Werner Herzog va a cumplir 80 años y es, sin la menor duda, un cineasta cuyas películas conforman un legado turbulento, insobornable e insumiso, sin parangón dentro del cine.
El tipo de mirada que él ha conseguido crear hasta hoy, acaso podría explicarse mediante una singularidad que parece un contrasentido. Es un imaginador atónito gracias a eso que, de manera común, se denomina la magia del cine, pero detesta lo inauténtico y desdeña todo lo que se relacione con los efectos especiales o sea consecuencia de ellos. Por otra parte, aun cuando Herzog se comporta como un artesano identificable por la extraordinaria riqueza visual de sus películas, lo que está en su sensibilidad, como un motor, no es el cine en sí mismo, sino algunos misterios –de clarividencia, de pasión por la vida, de heroísmo, de obstinación enloquecida– que el cine alcanza a revelar y, hasta cierto punto, explicar de manera lúcida y pujante.
A cierto tipo de pensamiento le es dado suponer que hay formas, radicadas en la belleza, que protegen al hombre contra las inclemencias del universo. Esa radicación involucra tanto fenómenos del mundo natural como fenómenos del mundo del artificio. La imaginación, materializada por medio del lenguaje, favorece la aparición de los artefactos bellos. Las inclemencias del universo se concrecionan en enigmas: sobre la muerte, el amor, el cuerpo y la perduración, por ejemplo. He ahí un grupo posible de esencias del pensamiento de Herzog.
Las ideas anteriores podrían servir para caracterizar lo que ocurre en Corazón de cristal (1976). De hecho, cuando intentamos comprender por qué Herzog se adentra en un dilema tecnológico que deviene artístico –la fórmula para producir el cristal rubí se ha perdido, ahí empieza el drama–, lo único que él nos dice es lo que la película cuenta. Herzog quiere decir exactamente lo que las imágenes expresan o podrían expresar. Quizás haya conceptos, y en realidad los personajes subrayan dos o tres enunciados que poseen un peso enorme en tanto ejes. Pero los hechos –precipitados de modo arrollador– hablan por sí mismos: estamos en un pueblo de la Baviera del siglo XVIII, el maestro cristalero ha muerto, y un poderoso aristócrata se esfuerza, con el auxilio de un iluminado que tiene visiones, en descubrir cómo hacer otra vez el cristal rubí. Como los esfuerzos son vanos, los vecinos del pueblo van adentrándose en la angustia, y con ella aparecen comportamientos extravagantes, accesos de violencia y arrobamientos diversos.
Herzog, ensayista interesado en la naturaleza y su implicación sentimental (romántica) en la trama, por lo general tiende a subrayar la dignidad metafísica del paisaje, tras lo cual el lenguaje queda abolido, o semiabolido, o aparece un tipo de enunciado que posee el tono de los oratorios o de las revelaciones. Ese tono impregna Corazón de cristal de principio a fin, y es, en otros filmes, como un toque distintivo capaz de catalizar el proceso de significación. En esa película el iluminado profetiza el advenimiento de un caos desolador –que acaso es una metáfora de la llegada de los grandes procesos industriales capitalistas, para decirlo del modo más cuerdo–, pero Herzog también maneja un símil complicado: la analogía entre la resistencia y la fragilidad del cristal rubí, que trae belleza y equilibrio al mundo conocido, y la entereza y la índole quebradiza del corazón humano, donde se aposenta la voluntad de los sueños.
El ritmo parsimonioso, extasiado, es congruente con la ensoñada irresolución de los acontecimientos, que van acumulándose en medio del desconcierto. La fórmula del cristal rubí jamás aparece, y la película acaba en un epílogo poemático (Corazón de cristal es, en definitiva, una especie de cántico) donde Herzog nos cuenta cómo un hombre, y después otros, al habitar en una isla solitaria, empequeñecida por el ilimitado océano, empiezan a sospechar que el mundo no es plano, como creían, y así emprenden un viaje contra las olas y las adversidades, para entregarse al delirio de un imposible.
A propósito de esos grandes gestos metafóricos vinculados a la naturaleza, la trayectoria fílmica de Herzog es también, en términos de poética, un enorme y dilatado estudio de la pathetic fallacy, según la entendía John Ruskin en sus reflexiones sobre los pintores modernos. Ruskin, un esteta vinculado al orbe áspero y desapacible de Turner y, más tarde, a la literatura de Oscar Wilde, señalaba que la humanización de la naturaleza le devolvía a la obra –un poema, una pintura– una majestuosidad preeminente, recóndita, centrada en el diálogo entre los fenómenos naturales y las pasiones.
Herzog (y no sólo por ese motivo) es un creador alucinado, en trance de fundar siempre un vínculo dinámico con el costado dionisíaco del mundo y de las lecturas que sus personajes hacen de él. De cierta manera es uno de los poquísimos realizadores donde el estado de entusiasmo es el reverso del manejo intenso de ciertos arquetipos de la conducta. Esa es la razón por la que podría obsesionarse con registrar los efectos del crimen y sus raíces en relación con la pena de muerte —Into the Abyss, 2011–, o los peligros, desdeñados por un campesino, de una erupción volcánica en Guadalupe —La Soufrière, 1977–, o el descubrimiento de dibujos y pinturas de treinta mil años de antigüedad —Cave of Forgotten Dreams, 2010– en la caverna de Chauvet. El punto de no retorno, donde la tantalización se transforma en agonía cognoscitiva, se encuentra no en los hechos puros –un crimen horrendo, un campesino que no quiere ponerse a salvo de la lava volcánica, unas figuras trazadas en la roca por hombres que ya intuían los encantamientos del arte–, sino en esos piélagos del instinto y la razón que hacen crecer la parte oscura de lo humano.
El piélago, como océano mítico y como inmensidad de la aventura donde el yo se reconforma, está en el alma de Lope de Aguirre, el célebre buscador de El Dorado, hombre rebelde y cruel cuya leyenda llega hasta hoy. Sin embargo, más allá de la historia, y en su propia entraña, Herzog observa que en el personaje, interpretado por Klaus Kinski –allí combina el actor gestos muy teatrales con actitudes propias de un minimalismo extraordinariamente expresivo–, se inscribe la memoria de la alucinación en tanto signos de la voluntad, desde presupuestos artísticos que podrían atribuirse a lo real maravilloso americano, de acuerdo con las ideas de Alejo Carpentier.
Cuando ya todo está perdido y Aguirre ha asesinado a muchos e impuesto su voluntad –a pesar del hambre, la enfermedad y la terrible beligerancia de algunas tribus–, lo que vemos es una balsa desvencijada y a la deriva, llena de cadáveres, invadida por cientos de monos y que ya es blanco fácil de las flechas envenenadas. La cámara da vueltas alrededor de ese espectáculo ruinoso, infernal, de muerte, que ya ha incluido la visión (muy del estilo de las crónicas hechizadas de los siglos XVI y XVII) de una barcaza varada en la copa de un árbol. Y todo termina en el delirio.
En el cine, entre los más grandes homenajes al absurdo y lo grotesco se halla También los enanos empezaron pequeños (1970), una película de iniciación pero que desarrolla procedimientos dramatúrgicos visibles en otras obras de Herzog. ¿Por qué situar la trama en un sitio aislado de Lanzarote, en un internado donde hay un grupo de enanos que se rebelan contra la autoridad? Porque las características de esa rebelión, en cuanto a maneras, temperamentos y relieves, tendrían siempre el aspecto de un paisaje aferrado a su carácter, y los paisajes no son progresivos salvo en la intensidad.
La rebelión da origen a ese paisaje que deviene arquetipo de una textura cultural. Los enanos van haciendo de las suyas, agregando un absurdo a otro, sin pausas, y el único elemento capaz de superarlo todo es la risa. Una risa feliz, en estado puro, indetenible. Además, hay otro elemento muy funcional: los cuerpos son como campos de batalla que no terminan de marcarse genéricamente. Sin reactivaciones técnicas ni culturales, de pronto descubrimos que, aun cuando hay mujeres y hombres, lo aglutinador allí está en otra parte, más allá del deseo o la pulsión sexual. Son enanos, no importa si mujeres u hombres. Enanos que reordenan el mundo, lo agreden y lo adaptan a una especificidad doméstica que evade todo compromiso con lo canónico. De modo que la totalidad del filme cae bajo las transiciones de lo tragicómico y las múltiples opciones y simulaciones del juego –en realidad, aquí el ámbito por excelencia es el juego–, y así vemos cómo, en el juego y fuera de él, una enana y un enano son encerrados en una habitación y animados a que hagan algo en una enorme cama donde hay fotos de mujeres desnudas. Pero la cama es muy alta y ellos no pueden subirse, o no quieren. O no les interesa. Herzog no construye las situaciones, se diría que más bien las encuentra, tropieza con ellas, las descubre.
En la negativa ante el sexo posible hay un raro pudor, o una incapacidad, o un desinterés, o una sospecha que alude al carácter excepcional de una realidad de la cual han decidido evadirse. ¿Será así, en definitiva? El de los enanos (me refiero, además, a la mirada de Herzog) es otro mundo, otra dimensión, y habitan en una estancia muy selectiva de lo real, donde lo importante es la curiosidad, la risa, el desafío de la transitoriedad. Al final de la película, antes de que veamos a un incongruente camello echado en el suelo, los enanos festejan sus osadías y beben y comen mientras, al fondo, una camioneta vacía da vueltas y vueltas sin parar, como si fuera lo que justamente es: un enorme juguete.
Pero el mejor y más temerario homenaje de Herzog al cine es Nosferatu, el fantasma de la noche (1979), que toma como referente a Nosferatu, una sinfonía del horror (1922), de F. W. Murnau. Esta, tan temprana, sigue siendo una de las películas más depuradas y suntuosas que se haya hecho sobre el personaje del vampiro. La temeridad de Herzog consistió en revisar y revisitar la historia de Bram Stoker e intervenir en la configuración –desde casi todos los puntos de vista posibles, incluido el sexual– del conde Drácula, sin desistir de la realización de un homenaje señorial y filosófico a Murnau.
Lo que distingue a esta película de otras de su tipo es la hiperconciencia de su artisticidad y la elaboración de un estilo capaz de expresarla. Herzog dibuja una historia sobre el mito de la sangre y la libertad en condiciones de un expresionismo visual que se avecina al teatro. Nosferatu, el fantasma de la noche representa un tipo de cine operático, manierista, altanero. El ego de Herzog es, probablemente, del tamaño de la ciudad de Delft, en cuyos canales colocó la embarcación que trae a Drácula, sus ataúdes llenos de tierra pagana y sus ratas. Es el ego de un creador escrupuloso, resuelto a interrogar y sacudir al espectador por medio de imágenes de una frondosidad conceptual enraizada en gestos románticos poseedores de una estirpe densa e invulnerable. Su construcción de Drácula es intemperante y transhistórica: un Klaus Kinski cuyo maquillaje se encuentra más allá de la iconografía barata presente en las penny dreadfuls, pues su fealdad va de la tristeza a la cólera, del sentimiento de pérdida a la avidez por la vida. Su contraparte, Jonathan, es a la larga un sucesor que hereda esa avidez y la multiplica, ya que –y esta es la idea que gobierna lo específico de la historia que Herzog relata– no hay sobrevida, no hay trascendencia, no hay resurrección.
Que Nosferatu, el fantasma de la noche es una obra maestra se explica por medio de un hecho: la resolución de sus formas, desde las más inmediatas (en el vestuario y el maquillaje) hasta las más abarcadoras (la dirección de arte y la cualificación emotiva del paisaje), es un correlato mediato de la resolución de sus ideas. Herzog se atreve a subrayar los miedos más profundos e indescriptibles (la secuencia del paseo de Jonathan y Lucy por la playa, donde el océano y la costa producen una atmósfera de lirismo presagioso), e insiste en los símbolos de la caducidad, representada como trastorno por el propio Drácula: él es la criatura que no puede morir, y, sin embargo, cree en una decadencia “gloriosa” que llega a matarlo, pues se entrega por un instante al amanecer –al sol, a la vida, a la pasión– a cambio de una movediza eternidad asegurada por Jonathan, quien ha estado transformándose en un vampiro. Cuando Lucy se sacrifica y deja que el conde la desangre, Jonathan está a punto de ser el nuevo inquilino del castillo del conde. Y se marcha a cumplir con su nuevo destino, cabalgando veloz por la orilla del mar.
Herzog interviene en la expresión de la muerte –el acabamiento paulatino como fin categórico e irreversible– en dos momentos cruciales: al inicio (en el prólogo de la película) y al final, cuando la ciudad es asolada por la peste. En el umbral de la película, la cámara pasea por los rostros y los cuerpos de las momias de Guanajuato. Esta suerte de proemio audaz, donde el verismo de Herzog adquiere una magnitud inusitada, no tiene nada que ver con la trama, pero se instaura como alusión a la corporalidad posible de la muerte, su monstruosidad casi inefable, su estetización dentro de lo raro. En el desenlace, cuando Drácula invade la ciudad, la atmósfera de terror y desencanto nos retrotrae al mundo del carnaval, cuyas manifestaciones, desde los tiempos de la decadencia de Roma, desafían a la muerte, la hostigan y la incitan. Lucy camina por la Plaza Mayor, y, a los hombres que cargan los sarcófagos, les grita que ella sabe quién es el causante de todo. Enloquecida, deambula por entre pequeñas hogueras, muebles rotos y nubes de humo. Hay una mujer sentada, moribunda. Y un caballo que agoniza. Y unos cerdos enormes que defecan y gruñen. Y personas que bailan y beben en medio del trasiego de las ratas.
Se trata de un gran espectáculo antes de la dádiva o el conferimiento. Lucy se prodiga, se consagra, y entonces, de súbito, el vampiro fascinado empieza a ser el objeto de una vampirización. El sujeto vampirizador es una mujer hermosa, deseable y de corazón puro. Y justo en esa integridad moral (un grado de entereza muy literario, muy arquetípico y estrictamente romántico) se encuentra el origen de un erotismo singular.
Antes de morder a Lucy en el cuello, Drácula acaricia uno de sus muslos y lo descubre. Está a punto de hurgar en su sexo y roza su vientre y su pecho. Es el no-muerto que recuerda, al fin, cuán seductora (y letal) puede ser la belleza viva de una mujer, fenómeno que, en los términos del alma romántica, se extiende hasta hoy y se infiltra en casi todos los mitos donde el amor y la muerte le hablan al cuerpo y al espíritu, pero con el rigor que se desprende de una certidumbre devastadora: no existe otro mundo salvo este. Y es en este, el de la Manifestación, donde ocurre todo.
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