Simone Weil
Simone Weil

Intentar definir el pensamiento de Simone Weil es tratar de pensar, en armonía, el espíritu de fineza y de geometría del que hablaba Pascal; la ebriedad de la pasión abrazada a la inteligencia; el corazón y la razón como unidad de contrarios; la belleza y la necesidad juntas, en el ojo de la aguja que debemos atravesar si queremos acceder a la Realidad.

Discípula aventajada de ese maître à pense que fue Emile Chartier (Alain); de él tomó el espíritu geométrico y matemático; el uso de la palabra justa, concisa: la lógica cartesiana pero ajena a todo sistema.

De Alain aprendió, además, que la idea y la escritura se codeterminan en el pensar como acto entrañable, palpitante. Pero si el pensamiento metódico es un forcejeo del intelecto y de la duda para obtener la claridad necesaria, ya para la joven Simone el pensar se ha de ejercer sobre una materia existencial bajo el signo de la necesidad: materia en ignición tocada por el “relámpago de la belleza”.

Más tarde, en su adelantada madurez intelectual, llegará a concebir un pensar “enraizado” en los diferentes estratos de la existencia. Paradójicamente –en ella, ideas y vida son estrictas paradojas- enraizarse con, y para el pensamiento, será existir más que ser: espera, consentimiento y goce; dolor, desdicha y compasión. Estas categorías del sentir humano nos descubren una existencia que, al mismo tiempo que brota de nuestras entrañas, nos contiene y nos trasciende.

Para esta “matemática de Dios”, como también ha sido llamada, enraizarse es necesidad del alma; y pensar, es fijar una raíz, pero no en la tierra sino en el cielo; no en la Gravedad y la necesidad, sino en la libertad de la Gracia. Sin embargo, en algún momento llega a decir que los signos y los milagros son la parte baja de la misión de Cristo; y el sudor, la sangre, la agonía y estertores en la crucifixión, los llamados a un cielo inclemente, la parte sobrenatural. En una inversión de franca estirpe gnóstica, lo humano –más aún, lo humano biológico- sería lo sobrenatural, puesto que Dios descendió y deviene hombre para morir colgado en una cruz. Al descender en el tiempo humano y la necesidad, Dios se vacía de sí mismo: Dios abandona a Dios.

Simone Weil fue muchas cosas en su corto trayecto vital de 34 años: pensadora y mística; escritora y traductora de lenguas clásicas, luchadora sindical, trabajadora fabril y campesina, miliciana por la República Española. Tal vez el único caso, se ha dicho, de una mística portando un fusil. No es casual: santidad, mística y violencia suelen ir juntas. Para que su alma volara consintió en amarrar su cuerpo a la necesidad e, incluso, a la tortura física. Así se lastimó, se dañó sin piedad; fenómeno que, por otra parte, no es ajeno al mundo de la espiritualidad judía. Hubo en ella una rara complacencia en el dolor, mezclando esa violencia interior a su antisemitismo intelectual, político y social. Y, contradicción de contradicciones: llegó a sentir cierta admiración por Hitler, en quien veía restos de una grandeza “a la romana”.

De esta francesa de origen ruso-judío, crítica del totalitarismo –fundamentalmente soviético–, aunque también crítica acérrima de la vieja ley judaica, se ha escrito mucho y casi todo en forma contradictoria. Todo lo dicho –escribió Gabriel Marcel– corre el riesgo de traicionarla. Si en su novela El azul del cielo, Georges Bataille la describe como un ser humano nunca visto, pero también como un “ratón inmundo”; por su parte, el general De Gaulle, al escuchar su propuesta de ser lanzada en paracaídas sobre la Francia ocupada por los nazis para ejecutar acciones de sabotaje, la sentenció con una frase: “¡Está loca”!

Por eso, a las valoraciones intelectuales de sus contemporáneos, prefiero la definición de un campesino que la conoció y compartió labores agrícolas con ella: tenía que morir joven –dice– era muy culta, leía demasiado y no comía. Cuenta el filósofo católico y amigo personal, Gustave Thibon, prologuista de La gravedad y la gracia, que muchas veces su única comida en todo el día era un puñado de frambuesas. En el Londres de 1942, y en solidaridad con los franceses y sus cartillas de racionamiento, Simone se negó a tomar los suficientes alimentos demandados por su frágil y deteriorada salud. Murió en 1943, tuberculosa y desnutrida. Fue enterrada en el cementerio de extranjeros en Kent, entre judíos y católicos: en tierra de nadie. A su entierro acudieron ocho personas.

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Como casi toda su extensa y fragmentada obra, los apuntes que conforman Intuiciones precristianas (1941-1942) fueron leídos en su momento con escepticismo. De manera similar, hoy, que somos más descreídos, sus textos han sido catalogados por el crítico y ensayista George Steiner como “escritos forzados de manera dolorosa”; escritos que intentan encontrar en las tragedias clásicas, la poesía lírica griega, Platón, y el pensamiento pitagórico, prefiguraciones puntuales de la metafísica cristiana y de los hechos narrados en el Evangelio.

Es decir: puntos de luz que destellan en la inmensidad vacía de sentido que llamamos historia humana; momentos iniciales llenos de un potencial redentor que después tomaría cuerpo y sangre en lo más puro del Evangelio y la metafísica del cristianismo… En otras palabras, como si toda la historia espiritual de la humanidad fuera una “espera” o, más bien, un camino desde donde Cristo avanza hacia nosotros. Por supuesto, la idea no era nueva, y ya estaba en las Confesiones de San Agustín cuando este decía que la ahora llamada religión cristiana existía entre los antiguos e, incluso, desde el comienzo de la razón humana. Nuevo fue, tal vez, el rigor y la convicción con la que Simone Weil expuso y defendió sus ideas.

Sin embargo, pienso que el criterio rector de las Intuiciones… –a partir de la ausencia de Dios como uno de los pilares de su pensamiento– es más radical aún y parte de la mística cabalista y de la herejía gnóstica: la Creación está vacía –es un vaciado– de Dios. Como humanos nosotros existimos porque Él está ausente; como en la Cábala, la Divinidad se retiró, por amor, para permitirnos existir. Dios=Bien, Belleza y Justicia, y ellos no son de este mundo, salvo en momentos de privilegio o “intuiciones” que descienden hacia el hombre desde un Dios menesteroso, vulnerable y mendigo; un Dios necesitado de tomar sustancia a través de nosotros: piadosa libertad que se autoaprisiona para rescatarnos de la necesidad; Belleza como Media Proporcional o Número de Oro, hecha de instantes mediadores (metaxu), de palabras e imágenes que nos buscan. Por eso en otro texto de los años cuarenta, publicado con el nombre de Carta a un religioso, dice: “para mí lo verdaderamente milagroso, es la perfecta belleza de las narraciones de la Pasión, unidas a algunas palabras fulgurantes de Isaías”. De aquí se comprende la importancia, para la reflexión de Simone Weil, de algunas obras literarias tocadas por el signo de la Gracia, que desciende siempre opuesta a la Gravedad, recordando el nombre de su libro más conocido La gravedad y la gracia.

De ese vacío que es la Creación, para Simone Weil, se desprende un “ateísmo purificador” que nos convierte en pan, masa amoldable, preparada para recibir la levadura divina. Mediante la más pura atención –otro de sus metáforas atendibles– este vacío nos convierte en nada; una nada que, por otra parte, detiene el trabajo de la imaginación. Según Weil, en esa detención, en ese vacío, siempre encarna una trinidad: Dios, Bien, Belleza, para el clasicismo griego; Padre, Hijo, Espíritu Santo, para el cristianismo. Solo puede haber “intuiciones” si se reconoce que habitamos una temporalidad dilatada y vacía.

En estos tiempos de vaciamiento total, donde, parafraseando a Simone Weil, la tierra ya no es siquiera sombra del cielo, tal parece que ha ocurrido en forma definitiva la ruptura de todos lo recipientes, para emplear la metáfora cabalística. Así, nuestra única tabla salvadora es ese “ateísmo purificador” que arriba veíamos. Quédanos, entonces, el difícil arte de aprender a remar sin viento favorable y contra la corriente. Y saber, que como todo en lo humano es historia, “el pasado y el futuro son simétricos”. En otras palabras: si bien la cronología no tiene un papel determinante en la relación Dios-hombre, pues uno de los términos de esta ecuación es eterno, hay un pasado que es también futuro, algo que siempre avanzará hacia nosotros. Para la francesa, es esta simetría quien prueba que el contenido de la revelación evangélica antecede al propio cristianismo como religión organizada.

No lo comprendemos, pero, según Simone Weil, son el sufrimiento y la desgracia los únicos capaces de arrancarnos de la gravedad, de la historia como pesadilla. Paradójicamente, no es el goce –como escribía Nietszche y debiera ser– quien somete y le presta ala a la vida, sino ese mismo sufrimiento como variable constante; variable que desciende –¿o asciende?– y encarna en algunos momentos de gracia literaria, artística o científica de la humanidad: Homero, Job, la geometría y el teatro griego, Platón, algunas narraciones del folklore europeo, etc.… Es esa misma desgracia hecha necesidad, puesto que Dios ha creado el universo como un tejido de causas segundas, quien nos separa de nuestras caídas, de nuestra inconsistencia vital.

Belleza y necesidad: necesidad de la belleza que desciende o, mejor, belleza de la necesidad y del encadenamiento férreo de la vida siempre en ascenso. No lo sabemos, y tal vez no lo sepamos nunca. Pero, como dice Simone Weil, en ese encadenamiento es donde siempre hay algo verdaderamente liberador. Y esto, que parece ser su mensaje final, es la única grandeza a la que podemos aspirar como seres humanos.

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