'La muerte de Sócrates', Jacques-Louis David, 1787
'La muerte de Sócrates', Jacques-Louis David, 1787

A Teresa, Álvaro y Javier, los miembros de nuestra academia platónica.

El pensamiento fuera de las circunstancias que pautan el intercambio de ideas que cada diálogo despliega es obsceno. Incluso, y, sobre todo, si de lo que se habla es de las verdades últimas. Toda idea es impúdica, torpe, si se le arranca de su contexto dramático-vital. La escena que marca el pensamiento en el Fedón –el diálogo que parece negar de forma más radical al cuerpo, la vida, al mundo, la apariencia en su totalidad– es la evocación de los que asistieron al último día de Sócrates. Todo lo que se diga en este diálogo estará condicionado entonces por el recuerdo póstumo de aquellos que presenciaron la muerte del filósofo ágrafo y callejero. En función de esto, comparece un Sócrates más metafísico, teológico, más poroso a los ritos órficos y pitagóricos que el que se nos presenta en los diálogos aporéticos.

En este diálogo se expone, por primera vez, de forma plena la teoría de las Ideas. El Ser, según esta doctrina, antes que todo es un principio de inteligibilidad perfecta que es inmutable, eterno, invisible. El Ser –lo Inteligible, la Idea, igualados por esta teoría– acompaña a lo que nace y muere, a lo que existe, pero no es un ente existente. Lo propiamente real se sitúa más allá de la existencia, allí donde la contingencia no lo roza. La Idea se diferencia de los entes, de las cosas, de dos maneras. Las Ideas son eternas. No han sido creadas y, por ende, no serán destruidas. Las Ideas, además, solo predican un solo sentido, se dicen de una sola manera. La Idea, por tanto, es un paradigma –el mejor ejemplar de su tipo– al ser capaz de expresarse en todas sus relaciones con la máxima homogeneidad semántica. Es porque tiene la capacidad de ser plenamente y de modo absoluto ella misma, sin declinarse en ninguna otra función. Es porque no existe. La existencia obliga a la multifuncionalidad, contraria a la plenitud que Platón asocia con el Ser. El Ser de una cosa solo se puede predicar en pasado –afirma El Estagirita obligando a la Idea a hacerse traducible en la temporalidad de lo vivo, de lo contingente– porque solo cuando ha dejado atrás el devenir se ha liberado de sus accidentes, ha alcanzado su forma definitiva. Vía la Idea se accede a ese tipo de perfección que el Ser alcanza únicamente de forma póstuma. Solo cuando deja de ser es plenamente. Según la visión aristotélica, el ser alcanza su mejor expresión de forma funeraria. Para Platón, se accede a esta plenitud en aquello que no deviene y por lo tanto es. Para los filósofos por antonomasia, la existencia y el ser no se avienen.

No se puede obviar, sin embargo, que la teoría de las Ideas la utiliza Sócrates para demostrarle a sus amigos el porqué acepta con total serenidad su muerte y la causa por la que no deben entristecerse de que esto les esté ocurriendo a ellos. No solo se trata de que el Sócrates que aparece aquí y los conceptos que defiende estén filtrados por el recuerdo idealizador de sus mejores amigos, sino que él mismo está esculpiendo para ellos su imagen postrera. “Los que de verdad filosofan”, afirma Sócrates en el pasaje más conocido del Fedón, “se ejercitan en morir”. El significado funerario que tiene el Ser en este diálogo y la imagen póstuma que Sócrates esculpe de sí mismo entonan, con acentos diferentes, la misma melodía.

Platón necesita todas esas contingencias, condicionantes para exponer su teoría más importante y original. Al núcleo doctrinario de una filosofía no se le puede zafar de las peculiares circunstancias de enunciación que el diálogo ha escenificado para su pensamiento. Esto salva a Platón de las limitaciones que este núcleo doctrinario le exigiría si se concibiera a sí mismo como una reflexión no situada: urbi et orbi, Ortega dixit.

Una doctrina hace que el mundo quepa en una idea, que lo que hay encuentre acomodo en un cosmos ordenado de razones. Gracias a esto, el universo se deja pensar. La filosofía descubre las leyes que permiten ordenar el mundo. La infinita, por ilimitada, riqueza de lo real es impensable. La Idea, el fundamento a partir del cual se organiza lo real, es lo que permite que el mundo sea entendido. A la vez, reduce y organiza el mundo; le otorga sentido al limitarlo. Pero ese acomodo del mundo a la Idea, al pensamiento, no está exento de tensiones. Al escenificar el pensamiento, al dramatizar el escenario desde el cuál se enuncia la Idea, se evita que la doctrina encierre a quien la piensa, que el filósofo quede atrapado dentro de su propio sistema. Se vocalizan las dudas, perplejidades que el sistema no logra callar, las aristas de lo que hay que no se dejan subsumir dentro de un orden unitario de sentido. Por un lado, se acoge, se le ofrece hospitalidad, a otras visiones del mundo a las que se expone sin regatearle un ápice de su originalidad; se explican, en toda su belleza y complejidad, otras formas de organizar lo real que compiten con el sistema que un filósofo defiende. Por otro, se intentan exorcizar la miríada de ídolos que vienen con toda Idea, la fábrica de caricaturas que contiene todo ideal.

Al escenificar su pensamiento, Platón no solo dice el sentido único de su Idea, sino que expresa las múltiples formas en que se declina la vida ya sea mediante los accidentes, las peripecias que todo diálogo escenifica; la perspectiva que ofrecen otras concepciones del mundo o mediante las desfiguraciones que toda propuesta de sentido produce, los ídolos de la tribu que acompañan a todo ideal. La Idea se dice de una sola manera, pero la vida solo habita en los sentidos múltiples.

Siempre que se hable de la filosofía de Platón se le tiene que hacer justicia tanto a las Ideas como a la vida, saber que ambas constituyen la cara y la cruz de su sistema de pensamiento.

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La filosofía de Platón versus el platonismo

Por eso, la renuncia, el ascetismo extremo que el filosofar le exige a quien lo practica, se hace con y desde el mundo. La escena, el mundo, nunca se borra incluso cuando las exigencias de pureza y separación de todo lo que es contingente, mudable, corporal, mortal –como es en el caso del Fedón — se dejan escuchar con su mayor rigor.

La cadena de razones que construye este diálogo se abre luego que Sócrates se soba y se da un masaje en el tobillo adolorido, a causa del grillete con que lo han sujetado mientras se hallaba detenido esperando la ejecución de su sentencia, para reclinarse cómodamente sobre él. Luego que encuentra este acomodo empieza a reflexionar sobre el lazo inseparable que ata al dolor y el placer, hermanos siameses con dos cabezas, pero un mismo cuerpo. No se puede disfrutar uno sin que muy pronto se asomen las incomodidades que el otro acarrea y viceversa.

Enseguida, se narra la escena del sueño, donde Sócrates explica por qué se ha dedicado a poner en verso las fábulas de Esopo, sabiendo que no puede competir en esto con su autor, pues el talento poético nunca ha sido su fuerte. La voz de una apariencia, que toma diferente forma en cada sueño, le lanza el siguiente mandato: “¡Sócrates, haz música y aplícate a ello!”. Sócrates había asumido que esta era una exigencia para que persistiera en la actividad que constituía la más sublime de las músicas: la filosofía. Pero esta vez, al saber que este será su último sueño, su último aviso, no quiere dejar nada al azar y se dedica a verter estas fábulas populares en verso, en música. Por si acaso, dedica sus últimos días a escribir en verso estos textos. Este por si acaso –la aceptación de que podría ser posible que no hubiera entendido a cabalidad el mandato del Dios– abre la doctrina filosófica y el modo de vida que la acompaña a lo que hay, a lo que existe fuera de la geometría con que el pensamiento ordena el Cosmos, lo que previamente había sido acotado, reducido, para poder dotarlo de sentido. El filósofo no encierra su vida en una Idea sin al menos contemplar la posibilidad de que su opción vital, su doctrina filosófica, no agote lo real.

Es esta dialéctica entre la necesidad del sentido único, para hacer comprensible el mundo, y la conciencia de la infinita riqueza de lo real, impensable en sí misma, lo que debe ser considerado como la filosofía de Platón. El platonismo, con la teoría de las Ideas en su centro, y con el edificio conceptual que se construye a partir de él solo cuenta la mitad de la historia de la filosofía del fundador de la Academia.

El primer ídolo de la filosofía de Platón es el propio platonismo cuya influencia en la historia del pensamiento occidental es vastísima.

Hay que volver a pensarlo todo respecto a Platón, y quien dice Platón dice la filosofía. Se tiene que aclarar, primero, que el gran personaje de los diálogos no es solo Sócrates, sino que también lo es Platón: la pluma que teje todas las voces y que es, incluso, capaz de mostrar los claroscuros de su propio maestro. No se puede reducir, además, el Platón autor a solo un corpus de ideas, a la doctrina que sale de sus textos, borrando la escena del pensamiento, la forma en que se dramatizan sus diálogos.

Hay que aprender a pensar a Platón prescindiendo del platonismo y del excesivo culto al filósofo que para poder interrogar sin cesar a los otros renunció a la escritura.

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