Reina María Rodríguez

Releía en el verano de 2013, con mis alumnos de Middlebury College, poemas escritos por Reina María Rodríguez en los años noventa. Me interesaba hacer preguntas a esos poemas y a la poeta que los escribió, que ayudaran a leer no sólo la poesía sino aquello que se le oculta y la rebasa. El contorno de la historia que constituye el silencio de la poesía o lo que el texto calla y el territorio donde se mueve la figura pública del poeta: los otros lugares de su enunciación.

Lo primero que llama la atención de aquellos poemas, reunidos en cuadernos como En la arena de Padua (1991), Páramos (1993), Travelling (1995), La foto del invernadero (1998) o Te daré de comer como a los pájaros (2000), escritos en el momento más nítidamente asociable a la decadencia de La Habana socialista, es su deliberado, a veces cándido, cosmopolitismo. Un deseo del afuera que hacía del viaje, más que una experiencia testificable, la fuente primordial de cada escena.

La poesía de Reina María Rodríguez era entonces –o ha sido siempre– eso: un registro de escenas. Dos jóvenes amantes jugando al escondite en un campo mediterráneo –entre ciruelos y pacas de heno-; la poeta mirando fijamente la foto del Che de Korda y retratando a su hijo, su amigo, el también poeta Omar Pérez; un anochecer en Madrid; una pieza dorada encontrada en un cofre de ébano junto al sarcófago de Tutankamón; una visita al museo de Dresde; una anciana de negro en la Plaza de España –¿de Madrid, de Barcelona, de Sevilla?–; una chica de la isla de Wight; una escultura de Ossip Zadkine; una foto en el invernadero; un vidrio en la ventana.

Las escenas recorrían un territorio desplazado –desde el Taj Mahal hasta el Báltico– y la propia poeta se presentaba como sujeto “nómada”. Pero los viajes de Reina María Rodríguez desde aquella ruinosa Habana tenían muy poco que ver con los de Bruce Chatwin o Paul Bowles, que acuñaron el nomadismo desde un oasis civilizado. Viajar para Rodríguez era, en realidad, ausentarse de aquellas paredes carcomidas por el salitre y de aquellas aceras que los poetas pisaban con sus sandalias cuarteadas. Era el viaje al revés.

Había también en aquellos poemas una extremada conciencia de su localización temporal. Algunos estaban fechados –“6 de junio de 1995”, “12 de agosto de 1995”, “9 de marzo de 1995”–, pero otros que no lo estaban hacían explícito su lugar en el tiempo: “era finales de siglo y no había escapatoria / la cúpula había caído, la utopía / de una bóveda inmensa sujeta a mi cabeza, / había caído” o “tú vivirás en el 2000 / y verás árboles cosmódromos mariposas / esa fauna y flora diferente que estamos creando / y vivirás como todos los niños / dentro de un hombre”.

Viajes de fin de siglo, con La Habana al fondo, sería otra manera de condensar aquella poética. Una exploración de los límites de la ciudad y de las fronteras de la utopía. En el estremecedor poema “Al menos así lo veía a contraluz” (1998), esa perspectiva queda al descubierto, cuando la poeta reacciona contra el interlocutor que le “exige todavía alguna fe” y constata la “muerte real de un pasado imaginario”. Los viajes de fin de siglo permitían conocer la amarga verdad de lo ilegítimo, el reverso monstruoso de los íconos: “un simple clic del disparador / y la historia regresa como una protesta de amor (Michelet) / pero vacía y seca como la fuente del Parque Central”.

En otro poema, el de la anciana de negro en el Parque de España, que da de comer a las palomas —“el alpiste blanco que los pájaros vuelven sucio”–, Reina María Rodríguez formula una poética o, más discretamente, enuncia una de las funciones del poeta: “recoger lo que sobra de un gesto”. Buena fórmula para significar aquella poesía de fin de siglo, que se empeñaba en inventariar los residuos del paraíso, los restos del ademán de la Historia.

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