Fotograma del episodio 'BAN', de la primera temporada de la serie televisiva 'Atlanta'

Cantes de ida y vuelta

Viví en España durante quince años, entre 1998 y 2013. Más que español, me considero madrileño. Madrid es mi ciudad, la ciudad donde me convertí en adulto, donde estudié, aprendí a trabajar y me inventé una vida como escritor.

Mi educación es el resultado de largas horas en la biblioteca de la Universidad Complutense y de ese yunque intelectual y afectivo que son las conversaciones de bar. Mis amigos fueron mis maestros y mis templos de la sabiduría se llaman Mariano, FM, La Mina, El Frontón, El Automático, El Palentino.

En esos bares, durante la calma chicha del cambio de siglo, fui testigo de una bellísima transformación en el español peninsular, que acabó por abrirse para recibir otros ritmos, otros léxicos, otras entonaciones modeladas en geografías remotas.

Mal que les pese a los áulicos del purismo nacionalista, no hubo integración: hubo mestizaje o, para decirlo en palabras de Oswald de Andrade, hubo antropofagia. Españoles comiendo sudacas comiendo españoles en un bucle infinito de glotonería feliz, a pesar de los episodios de acoso policial en las estaciones de metro, a pesar de los esporádicos brotes de xenofobia, a pesar del desprecio y la chulería con la que muchos disfrazaban su miedo, un miedo atávico que el franquismo trató de inculcar en el alma del pueblo español, miedo a la vida, miedo al amor, miedo a la fragilidad, miedo a la seducción del lenguaje, miedo a los deslizamientos del sentido y, por eso mismo, apego irracional a las fórmulas y a las tautologías: es lo que hay, es lo que es, las cosas como son, no me líes. Frases que, de tanto escucharlas, se revuelven en mi memoria con las frases mecánicas, con esos lapsus inducidos, que se les escapaban cada tanto a las tragaperras: ¡Premio! ¡Avance!

Hay, sin duda, algo robótico en el terreno simbólico donde se juega lo español, eso que en psicoanálisis se llama compulsión a la repetición. En el término que usan los freudianos en alemán, Wiederholungszwang, se da a entender que esa compulsión (Zwang) es también una especie de violencia, de presión externa que se manifiesta como una fuerza interior. Y mucho de eso hay en la lengua peninsular: una rabia bufa venida de no se sabe dónde, un peculiar repentismo, un permanente elogio de lo espontáneo, que, sin embargo, aparece en escena como una frase hecha, como un chascarrillo heredado. Los españoles son, básicamente, rapsodas; repetidores arrebatados, casi siempre involuntarios, de un poema legendario cuyo original se ha perdido para siempre. De ahí que muchas veces prefieran cantar, porque en el canto aparece mucho mejor lo que hemos olvidado, el canto es siempre elegíaco, incluso cuando se le atribuye una función jovial. Se canta la pérdida y, a la vez, se canta para recoger el tiempo nuevo, el aire nuevo.

Todo eso lo vi yo en los bares de Madrid, hablado, cantado y bailado. Y como decía antes, fui testigo de cómo esa escena se dejaba contaminar por nosotros, los sudacas, los africanos, los antillanos, los chinos, los moros, de modo que al final ese “nosotros” pasó a formar, ya no una oposición abstracta, sino un sancocho concreto.

Por esos mismos años, esto es, la primera década del siglo XXI, tuvo lugar otro fenómeno que también me pilló de cerca y fue el nacimiento de una sana y tupida red de editoriales independientes. Sería ingenuo, además de poco riguroso, decir que aquel fenómeno se redujo a un cambio en la lógica del mercado, porque esa transformación tuvo que ver, sobre todo, con el lenguaje, con el idioma en que se escriben los libros. Y me atrevería a decir que buena parte de este fenómeno se gestó en los bares, más que en las oficinas de las editoriales.

De un día para otro los editores ya no refunfuñaban ante la aparición de un giro coloquial argentino o mexicano en medio de un manuscrito. Al contrario, estos nuevos bichos raros de la edición, conscientes de que el mundo se estaba transformando, atentos y sensibles a los profundos cambios que tenían lugar al interior del español, empezaron a mostrarse deseosos de que la literatura que publicaban reflejara la lengua que se estaba forjando en la calle, una nueva lengua que ya no era ese español de sabor parroquial de las traducciones de Anagrama o Alfaguara.

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Tuve la suerte de participar de ese proceso con mis traducciones de literatura inglesa, norteamericana, portuguesa o brasileña y soy muy consciente de que fue en esa cocina donde se rehogó a fuego lento mi propia escritura, mi idioma particular, mezcla de tantos idiomas, de tantos dialectos, de tantas influencias venidas de medio mundo. Mi escritura es el resultado del cosmopolitismo plebeyo de esa Madrid decadente, sucia y gamberra que me tocó vivir a comienzos de este siglo.

*  *  *

En una de sus famosas peroratas, Fernando Vallejo, ese viejo pendejo y genial, advierte que el fantasma de Colombia, con su rastro de horror y de belleza, no abandona nunca a quien decide marcharse, a quien elige el exilio. El fantasma de Colombia es, dice Vallejo, persistente, terco, indestructible y está siempre al acecho.

Puedo dar fe de que Vallejo tiene razón.

No es fácil explicar la vida escindida de un inmigrante. No es fácil hacerle saber a alguien que ha nacido y crecido en un mismo lugar lo que significa tener la cabeza, la imaginación, el cuerpo, la lengua, repartido entre dos mundos. No es fácil hacerle entender al sedentario incurable lo que se siente vivir pendiente de los horarios, del clima, de la situación económica y política de un país remoto. Los que en algún momento decidimos partir y nos instalamos, valga el oxímoron, en esa partida que no cesa, solemos vivir una vida doble, parecida a la de los espías (mucho se podría decir sobre los nexos profundos entre esas dos figuras modernas: el agente doble y el inmigrante).

Durante los muchos años que pasé en Madrid, muy a menudo mi imaginación –léase, la proyección de mi deseo– se recreaba imaginando los espacios en los que había transcurrido mi infancia y mi adolescencia: las carreteras sinuosas, la luz de la tarde en las montañas, el valle del río Cauca, el océano Pacífico, las ciudades enanas y las ciudades gigantes, las casas de dos patios. No se trataba tanto de una cuestión de paisaje, sino de territorio, que es una cosa bien distinta. El paisaje es una invención romántica y, por tanto, una fantasía bucólica que sublima y disfraza un proyecto de dominación. El territorio, por su parte, es una sedimentación de experiencias y saberes dentro de una geografía concreta. El territorio es una creación colectiva; el paisaje es el resultado de una perspectiva individual, incluso en términos puramente técnicos y pictóricos, el paisaje es un único punto de vista. El territorio, en cambio, solo sucede gracias a la simultaneidad de muchas perspectivas.

De todas estas cosas yo solo me hice consciente en el exilio, evocando desde la distancia esos espacios, esas personas, esas voces.

A finales de 2006 hice un viaje largo por eso que había aprendido a asumir como mi territorio: desde Quito, en la sierra ecuatoriana, hasta Cali, en el valle del Cauca, a lo largo de la cordillera de Los Andes, dando un giro por el suroccidente colombiano; pasé por Pasto, Popayán, mi ciudad natal, Buenaventura, en el Pacífico, y de allí selva adentro por el río San Juan, remontando la corriente hacia el corazón de las tinieblas del Chocó biogeográfico. Ese viaje –aunque entonces yo no lo sabía– iba a ser crucial para escribir mis dos primeras novelas y fue, sin lugar a dudas, el germen de mi regreso a Colombia.

Comprendí que ese territorio era como una enorme biblioteca de la que yo solo había leído un mínimo porcentaje. Y lo que es más grave, se trataba de una biblioteca bajo permanente amenaza de destrucción, en medio de una guerra que parecía no acabar nunca y que nadie recordaba muy bien cuándo había comenzado.

El otro descubrimiento de ese viaje fue que, en las ciudades colombianas, casi como una sofisticadísima nota al pie de aquella extraña y complicada guerra, había un hervidero cultural que comprendía una intensa escena artística, musical, literaria.

Sentí entonces que me estaba perdiendo de algo y que, en algún momento, más temprano que tarde, tendría que regresar y entrar a formar parte de todo eso que estaba sucediendo en mi país.

Mi regreso no fue, en ese sentido, una simple concesión a la nostalgia. Fue más bien un proyecto que tenía que ver con darle continuidad a mi escritura, fue un plan de contingencia. Debía regresar para poder seguir haciendo los libros que me interesaban: ya no los libros del exiliado –esa figura con tanto glamour en la tradición latinoamericana– sino los libros del retornado. En mi escritura –donde siempre el rizo está tan rizado que ya no parece un rizo–, el gesto de la huida, el gesto del exilio aristocrático quedaría radicalizado en la performance de la Vuelta. Pero, ¿vuelta adónde? ¿Es posible siquiera regresar a un lugar que, en cierto sentido, ya no podía reconocer como propio? ¿Acaso no era cierto que todos esos años de exilio me habían convertido en una suerte de extranjero permanente, un tipo raro, con acento raro, que hablaba un español lleno de giros ibéricos, brasileños, argentinos, mexicanos? Y esa amalgama de dialectos y voces que se juntaban en mis traducciones y en mis novelas, ¿tendrían cabida en mi país de origen? ¿Encontraría mi sitio aquí?

A estas alturas, después de cinco años, ya puedo adelantar algunas conclusiones: he regresado, pero no necesariamente a Colombia, sino a toda América Latina; al mismo tiempo, tampoco siento que me haya marchado de España, adonde viajo con regularidad y donde sigo publicando mis novelas; formo parte de eso que el artista Pedro G. Romero llama “el Caribe afro-andaluz”, un territorio gigantesco que extendió el Mediterráneo hasta este lado del Atlántico e incluso mucho más acá, hasta el corredor de selva, río y mar que se aprieta en la costa del Pacífico, entre Panamá y Ecuador; soy sudaca y soy madrileño, soy mediterráneo, soy africano, soy moro y soy judío, soy, para volver a citar a Oswald de Andrade, “un tupí que toca el laúd”.

Soy un cante de ida y vuelta. Y sigo rebotando entre ambas orillas.

Vilis

No fue un sueño, aunque a ratos me parece que sí. Yo vivía entonces en el espléndido edificio de la Residencia de Estudiantes, gracias a una beca del Ayuntamiento de Madrid para escritores holgazanes. ¿En una residencia de estudiantes?, me preguntaban muchas veces los incautos. A lo que yo, presumido, con una ceja levantada, respondía: no, no una residencia de estudiantes, La Residencia de Estudiantes. Donde vivieron, donde se conocieron Lorca, Dalí y Buñuel. Donde, según cuenta la leyenda, se fraguaron las ideas que darían origen a Un perro andaluz. La navaja-nube que lacera y derrama la sustancia viscosa del ojo-luna. Pero lo cierto es que yo vivía allí y cuando uno se acostumbra a un lugar, por legendario o emblemático que sea, es imposible no acabar sintiendo que se trata de un espacio vulgar, tan poco interesante como cualquier otro. No hay cosa sublime que se resista a la machaconería de la vida cotidiana. Por otro lado, si algo me había caracterizado desde la más tierna adolescencia era mi desprecio por las mitologías artísticas, mi desdén punk contra la idealización o la reverencia hacia el prestigio de los artistas. En el fondo me importaba un pito vivir en la residencia donde habían vivido Lorca, Dalí y Buñuel. Solo necesitaba escapar de los rigores laborales de Madrid durante una temporada y por eso había solicitado esa beca, que me permitía vivir con cierta holgura. Esa era la verdad: estaba allí para ahorrarme el dinero del alquiler, estaba allí para recuperar algo del tiempo desperdiciado en una ciudad vampira que te chupa hasta los huesos.

Una tarde de primavera, después del almuerzo, me puse a caminar por los jardines que rodean el pabellón conocido como el “Transatlántico”. No fue un sueño, aunque casi tengo ganas de contarlo como se cuentan los sueños. Iba paseando por una rosaleda, envuelto en el aroma del romero, cuando me topaba con un viejecillo risueño. Hilachas de pelo blanco le salían por debajo de la boina azul. Nos saludábamos con una ligera inclinación de cabeza y, aunque teníamos el impulso de seguir de largo en nuestros respectivos paseos, ambos sentíamos una inexplicable curiosidad. Así que nos deteníamos para prolongar el saludo, nos estrechábamos la mano. ¿Vives aquí?, me preguntaba el anciano. Y yo le explicaba que sí, que era uno de los becarios. Ah, decía él, eso es una buena noticia porque quiere decir que mañana vendrás a mi taller de poesía. Lorenzo García Vega, mucho gusto, se presentaba el viejo y a mí me admiraba que hubiera pronunciado su nombre sin ninguna solemnidad, no como quien saca un trofeo y lo pone encima de la mesa, sino con la picardía de quien desconfía de la capacidad del lenguaje para nombrar el mundo. Decía su nombre como quien hace visible una alegoría del vacío constitutivo del acto de decir: Lorenzo García Vega, es decir, nada, nadie. Y a la vez, ahí estaba el nombre, como el borde casi invisible y cortante de una navaja. Navaja que corta el ojo, ojo que no ve la hoja lacerante, que derrama su viscosidad en el jardín.

Así que ahí estábamos, un anciano y un tipo de treinta años, sentados en medio del aroma del romero, hablando de la literatura de nuestros países, Cuba y Colombia, y recuerdo que lo hacíamos sin ninguna convicción, sin especial apasionamiento. Más que la literatura o sus protagonistas, nos interesaba detectar el carácter, la impronta. Ustedes pareciera que no tienen relato, dijo el anciano, queriendo decir que Colombia es un significante demasiado cargado de semantomas y, por eso mismo, vacío. ¿Semantomas?, preguntaba yo, intrigado con el palabro. Y el viejo me decía que era como un significado hinchado, inflamado, un hematoma semántico, producto de un golpe o de muchos golpes en el cuerpo del significante. A lo que yo solo atinaba a responder con un vago “ya…”. Pero Cuba también está preñado de semantomas, decía él, solo que nos hemos condenado de otra manera, con la mitología de unos orígenes. Vivimos atrapados en ese ámbar arcano, como mosquitos prehistóricos.

Yo trataba de seguirlo en sus pensamientos, pero no era fácil.

Luego hablábamos de los sueños. El anciano me preguntaba si pertenecía a la parte de la humanidad que encuentra poco o nada interesantes los sueños. Y yo, que en esa época llevaba un diario donde anotaba mis pesadillas, me apresuraba a contarle que el asunto me parecía crucial, como casi todos los discursos que el mundo moderno ha relegado al basurero de la historia, lo mismo sucede con el discurso amoroso, dije. El discurso amoroso y el discurso de los sueños son la parte negada del discurso político. El corazón de la política –el corazón arrancado a la política en el ritual sacrificial de la economía de mercado– consistiría en poder decir públicamente lo que amamos y lo que deseamos. Por eso me parece que son muy importantes los sueños. El viejo me escuchaba con atención y después de darle vueltas en silencio a lo que acababa de decirle, me hablaba de un libro que había escrito tiempo atrás. Una novela corta, decía el anciano, que se llama Vilis. Allí cuento una historieta fantástica que fui armando con los pedazos de todas las ciudades en las que he vivido. Buena parte del material del libro proviene de los sueños donde, como bien sabes, uno va ensamblando partes de lugares distintos, la avenida de una ciudad que desemboca en el teatro de otra ciudad, trozos de París con trozos de New York, la escalinata del Capitolio de La Habana, a cuyas faldas discurre una calle del centro de Caracas. Tú me entiendes. Y cómo no iba a entenderlo si por esa misma época yo registraba en mi diario varios fenómenos semejantes: el jirón limeño que culmina, no en la Plaza de Armas, sino en el parque gélido de una desolada ciudad de la pradera canadiense, el río de oro lisboeta rodeado de chabolas de Medellín.

Si te sucede eso, decía el viejo, si tus lugares de referencia ya se entremezclaron de ese modo, ya no vas a poder regresar. De eso no se vuelve nunca.

Así me hablaba el viejo en aquel jardín primaveral. No fue un sueño, aunque lo parezca.

Éramos dos exiliados irreversibles, no-retornables, escapados de dos infiernos muy distintos, dos infiernos quizá complementarios, intercambiando impresiones. Dos expulsados del paraíso que, sin saberlo, desprevenidos, discuten sus sueños al filo de la luz de la muerte.

Los datos oficiales confirman que Lorenzo García Vega murió dos años después de esta breve conversación. Yo sigo vivo, supongo. A veces, sin embargo, me despierto de mis pesadillas pensando que ambos habitamos una misma ciudad espiritual hecha de fragmentos de muchas ciudades, donde somos casi nadie, un poco nada, al abrigo de tantos nombres.

La telenovela atávica

En un capítulo magistral de la serie Atlanta (Episodio 7, Temporada 1) se presenta al personaje de Harrison, cuyo nombre original es Antwoine Smalls, un joven negro que afirma sentirse un hombre blanco de treinta y cinco años oriundo de Colorado, un ser humano en situación de “transracialidad”, como lo definen en el programa de la tele donde le dedican una breve nota documental. “¿Cuándo supiste que eras un hombre blanco?”, le pregunta el entrevistador. El muchacho responde: “siempre me he sentido diferente. Voy a las tiendas, al cine y pienso: ¿por qué no me tratan con el respeto que merezco? Entonces, un día caí en cuenta: ¡soy blanco! Ah, y tengo treinta y cinco años.” No me voy a detener a analizar todos los sustratos de significado que hay en el magnífico capítulo de la serie, sin duda una de las sátiras más agudas que he visto sobre las ansiedades raciales, pero sí quiero reparar en un detalle fugaz, algo que podría parecer un chiste sin muchas implicaciones. En un pasaje del episodio, el muchacho “transracial” se para frente al espejo y se pregunta a sí mismo con acento de hombre blanco: “Ey, ¿viste Game of Thrones anoche?” Me pregunto por qué esta referencia funciona aquí como una marca racial de lo estereotípicamente blanco y conjeturo que no se debe solamente al hecho, mil veces denunciado, de que la exitosa serie no tiene a un solo personaje negro, latino o asiático en ningún papel relevante. Sospecho que su “blanquitud” tiene que ver con la estructura subyacente a toda la serie, a saber, la red arquetípica de la telenovela. Al fin y al cabo, Game of Thrones es una saga interminable, un culebrón, sobre la legitimidad de los linajes y la intervención de fuerzas providenciales que devuelven al bastardo, a los hijos ilegítimos, al seno de las dinastías, tal como sucede en los clásicos melodramas televisivos latinoamericanos, donde la recomposición de los lazos familiares trastocados pone a los héroes en una situación ideal para perpetuar fortunas, matrimonios y alianzas de poder. Game of Thrones parece haber reactivado el inconsciente global de la telenovela, reconocible incluso en el tipo de enganche febril que produjo la serie entre sus fans, un inconsciente que desea la restauración de un orden atávico, incluso mágico, capaz de pacificar el mundo y de poner a cada persona en su sitio según una jerarquía natural. De qué otro modo interpretar sino el final de la serie, con el exbastardo Jon Snow restituido a la línea oficial de la familia, reordenando las funciones de cada linaje después de traicionar y destruir a la única fuerza revolucionaria que amenazaba con destruir, precisamente, el sistema de linajes y castas eternas.

En Faulkner, Mississippi, Édouard Glissant propone una singular dicotomía que nos permite dar algo de contorno teórico a estas observaciones empíricas sobre la “blanquitud” y su oscuro origen feudal. “En las culturas atávicas”, escribe Glissant, “(donde la comunidad se define por referencia a una génesis, a una creación del mundo a la que se encuentra absolutamente ligada mediante una filiación de padres e hijos sin interrupción, es decir sin ilegitimidad), la relación ontológica con el territorio es tan estrecha que autoriza, no solamente a ampliar ese territorio –el colonialismo–, sino a prever, en función de la legitimidad de ese vínculo, lo que está por llegar, lo que se va a conquistar, lo que se va a descubrir, es el poder de la predictibilidad […]. Las culturas compuestas nacen a partir de la expansión de Occidente, con el choque y la mezcla de tantos atavismos contradictorios. No generan ningún mito de creación del mundo, se contentan con adoptar alguno de los antiguos atavismos que les han sido propuestos. Para estas culturas compuestas la expansión colonial no estará naturalmente legitimada y tendrán que buscarse otras ‘razones’”.

Entonces es la filiación directa, sin ilegitimidad, entre padres e hijos, la que permite reclamar una relación de dominación natural sobre un territorio. Y por eso mismo, el origen de todos los males, la ausencia de un derecho para exigir la posesión de un territorio, proviene de la condición del bastardaje, de la mezcla, del revoltijo. Para nadie es un secreto que la blanquitud, como construcción cultural e histórica, es el resultado de esa dicotomía, pues lo blanco se define por una cierta asociación inmediata, autoevidente, entre “limpieza de sangre” y derecho de posesión, entre “buena genética” y respetabilidad; las otras ficciones raciales y, sobre todo, lo negro, se situaron de manera violenta en un espacio donde no valía de nada reclamar una genealogía.

Uno de los objetos de escarnio en el chiste del sujeto transracial de Atlanta es la ansiedad de las culturas sin linaje que odian su condición (es decir, casi todas las culturas humanas en un mundo poscolonial), el deseo inconfeso de que, como en las telenovelas, el regreso de un orden natural de las dinastías –un orden que tal vez solo existe en una cierta concepción medieval del mundo– nos otorgue un lugar garantizado ontológicamente. “¿Qué es Yoknapatawpha?”, se pregunta Glissant, refiriéndose al mítico pueblo de las ficciones de Faulkner. “Un país compuesto que sufre por querer ser una comunidad atávica, y sufre aún más por no conseguirlo.”

Bárbara

El año pasado, como parte de un proceso de duelo por la muerte de mi abuela Paulina, hice el ejercicio de transcribir unas notas manuscritas que ella me dejó en un cuaderno. Lo primero que, no sin esfuerzo, pude leer en su letra alambicada de persona sin educación formal es lo siguiente: “Juan, cuando tenía 12 años le pregunté a mi abuelita por qué nosotros no tenemos ancestros o familia como todos los demás y me contestó que porque ella descendía de una rama que la habían arrancado de un árbol muy frondoso y que creían que en invierno estaba contaminada y la cortaron y la arrojaron al viento”.

Me llamó la atención, primero, que el texto iniciara con la fórmula de una carta, marcando la identidad del destinatario. Pero también que su relato dejara claro desde un principio que nosotros, nuestra familia, no tenía ancestros. En algún punto se había interrumpido el vínculo o, mejor, nos habían arrancado de cuajo como se talan las ramas enfermas de un árbol. “Me costó trabajo que me contara pues nunca hablaba de su pasado”, continúa la historia de Paulina. “La familia de ella eran sus hijos. Pero tanto insistí que me contó y me dijo que no la repitiera ni se la contara a nadie. Era tanta su desgracia y en esta sociedad tan hipócrita y en el tiempo de ella más y para qué darles a los demás armas para que le den en lo que más le duele, la madre de uno. La mamá de ella, Gertrudis Villaquirán Delgado, había sido hija de unos ricachones de los que buscaban una nana para que les criara cada hijo y a ella, a Gertrudis, la había criado una negra llamada Bárbara, que en el momento de los acontecimientos estaba casada con un albañil y vivía en Yanaconas. Pues bien, a los 15 años esta pobre niña tan cuidada cayó en desgracia, cuando el honor de la familia los machos la depositaban en la cuca de las pobres mujeres y ay de la que osara disponer de su sexualidad sin el consentimiento de toda la familia. Pues ella pecó y echó a rodar la dignidad de aquella ilustre familia por los suelos y para que no le mataran a la criatura se fue a refugiar al rancho de la negra Bárbara en Yanaconas, que fue la única que la amparó y la tuvo escondida mucho tiempo. Allí se quedó, después de tenerlo todo, viviendo de lo poco que podían conseguir. A los 17 años, con una hija a cuestas, se volvió a dejar engatusar y tuvo otro hijo que se llamó Luis Carlos Villaquirán y eso fue peor para esa pobre niña que no la dejaron madurar. Y el segundo también le falló. La empezó a consumir la pena moral hasta que se murió dejando dos niños huérfanos, sin más amparo que una pobre negra que a su vez tenía cinco hijos. Pues por el niño varón vinieron al fin unos familiares del papá y se lo llevaron a vivir, decía mi abuela, al extranjero. A mi abuelita no le gustaba contar ni recordar pues lloraba cada que se acordaba. Ella quedó, a los cinco años, al cuidado de la negra, la cual tenía un hijo negro como ella. Los demás hijos eran más o menos blancos pues el marido de nombre Rubén era blanco. O mejor dicho, color indio”.

Lo que mi abuela Paulina venía a revelarme en estas notas es algo que yo ya sabía desde hace mucho, pero que así, leído de su puño y letra, cobraba una dimensión nueva, más determinante si cabe. Mi familia comienza en un embarazo accidental de una señorita de buena familia caucana. La pecadora es expulsada del paraíso de las herencias por mancillar el honor de la estirpe con un hijo “natural”, que es como se les solía llamar a los que nacían por fuera del matrimonio.

La joven Gertrudis, despreciada por los suyos, se va a vivir con su nana, la negra Bárbara, en un rancho pobre de Yanaconas, un caserío a las afueras de Popayán y, después de un segundo desengaño amoroso, muere y deja dos niños huérfanos, un varón y una nena. Al varón se lo llevan a vivir al extranjero y la abuela de mi abuela, Clemencia, crece con la negra Bárbara, como una hija más, en la más extrema pobreza.

“Origin is your original sin”, ha escrito el poeta A. R. Ammons, “el origen es tu pecado original”, unos versos que parecen dedicados a la abuela Clemencia y también a mi abuela Paulina, que se toma el trabajo de poner aquel relato por escrito en su cuaderno para conjurar ese pecado, para romper con algo que se sentía como una maldición familiar –el bastardaje, los hijos “naturales”, sin acceso a las herencias, sin derechos territoriales, sin educación, cosas que se repitieron con precisión mecánica en las siguientes generaciones–, y en últimas, pienso ahora, para darme a elegir mi linaje, nuestro doble linaje como una línea discontinua y orgullosamente quebrada, a ratos fantasmal. Porque somos los hijos de la desgraciada Gertrudis, claro, la jovencita de buena familia que halló una muerte prematura tras ser amputada como una rama podrida. Pero somos también –y por encima de todo– los hijos de la negra Bárbara, cuyo apellido nadie recuerda. Mamá Bárbara. La que hizo posible que sobreviviera la abuela Clemencia y toda su estirpe de mujeres solteras, modernas y liberales que supieron hacer su vida de proletarias ilustradas sin falsos prestigios, sin apellidos, sin peones, sin tierras. Gracias a Bárbara existieron la hija de Clemencia, llamada también Bárbara, y finalmente mi abuela Paulina.

Bárbara, con toda seguridad hija y nieta de esclavos, dejó su huella en el carácter de todas esas mujeres.

A vos y solo a vos, Bárbara, que nos enseñaste a hablar, que nos enseñaste a estar en el mundo, a meter el cuerpo entre otros cuerpos, te lo debemos todo.

El fantasma

Los linajes son un elemento esencial de las mitologías nacionales y a menudo en la literatura latinoamericana ha sucedido que las dos cosas –dinastía y patria– aparecieron juntas bajo el signo de una condena que va más allá de clases sociales y apellidos. Se trata de una condena cósmica, tan primitiva, tan sacada de la noche de los tiempos que no la vemos venir, a pesar de que se nos anuncia con toda clase de indicios. Desde las novelas de familias santiaguinas de José Donoso hasta la portentosa El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza, pasando por Pedro Páramo, Cien años de soledad o, más recientemente, por la virtuosísima Temporada de Huracanes, de Fernanda Melchor, para poner solo algunos ejemplos, se exploran las distintas manifestaciones de aquella condena propia de unas culturas compuestas que sufren en su vano intento de convertirse en comunidades atávicas. Por otro lado, Glissant detecta en Faulkner –abuelo (i)legítimo de los novelistas latinoamericanos– otra figura de nuestro trauma: la imposibilidad de fundar, la fundación imposible, el imposible de la fundación, que a su vez da lugar al viaje errático. Y desde luego, uno puede experimentar ese viaje errático como una nueva faz de la condena, pero también es posible transformar esa errancia en una alternativa al sistema de dominio territorial, ejemplificado para Glissant en el juego del fútbol americano, donde hay que ir ganando terreno palmo a palmo, trazando una y otra vez las fronteras entre lo propio y lo ajeno. “El viaje errático”, dice Glissant, “consiste en lo contrario: en la capacidad de mantenerse en vivo suspenso, lejos de certezas fundadoras y sistemáticas; es la pulsión de los héroes épicos hacia exteriores que reforzarán la raíz o compensarán su ausencia. Pero, ¿cómo? Afirmando o sugiriendo que la raíz y la ausencia son el mismo sostén, que el arraigamiento no debería ser excluyente ni permitir la proyección directa, el impulso de conquista. Precaución (el viaje errático como vértigo del arraigamiento) que los grandes libros fundadores establecían, y que sus adeptos en seguido olvidaron, reteniendo tan solo la parte excluyente que esos libros manifestaban”.

He aquí, en unas pocas líneas, un plan de fuga para evadirse de la Gran Condena Cósmica que la literatura latinoamericana, atrapada en una absorción acrítica de la metafísica de Faulkner, sigue reforzando como nuestro Destino Manifiesto, como relato único que subyace a todos los relatos.

No sé si tenga mucho que ver, pero por alguna razón me parece pertinente contarlo ahora, a manera de cierre o de fuga, quizás.

Corría el mes de febrero de 2007 y viajaba en un autobús de regreso a Ecuador, después de haber hecho un largo viaje por el Pacífico colombiano. Mi plan era llegar a Quito y tomar un vuelo a la mañana siguiente que me llevaría de vuelta a Madrid. En la frontera de Rumichaca no tuve ningún problema. Simplemente me bajé del autobús, tomé un taxi que, por un par de dólares, me condujo hasta la terminal de transportes de Tulcán, en suelo ecuatoriano. No hice sellar mi pasaporte porque en aquella época tenía en España estatus de refugiado político (esa es otra larga historia) y si las autoridades notaban o siquiera sospechaba mi ingreso a Colombia habría perdido automáticamente mi condición de asilo. De modo que había pasado ilegalmente una temporada en mi propio país y ahora me encontraba cruzando una frontera que supuestamente no debía traspasar, so pena de convertirme en una especie de fantasma jurídico.

Compré un asiento en el siguiente autobús que partía en dirección a Quito. Por unos instantes tuve miedo de que alguno de los muchos policías que andaban por allí me pidiera mis documentos, pero fui sistemáticamente ignorado. Mi cara no debía de despertar sospechas. Al fin y al cabo, podía pasar por un turista cualquiera, con mi piel blanca y mi cara de portugués o de italiano promedio. Por unos segundos incluso me alegré puerilmente de aquel privilegio racial. Una vez que el autobús se puso en marcha volví a sentirme seguro. La huida seguía su curso. Recosté la cabeza en el cristal de la ventanilla y me adormilé con la imagen soñolienta del paisaje andino, con sus ordenados y florecidos cultivos de papa. Así, en ese estado de letargo, pasó casi una hora de camino.

De repente, el autobús se detuvo. Había un retén de la policía de carreteras ecuatoriana. Nos pidieron que enseñáramos nuestros documentos. No tuve tiempo de reaccionar o de preparar una táctica de evasión. El agente que examinó mi pasaporte sospechó de inmediato. Fui la única persona obligada a bajar del autobús. Abrieron el maletero para revisar mi equipaje. Tenía el corazón desbocado, respiraba con dificultad y la voz me salía muy aguda cuando respondía a las preguntas agresivas de los policías.

Todo lo que vino después lo recuerdo en brochazos, sin ninguna claridad en el orden de los sucesos. Veo mi maleta abierta en el suelo, dos agentes arrojando por los aires el contenido, toda mi ropa, mis libros, mis papeles. Otro agente arrancándole hojas a mi pasaporte. Carcajadas de maldad y resentimiento en las que me pareció escuchar la música de la Condena. Usted no puede estar aquí, repetían, usted está infringiendo la ley. Yo me defendía tímidamente: estoy en Ecuador, tengo todo el derecho a estar en Ecuador. Sí, pero usted estuvo en Colombia, me respondían, usted estuvo ilegalmente en Colombia y eso no es legal. Me recuerdo llorando, tratando de negociar, lágrimas de rabia y de impotencia y de asombro por el odio para mí inexplicable que estos policías me demostraban. ¿Y a ustedes qué más les da lo que yo haga?, imploraba, fui a ver a mi familia, fui a viajar por mi país.

En esas apareció un superior y las risas de maldad cesaron al instante. Por un momento pensé que me había salvado, pero aquel personaje era aún peor que los otros agentes. El hombrecillo, un señor de unos cincuenta años, incapaz de sonreír, me llevó a un costado de la carretera y me dio dos opciones: o les daba todo mi dinero o meterían cocaína en mi maleta y me llevarían preso, condenado por narcotráfico. Le van a caer, como mínimo, diez años de cana si no nos colabora. Y por supuesto, colaboré. Les di, o mejor, me quitaron todo lo que tenía, incluida la billetera con mis tarjetas del banco.

Luego me llevaron a un galpón con techo de zinc donde funcionaban sus oficinas ambulantes y allí me tuvieron esposado durante un par de horas. Querían asegurarse de que no llevaba nada indebido en mi equipaje, dijeron. Mi capacidad de protesta había desaparecido por completo, ya ni siquiera lloraba. Me habían sentado delante de un escritorio cubierto de papeles y yo sentía cómo mi interior se iba endureciendo a medida que pasaban los minutos.

Por fin apareció uno de los agentes y me quitó las esposas. Su maleta está ahí afuera, dijo, váyase rápido y no vuelva por aquí nunca más. La próxima lo encanamos por narcotráfico, como hacemos con todos los colombianitos como usted.

Lo siguiente que recuerdo es que me dejaron subir a un autobús. Había encontrado, como por milagro, quince dólares olvidados en un bolsillo interior de mi chaqueta. Con eso logré llegar a Quito, registrarme en un hotel de mala muerte del centro y llamar a mis padres en Colombia para contarles lo que acababa de sucederme.

Horas después todavía me temblaban las manos. Mi madre tenía amigos en Quito. Así conseguí que me prestaran 100 dólares con la promesa de que, al llegar a Madrid, les devolvería el dinero a través de un giro de Western Union.

Esa noche, después de comer en una chifa, me metí a mi habitación del hotel y pasé horas inmóvil, sentado en un sillón de cuero barato. Sentí que, sencillamente, necesitaba quedarme quieto, escuchando mi respiración, la vibración de las luces eléctricas, los sonidos extraños que llegaban de otras habitaciones. Sobre una mesita aledaña reposaba mi cámara digital, un modelo viejo y pesado de mala calidad que los policías no quisieron llevarse. Supongo que debí de manipular sin querer algún botón. O al menos no recuerdo haber tocado la cámara en todo ese rato que estuve allí sentado. Unas horas después, pero a esas alturas ya nada podía sorprenderme, descubrí que la cámara había tomado por su propia iniciativa, sin que mi voluntad mediara en ello, esta fotografía:

juan cadenas no retorno | Rialta

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JUAN CÁRDENAS
Juan Cárdenas (Popayán, Colombia, 1978). Escritor y traductor colombiano. Ha escrito novelas como Zumbido, Ornamento y El diablo de las provincias. Ha traducido a autores como William Faulkner, Gordon Lish, Muriel Spark, Norman Mailer, Nathaniel Hawthorne, Thomas Wolfe, Eça de Queirós o Machado de Assis. Entre 2008 y 2010 gozó de una beca de creación en la prestigiosa Residencia de Estudiantes de Madrid. Su novela Los estratos obtuvo en 2014 el Premio Otras Voces, Otros Ámbitos a la mejor novela de culto (escrita en castellano y publicada en España el año anterior).

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