Se habla mucho sobre el teatro; en realidad, nadie sabe lo que, en esencia, es el teatro. Como sabemos todos, “teatro” procede de la palabra griega theatron, que significa mirar; pero, en relación con una comprensión y aprehensión del teatro, podríamos decir que “el que más mira menos ve”. Y entre los interesados por el teatro y entre los que más miran y menos ven, están los que lo hacen y, entre ellos, yo, sumido por así decir en las tinieblas de la escena.

Las tinieblas de la escena… Esta frase no es una mera metáfora; por el contrario, quiero expresar con ella que todo autor teatral se mueve en las tinieblas y que es solamente tanteando en ellas que podrá desempeñarse. Ya que el teatro es sinónimo de magia, hay que adivinar por medio de la percepción mágica esas cuantas verdades que habitan en el cuerpo-teatro. Puesto que, al igual que todo cuerpo humano, el teatro es, él también, un cuerpo, con brazos, piernas, cara y un carácter. Es decir, que el teatro es nosotros mismos y solo eso. La única diferencia entre nuestro cuerpo de carne y huesos y nuestro cuerpo-teatro es que el primero es un sujeto pasivo y el segundo un sujeto activo. Si logramos hacer que nuestra pasividad se inserte en aquella actividad, podremos realizarnos en tanto que personas sin su máscara.

He ahí el problema planteado para todos. Una máscara o varias máscaras, tanto da, siempre será cuestión de que esa máscara –o máscaras– nos impide, en tanto que hombres, ser auténticos. Esa máscara –o máscaras– es a manera de bastión –flojo y falso– que nos cosifica. Y esta cosificación nos torna en títeres que se ven a ellos mismos actuando por intermedio de su máscara. Ahora bien, cuando un hombre actúa en la vida por medio de su máscara es, ya, una cosa y, como tal, ya no se puede expresar genuinamente. Todo cuanto dice suena falso, todo cuanto hace es inauténtico. Solo el encuentro con su cuerpo-teatro puede sacarlo de esa trampa mortal en que está cogido. ¿Cómo lograr esta fusión?

En la vida diaria lo que esencialmente hace todo hombre es desempeñar un papel; desde los papeles más encumbrados a los más humildes, todos los hombres desempeñan el suyo, pero, con muy raras excepciones, saben que están actuando. Y, al no saberlo, uno está en la coyuntura de convertirse en una mera cosa, es decir, se cosifica. Pero es que ese hombre tiene, ante todo, si es que quiere preservar su existencia, que saber que todo está parado, y está parado, nada menos, que en el teatro de la vida. Volviendo al origen de la palabra teatro, esto es, mirar, todo hombre tiene que saber mirar y mirarse a sí mismo, en medio de las tinieblas que lo rodean. Su cuerpo de carne y huesos se quedará en única pasividad si él no logra, como decía hace un momento, hacerla sujeto activo en medio de su cuerpo-teatro. Sé que estoy representando en la vida un papel y, al saberlo, estoy en condiciones de valorar mi acto, y si lo valoro le doy un sentido moral y, al dárselo, me estoy salvando y justificando en tanto que hombre. Esta religiosidad de ambos cuerpos –en sí misma una unidad existencial– opera una doble función: ese cuerpo-teatro nuestro, al despojarnos de las máscaras encajadas en nuestro cuerpo de sangre y huesos, nos convierte en otro, en ese Je suis un autre que decía Rimbaud. Ya no soy más el que avanza enmascarado (larvatus prodeo, según el decir de Descartes), sino el que avanza a cara descubierta; sé lo que soy y soy otro que es yo mismo, pero desenmascarado, es decir, justificado existencialmente. Y contrariamente, nuestro cuerpo de sangre y huesos, enmascarado y pasivo, hace de modo que, funcionando teatralmente, esa pasividad se torne actividad.

En la presente pieza que ustedes van a escuchar inmediatamente se plantea esta cuestión. Un hombre empeñado en encontrarse consigo mismo mediante la fusión de su cuerpo de carne y huesos con su cuerpo-teatro; un hombre, sujeto pasivo de sus actos, empeñado en devenir sujeto activo de esos mismos actos. Desempeñar un papel en la vida equivale a jugar. En algunas lenguas, la palabra actuar, en su localización teatral, equivale a jugar. Así en francés, jouer; en inglés, to play. Por ello este hombre de nuestra pieza inventa un juego (ya veremos qué juego). El juega, il joue, he plays. ¿Y a qué? Pues a ser otro a través de sí mismo; en una palabra, a realizarse como ser humano.

En relación con esto, y finalmente, y consecuentemente, el teatro como tradicionalmente se ha asumido hasta ahora es algo limitado. Ahora se trata de que ya no vamos más al teatro para seguirnos enmascarando, sino que somos nosotros mismos teatro, es decir, ese segundo cuerpo que nos habita, y que yo, no teniendo una expresión más adecuada o técnica, llamo cuerpo-teatro. Y cuando el hombre de hoy va al teatro, es decir, va a un teatro, él es uno más entre personas-teatro; no es un mero espectador, un sujeto pasivo; él, también, está en el juego y allí se juega y él juega su propia existencia. Solo así el teatro cobra su profundo y único sentido: saber quiénes somos y qué somos.

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