Santiago Rusiñol, ʽLa morfinómanaʼ, 1894

En su ensayo La enfermedad y sus metáforas, Susan Sontag hace un conocido paralelo entre las representaciones culturales producidas por la tuberculosis y el cáncer. A diferencia de este último, que es invisible y personifica la muerte progresiva y la certeza del fin, la tuberculosis, dice Sontag, es intermitente, “vuelve transparente el cuerpo”, produce “rachas de euforia, aumento del apetito y un deseo sexual exacerbado”.

Dado que la tuberculosis afecta un órgano, los pulmones, y todavía en las primeras décadas del siglo xx era tratada a base de morfina, sus síntomas producían un vaivén anímico. Los tísicos, como Chopin, la dama de las Camelias, Kafka o los habitantes del sanatorio de La montaña mágica de Thomas Mann –que “andaban con sus radiografías en el bolsillo”–, mostraban un conocimiento exhaustivo de la dolencia, que los reconciliaba con su cuerpo.

En las cartas de Rubén Martínez Villena a su esposa Chela, se confirman las observaciones de Sontag sobre la tuberculosis. El poeta escribe el 17 de septiembre de 1930, desde Moscú, pronosticando serenamente su muerte. Habla de sus radiografías pulmonares, de los esputos y la tos, las flemas y la sangre. Dice tener “la seguridad de que mi tuberculosis se ha extendido al intestino” y que eso “significa la muerte”.

Poco después, desde el sanatorio de Sajum ha recuperado el ánimo y el humor, a pesar de que su compañero en el largo viaje hacia el Mar Negro trabaja en la morgue de un manicomio moscovita: es un “especialista en cadáveres”. Cuenta sueños, todos felices, en los que el poeta y el político ejercen a plenitud sus virtudes. Sueños en los que lo anormal –la dictadura de Machado, la condena a muerte, el exilio– se vuelve normal: escenas apacibles en su casa del Vedado, donde habla sobre la Conferencia de los Partidos o charla amenamente con su percutor, el jefe de la policía machadista Alfonso L. Fors.

Martínez Villena recuerda a su esposa “las puestas de sol de las tardes del Vedado en los primeros días de nuestro amor”. Y recuerda, también, la estancia feliz en Nueva York, la “primera excursión al Bronx, en que yo creí vivir algún cuento encantado de la niñez”. Con lujo de detalles, va comunicando a Chela cómo aumenta de peso día con día, gracias al apetito y la buena comida del sanatorio, con “olor a burguesía”. En algún momento, intenta racionalizar su euforia: “es una característica de los enfermos de tuberculosis hacer proyectos de felicidad: no sé si es por eso que todavía espero gozar contigo ratos de felicidad colectiva y personal”.

Al final de la estancia en la URSS, ese periodo de su vida bajo el cielo estrellado del Mar Negro, reaparece críticamente, desde el extrañamiento de la moral comunista. Se reprocha haber “literaturizado” sus cartas y envidia la “frescura limpia del estilo” de su esposa. Se ha recuperado, regresa a Moscú y concluyen las dosis de morfina. El sueño ha pasado y vuelve a la realidad. La literatura deja de estar asegurada como experiencia de sublimación: “yo no sé si lo que escribo es literatura o no: es verdad”. El realismo no sólo es la estética de la Revolución: es también el despertar del sueño de la morfina.

Estas cartas en las que el poeta cubano Rubén Martínez Villena lamenta haber “literaturizado” su correspondencia con su esposa, desde la URSS, por medio de detalles sobre su tuberculosis, los síntomas de la enfermedad y las sublimaciones oníricas provocadas por la morfina, relacionan la estética realista con las drogas y el sexo en la época del primer comunismo. La historiadora Helen Rappaport ha sostenido que Lenin contrajo sífilis en los prostíbulos de París a principios del siglo xx y que desde entonces se acostumbró a calmar sus dolores con morfina.

La morfina, droga opiácea, utilizada como analgésico, tiene como uno de sus efectos distintivos la clarificación de los sueños y las fantasías. El sueño del morfinómano es realista y sensual, como puede leerse en las cartas de Martínez Villena a su esposa Chela, desde los sanatorios del Mar Negro. No estaría de más incorporar la morfina al campo referencial de la teoría y la práctica del realismo socialista entre los años veinte y cuarenta. El famoso cuadro del pintor catalán Santiago Rusiñol capta muy bien aquel sustrato erótico del realismo, tan apreciado por los primeros comunistas.

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El realismo, que los neohegelianos y Lukács, específicamente, imaginaban como emanación del racionalismo, no era ajeno a los resortes alucinatorios de la morfina. Esta última era pensada, de hecho, como la droga del realismo por la transparencia que concedía al cuerpo en medio de los afanes espirituales de la Revolución. Cuando Martínez Villena advierte, no sin culpa, que su epistolario, escrito bajo los efectos de la morfina, es literatura, y no simplemente la “información precisa sobre el expediente médico de un compañero” –él mismo–, estamos en presencia del autocercioramiento de la estética del realismo socialista por uno de sus artífices.

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FUENTELibros del crepúsculo
RAFAEL ROJAS
Rafael Rojas (Santa Clara, Cuba, 1965). Es historiador y ensayista. Licenciado en Filosofía por la Universidad de La Habana, y doctor en Historia por El Colegio de México. Es colaborador habitual de la revista Letras Libres y el diario El País, y es miembro del consejo editorial de la revista Istor del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Ha publicado los libros: Un banquete canónico (2000), Revolución, disidencias y exilio intelectual cubano (2006), La vanguardia peregrina. El escritor cubano, la tradición y el exilio (2013), entre otros. Desde julio de 2019 ocupa la silla 11 de la Academia Mexicana de la Historia.

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