Michel Onfray (FOTO El País)
Michel Onfray (FOTO El País)

Si sobreviniera la catástrofe universal, bastarían unos pocos objetos para recobrar la cultura. Operando con cábalas y fragmentos, como los alquimistas medievales, podría retomarse el hilo de pensamiento que va desde el candil de Anaxágoras hasta el gato de Derrida. En el caso de Michel Onfray (Argentan, Francia, 1959) solo harían falta treinta y tres lienzos –número reversible y sagrado– para evocar, sin omisiones, la historia de la filosofía.

El reptil museable que da nombre a su libro El cocodrilo de Aristóteles (Paidós, 2022) es apenas uno de los dispositivos que guarda su gabinete de curiosidades. Onfray dedica ensayos minúsculos, placenteros, rencorosos a ratos, a la lámpara de Diógenes, los guantes de Maquiavelo, el anillo de Erasmo, la bizquera de Sartre o el diente perdido de Foucault.

Queda un mosaico que resulta sistemático sin pretender serlo, una interpretación general del pensamiento filosófico, divulgativa y amena, pero no por eso superficial. Las pinturas que selecciona Onfray para componer el relato visual de la filosofía deben contener un detalle –un analogon, subraya el profesor– que permita la síntesis de una doctrina o un método.

El símbolo, si es eficaz, lo captura todo, pero incluso esa garantía se pierde si el lector no comprende la pintura. “Cuando el que mira sabe, lo que ve no es tanto un descubrimiento como un redescubrimiento”, dice Onfray. “Cuando no sabe, es fácil: no ve nada, para él solo es cuestión de encontrar la piel y la superficie, la anécdota, pero jamás encontrará el verdadero significado de lo que mira”.

Por su naturaleza ambigua y juguetona, la imagen trata de eludir a quien observa. Por ejemplo, durante mucho tiempo se atribuyó a una escena bíblica de Rembrandt –el ciego Tobit y su mujer Ana, esperando el regreso de su hijo Tobías— el título Filósofo meditando. Cuando Tobit baja la cabeza angustiado, la lectura simple ve a un pensador absorto en sus ideas, a cuyo lado está la sirvienta –en realidad su esposa– atizando el fuego. “No es tanto una mirada perdida en la meditación como una simple mirada perdida”, se burla Onfray.

El cuadro sirve de pórtico y advertencia a El cocodrilo de Aristóteles. Leída la cartilla al descifrador, Onfray emprende la búsqueda de los detalles, “donde habita el diablo”, en la extensa tradición de la pintura filosófica.

En el caso de los griegos no es difícil, pues los biógrafos les atribuyeron numerosos emblemas con los cuales identificarlos. Pitágoras, Anaxágoras o Sócrates, personajes fundadores y casi mitologizados, cuentan siempre con un acontecimiento que resume su escuela.

El carácter de sus palabras podía fijarse en un signo: en el cuadro de Rubens, Demócrito y Heráclito parecen disputarse un globo terráqueo. El primero, barbudo y alegre, ríe; el segundo –llamado El Oscuro– ruega por la suerte del mundo, envuelto en trapos negros. El trazo de las figuras es casi evangélico, los filósofos son caracterizados como santos por los pintores renacentistas, barrocos o románticos, como en la célebre Muerte de Sócrates, de Jacques-Louis David.

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Platón y Aristóteles –o a veces Diógenes– forman un dúo equivalente a los santos católicos Pedro y Pablo: son los pilares, los fundamentos, tanto filosóficos como pictóricos, de la Edad Media. El sentido de la filosofía escolástica no tiene mejor representación que Santo Tomás de Aquino, en la sede de un pantocrátor filosófico, a cuya diestra y siniestra van el autor de Fedón y el de Metafísica. Humillado, bajo los pies del dominico, intenta leer el impenitente Averroes.

'La muerte de Sócrates', Jacques-Louis David, 1787
‘La muerte de Sócrates’, Jacques-Louis David, 1787

La colección de sortijas de Erasmo abre la modernidad, con la cual Onfray se entusiasma. Los ensayos, antes diáfanos, se convierten en exposiciones siniestras. El estilo, claro y sin citas, se vuelve rizomático cuando aparecen Montaigne –el verdadero padre de la filosofía francesa, dice el profesor, por encima de Descartes–, Pascal, Voltaire, Diderot y Rousseau.

El caso de Maquiavelo le resulta especial: es necesario revindicar al florentino, pintado casi con saña por Santi di Tito, cruel, afilado, apretando sus guantes con violencia. A esta imagen, que aparece en todos los manuales de filosofía, Onfray opone el “anciano anónimo con una cabeza muy larga” atribuido a Da Vinci. Bilioso, barbudo y flaco, el autor de El Príncipe –un libro que hay que leer en su contexto político y no como un manual para ejecutivos– nos miraría con los ojos gastados, en un cuadro cuyos pigmentos se apagan y desconchan.

Un siglo de imposturas y famas mal conseguidas se abre con el folio que eleva Darwin frente a sus amigos: es un capítulo de un científico rival, Wallace, que llega a la ley de selección natural al mismo tiempo que él, pero no logra su “fama planetaria”.

El mismo rencor define a Marx –sintetizado en la muy burguesa taza de te que toma con Engels–, decidido a acabar con el pensador socialista Joseph Proudhon cuando este no quiere ser su agente en Francia. “La revolución marxista es intrínsecamente violenta, conlleva un régimen sanguinario”, zanja Onfray, “mientras que la revolución proudhoniana es pacifista, sin que sea necesario ningún derramamiento de sangre”.

Prevaleció el enfoque de Marx y Proudhon cayó en el olvido. Tampoco fueron reconocidos los precursores de Freud. Egoísta y delirante, el “padre del psicoanálisis” es una de las presas favoritas de Onfray, que ya le dedicó un libro subtitulado El crepúsculo de un ídolo.

Con los últimos filósofos, Onfray declara su propia genealogía y aniquila el mito del estrábico Sartre y de su mujer, un par de “cabrones”, según la propia doctrina existencialista. Salva a Foucault –aunque no al diente que perdió en el cuadro de Gérard Fromager–, venera El Anti Edipo de Guattari y Deleuze, y culmina con la mirada atónita del felino que ve desnudarse a Derrida.

Un curioso epílogo le sirve a Onfray para consignar sus “arrepentimientos”: los cuadros que descartó, los rostros que no le gustaron, los detalles que no supo o no quiso ver. Y, como cualquier galería, guarda un breve espacio para un retrato del autor como avatar de Epicuro. Semejante al filósofo de Samos –de quien no se conserva ninguna imagen–, Michel Onfray entrega su libro al lector y se retira al lienzo como un “monstruo acéfalo”, un “rostro sin mirada”.

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XAVIER CARBONELL
Xavier Carbonell (Cuba, 1995). Escritor y periodista. Su novela El fin del juego (Ediciones del Viento) obtuvo en Cuba el Premio Italo Calvino, al cual renunció, y en España el XXV Premio de Novela Ciudad de Salamanca. Es autor de las novelas Náufrago del tiempo (Verbum) y El libro de mis muertos (Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara). El diario 14ymedio publica su columna Naufragios. Furibundo fumador de puros, desde 2021 vive exiliado en Salamanca, donde recompone la biblioteca perdida y colecciona soldados de plomo.

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