Buenas tardes, yo voy a hacer una brevísima reseña del Lorenzo García Vega que yo conocí. No se trata de un anecdotario, sino de una especie de rememoración de aquellos rasgos que yo considero fundamentales para definir a Lorenzo García Vega. Yo tuve una amistad con él no tan extensa como intensa: personalmente, y después a través de correos. Hablábamos de sus sueños, de sus terrores, de sus experiencias desagradables, rara vez de alegrías; aunque él, en el diálogo personal, me transmitió, en muchas ocasiones, momentos de euforia, momentos de bienestar interior.
Él no era un hombre para estar recibiendo con frecuencia complacencias. Le gustaban como a todo el mundo, pero no era receptivo, o la realidad no le ofrecía con frecuencia motivos de una alegría importante, grande. Él estaba poderosamente marcado por una neurosis que, como en todo el mundo sucede, viene de la infancia. Eso era realmente una muralla que hacía inaccesible lo que podríamos llamar más o menos –de manera cursi– una dicha en grande o una dicha inefable. Siempre vivió temeroso, angustiado, hacia adentro, con una mirada muy poco capaz de proyectarse hacia afuera.
Yo voy a hacer ese brevísimo resumen y a tratar de comunicarles a ustedes algo que Los años de Orígenes les va a comunicar de manera insuperable: quién fue Lorenzo García Vega. Ustedes lo van a leer ahí cuando se avienten con esas reflexiones y esas historias que, como dice Juan Manuel Tabío, son excesivas en ocasiones –no siempre–, son, en cierta medida, injustas por excesivas, pero también son muy realistas y muy iluminadoras, no sólo de un contexto sino también de personas que estaban en ese contexto. Ahí él relata la conducta de un –yo puedo decirlo ahora– personajillo, temido, no en el plano político ni en el plano de la represión, no, nada de eso, en el plano personal. Por ejemplo, trabajadores que iban ahí, al Instituto de Literatura y Lingüística, a buscar una plaza y preguntaban lo que todo el mundo pregunta en esos casos: el horario, si es muy rigurosa la entrada y la salida, qué tal el almuerzo, y había otra pregunta: “¿y Fulano?”. Es decir, cómo se comporta esa persona con los demás trabajadores, qué puede pasarme a mí si entro ahí a trabajar con ustedes. Esa persona aparecerá con mucha frecuencia ahí con un nombre cambiado y fue para Lorenzo algo capaz de inquietarlo y de desasosegarlo con una facilidad pasmosa.
Es una síntesis, les decía, y desde luego hablar de Lorenzo García Vega sería cuestión de muchísimo tiempo. Se fatigarían ustedes, me fatigaría yo, y la luz que van a obtener de esa posibilidad de comunicarles una esencia la pueden obtener leyéndolo a él. Ahí se van a dar cuenta de obsesiones, estados de ánimo, qué provocaba un estado de ánimo lo suficientemente fuerte para que él se desasosegara. En fin, voy a hacer un retrato rápido y que espero que sea sintético.
Allá por el año 1967 empecé a trabajar en el Instituto de Literatura y Lingüística y me fue presentado Lorenzo García Vega, por entonces empeñado en la tarea de hacer fichas de autor para un diccionario de la literatura cubana que aparecería trece años más tarde. Después de esa presentación estuvimos unos días sin dialogar hasta que en una ocasión, al calor de una reseña que mi tía, Loló de la Torriente, había escrito a propósito del Premio Nacional de Literatura que le dieran a García Vega por su novela Espirales del cuje (1952), me abordó y comenzamos a conversar. No podía yo sospechar que estaba frente a un escritor de tantas lecturas extraordinarias y de tantos conflictos de naturaleza diversa, un autor que con el tiempo habría de ser una figura justamente apreciada, cosa que no había logrado por entonces con el par de libros que había publicado, el poemario Suite para la espera (1948) y la mencionada novela. Nuestro diálogo, ya más frecuente, se fue abriendo hacia temas muy diversos, yo siempre en actitud de oyente y él con una timidez de la que no podía desentenderse, con los silencios que ese rasgo provoca. No eran muy dilatados esos diálogos, pero sí muy sustanciosos. Ahí empecé a conocer autores y libros de los que nadie me había hablado nunca, a pesar de que ya yo no era un adolescente y me había graduado de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana.
En esos diálogos con Lorenzo fue donde yo realmente empecé a percatarme de qué era la literatura y dónde estaban los grandes autores.
Cuando la inquietud o una leve angustia entraba en García Vega se le veía pestañear y le cambiaba el rictus de la boca, nada llamativo, pero visible, indicio de que algo no funcionaba bien para él en la realidad. Esos fueron sus gestos cuando me habló acerca de Lezama y los miembros del grupo Orígenes, e igualmente cuando me refería algún problema de la realidad laboral, como el anuncio de que había un trabajo voluntario en el campo, acontecimiento relativamente frecuente por entonces. Me hacía preguntas de mi familia, de mí, de los libros que yo leía, y en no pocas ocasiones lo vi, ante mis respuestas, con una leve sonrisa en el rostro y esos gestos de que hablé, lo cual quería decir a todas luces que lo que yo le estaba diciendo le creaba una sensación un tanto indescifrable para mí, pero que no me parecía de rechazo. Cuando me invitó a su casa pude conocer a la madre, un personaje inusual, muy acogedora, de conversación muy grata, en la que una vez me confesó que ella se había leído, a la par de Lorenzo, los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido, esa monumental novela que Lorenzo leyó varias veces, tantas como le exigió su obsesión proustiana.
Él vivía obsesionado con En busca del tiempo perdido y volvía y volvía y volvía sobre los tomos sin detener el asombro que aquellas páginas le producían. Esa minuciosidad extraordinaria de Proust lo envolvía… Es el lector más extraordinario que yo he conocido. En lo cual tiene que ver mucho esa obsesividad de Lorenzo buscando detalles. Sobre todo, era un lector admirativo, que sabe deslumbrarse.
Lezama siempre usaba una frase que le parecía típica de la decadencia: nihil admirare. Personas que no se admiran ante nada. Aunque esté ocurriendo ahí el apocalipsis, lo ven con la fría indiferencia del que ve llover. Lorenzo era la antítesis de todo eso. Él sentía una viva pasión por los libros que le gustaban, y eran muchos esos libros. Lorenzo había leído, como dice Vitier de Marcelino Menéndez y Pelayo, de manera esteparia, infinitamente.
Se le sentía incómodo cuando me hablaba de los origenistas, movía nervioso la cabeza de un lado al otro y tamborileaba con el dedo sobre la mesa. No soportaba la conducta de sus colegas del grupo ante ciertos eventos de la vida y le mortificaba lo que consideraba el “ceremonial de Orígenes”, con el que, decía, quieren desentenderse de la realidad y crear otra falsa, inauténtica. No podía aceptar el rechazo que Lezama y Vitier le hacían a Freud, uno de los maestros indiscutibles para García Vega en tanto revelaba una verdad oculta, enmascarada, que venía a desnudar nuestras falsas vestimentas. Sus vivencias tempranas en Jagüey Grande, su pueblo natal, distorsionaron su existencia de un modo que él pudo transformar en una obra magnífica.
Esta obra, que presentamos ahora [Los años de Orígenes], y todas las demás, están marcadas profundamente por esas neurosis que en otros permanecen olvidadas o tiradas al vacío, o se convierten en desesperaciones. Él, sin dejar de tener esas desesperaciones, logró una obra poderosa, fuerte, lúcida, extraordinaria.
Desde Jagüey se trasladó a La Habana en un tren infernal en 1936 para ingresar en un colegio en el que los curas provocaron en él –o quizá sería más exacto decir que incentivaron– una neurosis que nunca lo abandonaría y que surgió, como tantas veces ha sido demostrado, en el ámbito familiar, con un padre sumergido hasta lo indeseable en la politiquería de la época, otra experiencia que siempre interpretó como una falacia, una neurosis revivida más tarde por su amistad con Lezama y con Vitier, católicos practicantes, y sin embargo, no tanto en su amistad superficial con el Padre Gaztelu, quien no llegó por ello a ser su amigo cercano.
Lorenzo siempre vivió en secreto condenando a aquellos curas de aquellos colegios. A otros niños no les pasó nada cuando trataron con esos curas, pero a Lorenzo sí. No vamos a hablar de culpabilidades, sino sólo de experiencias. Siempre recurría a esos recuerdos y me comentaba experiencias que después puso en sus memorias. Aquella experiencia en que los niños tenían que lanzarse a la piscina, por ejemplo. Él no podía lanzarse a la piscina y había un cura endiablado que le decía que tenía que lanzarse y lo empujaba. Aquello marcó profundamente a Lorenzo.
Aquellas vivencias estaban presentes también en su convivencia con los investigadores y el personal dirigente del Instituto de Literatura y Lingüística, no obstante las diferencias de contexto. Casi todo lo que las páginas de este libro nos dicen son una verdad profunda, si no en todos los detalles, sí en una dimensión esencial, nos entregan una visión de aquel lugar que formaba parte de la amplia realidad social de la nación. Fui testigo de algunas de las referencias que nos cuenta, en especial relativas a personas concretas que desplegaron allí una conducta que hoy puede recordarse como indeseable.
De todo ese rebumbio, como diría él mismo, surgiría Los años de Orígenes, un libro fuerte, tenso, auténtico, desentendido de la búsqueda de bellezas formales, escrito como una catarata de continuas obsesiones, recuerdos amargos, rostros y acciones que habían dejado en él una huella profunda que lo obligó a expresarse sin miramientos contra esto y aquello, tal y como vemos en Rostros del reverso y en El oficio de perder, voluminosa acumulación de inconformidades y angustias que nos entregan una singular personalidad de las letras cubanas y latinoamericanas. Así, al final de Los años de Orígenes hay un sentido y sustantivo homenaje a Lezama, a quien García Vega reconoce como un gran maestro, su maestro más allá de neurosis y recuerdos coléricos, el maestro que sin conocerlo le dijo en una librería de La Habana Vieja al verlo entrar, adolescente, en busca de libros: “Muchacho, lee a Proust”, frase con la que se inició una vida literaria y personal que hoy agradecemos todos los que disfrutamos los buenos libros, los libros vigorosos y genuinos.
En una de las ocasiones que viajé a México hablé por teléfono previamente con Lorenzo y me dijo que cuando estuviera allá lo llamara para ir él a encontrarnos y conversar largamente. Hacía creo que más de cuarenta años que se había ido de Cuba, lo llamé y me dijo que lo sentía mucho, pero que no viajaría porque sus neurosis no lo dejaban tranquilo. Fue la última vez que hablamos sin correo electrónico. Yo sentía que tenía una deuda de afecto con él, y entonces se presentó la ocasión de hacer algo con su obra y preparé un volumen de su poesía con prólogo mío que apareció en Torre de Letras, de Reina María Rodríguez, y más tarde en Ediciones Matanzas. Ahora estoy aquí ante ustedes leyendo estas palabras acerca de mi amigo, y me siento más tranquilo porque creo que de esas dos maneras saldo con él esa deuda de cariño y de una amistad tan importante para mí, aunque esa deuda sea en realidad impagable.
Él tenía un cierto grado de acidez en determinadas situaciones y me contaba anécdotas –que no voy a repetir porque implican a personas–. Me decía: “No, es que Fulano… No puedo soportar eso”. Es decir, Fulano no está viendo lo que está pasando, no quiere ver lo que está pasando, porque su percepción se hace rígida. Eso lo molestaba y lo hacía decir, no chistes, pero sí frases muy ácidas. Yo no recuerdo si en las prosas estas de rememoración hay algún caso de humor. Por ejemplo, cuando él habla de ese personaje de Literatura y Lingüística (y de otro que también ahí se menciona) que aborrecía, hay amargura, hay ironía, pero no hay juego de humor, no hay un léxico humorístico. Él parece que veía eso como una cierta complacencia: no eres digno de que haga un chiste de ti. Algo así. Es muy oscuro todo eso, estamos entrando en una selva oscurísima. Él no estaba en disposición de usar el humor, la ironía sí, pero una ironía que tenía detrás una cierta dosis de acidez. Él era un caso, era una psicopatía muy compleja. Era un personaje muy muy singular.
Lezama, por el contrario, no era así. Lezama tenía frases… Por ejemplo, objeta a un crítico que muchas veces no sabe lo que dice, y escribe: “algunos críticos de teclado ligero”, para decir que su crítica no tenía profundidad. Lorenzo no hubiese usado ese término, probablemente ni hubiera hablado de esa persona, no era lo suficientemente digna para que él hablara, pero cuando se trataba de otras cosas que lo cargaban más… yo no lo recuerdo diciendo chistes. Los chistes los hacía para burlarnos de Fulano, reírnos de Mengano. Nos reíamos mucho, como se reían ellos de nosotros también, pero era en esos planos, no era en el plano de las ideas, ni en el plano de la estética, digámoslo así.
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Lorenzo era, con Piñera, la negación de Orígenes. Y eso está muy bien, que los grupos no sean herméticos, que haya fisuras o discrepancias. Él es la otra versión de la negación, en un plano distinto al de Piñera, aunque Lorenzo se guardaba más. Por ejemplo, Lorenzo discrepaba de las tesis de Vitier en Lo cubano en la poesía. Lorenzo asistió a las conferencias (porque fueron conferencias antes de ser libro) y me decía: “Yo estaba sentado ahí y yo discrepaba de todo eso”, pero no lo decía, si lo decía era en ese ámbito, pero no escribía. No sé si por cortesía con el amigo o no sé si por temor a no ser lo suficientemente claro. No se comunicaba en el plano intelectual y, sin embargo, tenía importantes discrepancias con los procederes, con los pensamientos o con las tesis de Vitier. En la interpretación de los poetas, él discrepaba. No sé en qué, nunca me lo confesó. En ese momento, él no comunicaba su discrepancia, al menos explícitamente.
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Yo lo dije antes, y lo dice Lorenzo al final del libro, para él, Lezama era un extraordinario maestro, más allá de las opiniones sobre Freud, más allá de la máscara, más allá de la vestimenta fingida, más allá de las maneras, de los supuestos Versalles que aquí no había Versalles ninguno, más allá de todas esas discrepancias, esas diferencias […]. Lorenzo no aprendió así de ninguno. Decía siempre que no era partidario de los “grandes padres de continentes” y cuando dice eso uno piensa en Goethe, por ejemplo, que es un autor abarcador, gigantesco, que abarca todo un siglo. Él prefería el autor pequeño, Chesterton, por ejemplo. A Borges le pasa algo parecido, Borges no aceptaba a esos grandes padrazos. Lorenzo igual, se iba por autores muy menores, no aceptaba ese magisterio del grande al que todos tienen que ir. No aceptaba al gran padre, la gran madre de la creación literaria. Lezama era también un maestro de esas pequeñeces, hay que ver la cantidad de libros que leyó Lezama, la cantidad de libros menores.
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Yo quiero decir algo más, quiero agradecerles el haberme invitado a estar hoy aquí con ustedes para rememorar a esa figura que algunos bobitos desprecian por ahí, no sé sustentados en qué. Bueno, sí sé en qué, en cierta envidia y en cierta manera de ver la literatura de manera pueblerina, y qué han dicho en presencia mía: “Noooo, la obra de García Vega…” Yo les respondería: “No, la obra tuya…., que no llega a ninguna parte, no sale del ámbito de tu cuarto, de tus cuatro amigos, y no llega a ninguna parte”. Además, ahí hay un viejo rencorcito: el talento despierta rencores, despierta envidias. Y cuando vamos a los textos que estos personajillos –que no voy a nombrar, desde luego, sufriría de persecuciones luego yo por La Habana– han escrito nos defraudamos, nos decimos: “y esto qué cosa es”, “qué se pretendía con esto que esta persona escribió aquí”. Uno de ellos decía: “No, pero realmente en Lorenzo no hay nada”. No se autoanalizan, no miran hacia adentro.
Yo creo que esta repercusión que ha comenzado a tener la obra de García Vega, leída por mucha gente, de muchas edades distintas y muchas latitudes distintas, es un merecido homenaje a un hombre que trabajó con un tesón extraordinario, de una riqueza extraordinaria. Hay muchos escritores hoy en día, con los que converso, y uno los mira un poco hacia adentro y se da cuenta de que no han leído nada, ni los periódicos. Sin embargo, se sientan a escribir con unas pretensiones… Hay talento, por supuesto, Rimbaud no había leído mucho, no había leído tanto, y dejó una obra inmortal, una obra estremecedora, de una grandeza incalculable, pero eso es un caso.
Lorenzo había leído, como les dije hace un rato, de una manera voraz, asimiladora, buscando riquezas que muchos no veíamos en esos mismos textos, y sobre todo dando lecciones de capacidad de aprehensión. Por ejemplo, él se obsesionó con Vallejo en una época, y de esas enseñanzas de Vallejo y de otros poetas apareció el libro Suite para la espera, el libro cubano surrealista más grande, que no ha habido muchos, pero hay otros que dicen por ahí: “No, el libro ese de Juanito No Sé Qué”. No es verdad. Lorenzo siempre tuvo enfrente, sino detractores, sí marginadores, lo querían poner a un lado. Lezama no se equivocaba, o se equivocaba poco, y vio en él un talento extraordinario. Después de Suite, escribió la novela Espirales del cuje, una novela singularísima, extraña, que tiene una modernidad muy particular…
Siempre me ha admirado, me ha llamado mucho la atención, que un grupo tan importante, sobre todo en el plano teórico, como es el grupo Diáspora(s), asimiló a Lorenzo García Vega como un diaspórico más, lo asimiló como un autor que estaba en la línea de lo que ellos pretendían traer a la literatura cubana. De ahí que LGV escriba el prólogo de Memorias de la clase muerta, que es la antología de ese grupo. De ahí que un diaspórico tan brillante y tan lúcido como Carlos Alberto Aguilera sienta una pasión tan viva y tan enérgica por la obra de Lorenzo García Vega. Ponte lo estima muchísimo también, y otros autores que se mueven en una modernidad que aquellos críticos y aquellos censores de García Vega ni sospechan que existe. Y no se trata de que hay que ser moderno a toda costa, sino de que hay que ser un gran escritor para decirle a Lorenzo que no es un gran escritor o que es un escritor que pasa inadvertido. No, son ustedes los que pasan inadvertidos, a pesar de miles de publicaciones y de viajes a la luna y de todo eso. Nada de eso queda como ha quedado y va a quedar la obra de Lorenzo García Vega.
Me alegra que la presentación se haya podido efectuar sin contratiempos. Favorece la diversidad de puntos de vista. Honra a Enrique el reconocimiento del magisterio de Lezama Lima en el ICLL y en Trocadero 167, a donde ya había sido invitado a finales de los sesenta, a conversar sobre Proust con Lezama, como bien recuerdo.
mi amigo del alma