, sí, nuestra adhesión a la ideología revolucionaria, capaz de tales prodigios, como atraer aun a quienes son tributarios de ideologías enemigas. Pero admirarse al revés, interpretar ese hecho en sentido inverso, lleva insensiblemente a confundir la ideología de los aliados políticos, de los defensores prácticos, con la ideología, con la teoría, de la Revolución. No se puede confundir el respeto de la Revolución por las ideologías no revolucionarias de sus aliados, sus defensores, o de quienes no la atacan, con la ideología de la Revolución misma. No hay que confundir la unidad práctica con la teórica.

Nos parece que los firmantes del documento no han estudiado como es debido las palabras de Fidel Castro a los intelectuales. “Dentro de la Revolución todo”, no significa dirigiendo la Revolución todo. Ni siquiera decir que la Revolución mida todo con la misma vara, ni que todo tenga el mismo significado revolucionario: “nosotros apreciaremos siempre su creación a través del prisma del cristal revolucionario”, dice Fidel del intelectual. Y agrega: “ese también es un derecho del Gobierno revolucionario”. No es lo mismo que limitarse a “promover” una cultura hereditaria, como supone el manifiesto.

Por otra parte, “la Revolución debe tratar de ganar para sus ideas la mayor parte del pueblo”. Es decir, debe asumir en todos los frentes una actitud no dogmática (que no “ganaría” a nadie), pero sí militante, ideológicamente militante. No la asume “administrativamente” pero ya la asumió ideológicamente. Se trata de que el artista mismo la asuma también, conscientemente. Aunque “quien sea más artista que revolucionario no puede pensar igual que nosotros”, sí lo hará quien sea, al menos, tan revolucionario como artista.

Hay que ser, por lo menos, tan antidogmático como marxista, tan artista como revolucionario. Para que eso ocurra, “la Revolución debe actuar de manera que todo ese sector de artistas y de intelectuales que no sean genuinamente revolucionarios, encuentren dentro de la Revolución un campo donde trabajar”. Pero atraerlos es atraerlos a ellos (“tratar de ganar para sus ideas” es lo que hace, aquí también, la Revolución), no su ideología, que no es “genuinamente revolucionaria”. También dijo Fidel: “contra la Revolución, nada”.

Este último principio no es transferible, mecánicamente, de la acción al pensamiento, no se puede, por ejemplo, decir: contra la ideología de la Revolución nada, así a secas. Los párrafos antes citados son bien claros: “ganar”, que “encuentren un campo donde trabajar” y en una palabra: “dentro de la Revolución todo”. Pero tampoco significa esto que dentro de la ideología de la Revolución todo. Fuera de la ideología de la Revolución y dentro de la Revolución sí, todo. Dentro de la ideología de la Revolución, y contra ella, nada.

El proceso social de la Revolución y su ideología no son la misma cosa, y tienen sus leyes propias, específicas, diferentes, como las tienen en general la realidad y el pensamiento, un proceso social y su ideología. No hay que confundirlos.

La “coexistencia ideológica” y las “condiciones de la coexistencia” de que habla el manifiesto no son nada que haya que “fijar” como allí se postula. Están fijadas desde hace más de dos años.

Si se leen con atención las palabras de Fidel, se desprende con toda claridad que la “coexistencia” legítima es la que atrae hacia la Revolución y hacia la ideología revolucionaria, a quien no está de acuerdo con ella, procurando transformar su ideología militando contra este. Y no como se desprende del manifiesto, vaguedad, contradicción y eclecticismo mediante, la que trae además del individuo no “genuinamente revolucionario”, su ideología extraña. La que abre las puertas al idealismo, la que confunde, incluso, marxismo con eclecticismo. Es exactamente lo opuesto.

Al manifiesto falta el primer postulado: desarrollar la ideología revolucionaria, es decir, el marxismo-leninismo, mediante la lucha ideológica, sin entregar previamente al enemigo esa misma ideología, haciéndola confusa, ecléctica, idealista. En ese sentido, el manifiesto regresa a la indefinición ideológica de la etapa anterior a las palabras de Fidel. En vez de partir de ellas.

Para terminar, procuremos responder a la cuestión principal: ¿Qué filosofía manifiestan los autores del manifiesto?

Los medios importan más que los fines, el eclecticismo es preferible al error dogmático, etc., son sus principios implícitos que, por otra parte, han aparecido con posterioridad, corregidos y aumentados, a la vez que más explícitos, en un nuevo documento:

“No es fácil la herejía. Sin embargo, practicarla es fuente de una profunda y alentadora satisfacción, y esta es mayor cuanto más auténtica es la ruptura o la ignorancia de los dogmas comúnmente aceptados […]. No hay vida adulta sin herejía sistemática […]. El trabajo intelectual es siempre una aventura, y […] el intelectual, casi automáticamente, resulta condenado a la herejía […]. Esto supone libertad absoluta.”, nos dice Alfredo Guevara en el número octubre-noviembre de Cine Cubano. (El subrayado es nuestro.)

Y bien, como cada una de esas medias verdades es también media mentira, la suma las convierte en un gigantesco error. Herejía no es Revolución. No es la fuerza que transforma, sino la impotencia protestando. Es inconformismo, no destrucción y creación revolucionarias. Es el fruto necesario, por otra parte, de toda filosofía ecléctica y confusa, vacilante y equívoca. Lo que hace falta es desarrollar la ideología revolucionaria, y no sustituirla por herejías de salón.

Pero lo más grave es que la “herejía sistemática” sólo es posible –y nunca muy eficaz–, en una sociedad basada en principios sistemáticamente equivocados. En esos casos puede ser un medio ocasional para expresar la nostalgia de lo justo y verdadero, en la impotencia de cambiar una sociedad corrompida. Pero ni aun así es un fin, ni siquiera un método para transformarla.

Pero lo que la herejía sistemática no puede ser jamás es siquiera un medio ocasional en una sociedad socialista basada en principios sistemáticamente verdaderos y justos. ¿En qué quedamos? Si creemos que el marxismo es un dogma, llamarnos herejes es proclamarnos contrarrevolucionarios; si sabemos que no lo es, ¿de qué dogma somos los herejes?

Hay una tradición herética que postuló que el marxismo era un dogma. Una tradición de cultura pequeñoburguesa enterrada ya hace tiempo por Lenin, que no es hora de revivir, ni mucho menos de reinventar. En el último lustro del siglo pasado surgió una interpretación ecléctica del marxismo: “la herejía partió de un viejo y durante toda su vida ortodoxo marxista: Bernstein, quien dio la palabra de orden: «Lo que se llama el objetivo final… no es nada; el movimiento es todo»”.

En su Historia de Europa en el siglo XIX, nos lo dice así Benedetto Croce, acogiendo en los brazos paternos de su idealismo filosófico gran burgués, ese modo pequeño burgués de esterilizar el socialismo.

El propio Croce festeja así esta mansedumbre reformista que minó la Segunda Internacional infiltrando la ideología burguesa en el marxismo, desnaturalizándolo. En 1895, según Croce, ante eso tenían que:

Tambalearse y caer los más modernos teorizantes acerca de la “lucha de clases” y de la clase directora como “clase burguesa”, atenta únicamente a sus propios intereses y opuesta a los obreros. La supuesta “burguesía” antisocialista, que en realidad era la cultura imparcial, generadora de nuevas formas de existencia, como ella (y no el proletariado ni la burguesía, en el sentido económico de estos vocablos), suscitó el socialismo, del mismo modo seguía educándolo. (Aguiar, 1933, pp. 295 y 303; el subrayado es nuestro).

He ahí, quitándose la máscara de la fraseología idealista, la desnuda voz del patrón. Valga la muestra, para los inocentes que creen aun en la “imparcialidad” –o en la universalidad abstracta, que es lo mismo– de la cultura. Valga también la autoridad de uno de los más preclaros ideólogos de la burguesía para denunciar la función que cumplen los “herejes”: trabajar para que la “supuesta” burguesía nos prosiga “educando”, alejándonos de la lucha revolucionaria afectiva y empujándonos hacia el inconformismo pequeñoburgués, aun más allá, aun después de la victoria de la Revolución.

Por eso no podemos heredar la cultura burguesa sin cortar su corazón en dos, con el tajo de la lucha de clases. O nos servimos de ella, o ella se sirve de nosotros.


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