Lorenzo García Vega y José Lezama Lima en el parque de la Avenida del Puerto en 1947
Lorenzo García Vega y José Lezama Lima en el parque de la Avenida del Puerto en 1947

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¿Quién se ha atrevido a meterse en la selva de la escritura de Lezama, y desde su espesor de colisiones sintácticas, proferir una sarta de geniales insultos contra el rey de la selva? ¿Quién se ha atrevido a dejar desnudo al rey, independientemente de que dicho despojar de ropas no derroque –mucho menos decapite– al que es monarca por derecho y poesía propios? ¿Quién se ha atrevido, en fin, a ser discípulo y desde esa condición definirse/encontrarse a sí mismo a partir del distanciamiento (veladura) del maestro?

Ni Jorge Mañach con la frase “La admiro a trechos; pero no la entiendo” –apuntando a la poesía origenista, pero en concreto a los poemas de La fijeza–; ni Virgilio Piñera, flaco que quiso comerse al gordo; ni aquel dictum de Heberto Padilla: “hay que dinamitar el fortín barroco de Trocadero”, que resumió el visible costado antiorigenista/antilezamiano de la Generación del Cincuenta; ni, mucho menos, el ostracismo al que se condenó en los últimos años a Lezama por parte de las autoridades políticas y culturales cubanas, lograron quitarle el sitio a la diestra del dios Apolo al poeta de Muerte de Narciso.

Tampoco lo alcanzó aquel precepto de “olvidar a Orígenes”, del Grupo Diáspora(s), recogido por Rolando Sánchez Mejías en su ensayo homónimo. Aquella idea –más allá de lo necesaria e inquietante que resultó para la tradición e intelligentsia cubensis— de “pensar a Orígenes en el olvido, en acto de duelo, o con la prudencia con que alguien aleja sus fantasmas” (Sánchez Mejías), demasiado entrañaba la presencia Orígenes. Era el fantasma que se velaba, y no el que se alejaba. Ocultamiento, mas no parricidio. Todo alejamiento contiene su antípoda: el acercarse contiene en el acto mismo de distanciamiento a la figura de la cual se aleja.[1]

(Podría poner como ejemplo/metáfora del pensamiento anterior, y de hecho lo estoy poniendo/situando, al Angelus Novus de Klee comprado por Benjamin –y que pasara también por las manos de Scholem, Bataille, Adorno, la viuda del primero–, pero este ángel ya ha sido machacado, archicitado, reducido a trivialidades por la torpeza intelectual. De ahí que sea mejor dejarlo en su eterna/moderna imposibilidad de plegar sus alas, en su perpetua contemplación del cúmulo de ruinas.)

No obstante, pensemos que el precepto de Diáspora(s) logró alcanzar su concreción en la historia reciente. Pensemos que también lo alcanzaron, incluso, aquellos que previamente lo intentaron: los ya mencionados, algunos momentos de Cabrera Infante, cierto Sarduy con disfraz de Tel Quel y con la elipse de Kepler gravitando sobre su cabeza a manera de aura… Así y todo, todos ellos quedarían a la saga (sí, incluyendo a Virgilio Piñera) de Lorenzo García Vega, el benjamín de Orígenes, aquel nombrado “Rencor” por Cintio Vitier en sus ya olvidadas memorias-novela De peña pobre.[2]

De Los años de Orígenes a El oficio de perder. Del lapsus temporal/escritural que hay de un libro de memorias al otro, ahí, en esos años de exilio (Madrid, New York, Caracas, Playa Albina=Miami) García Vega emprende justo un viaje definitivo de distanciamiento respecto del influjo lezamiano en su vida y obra, o acaso ambas deberían entenderse como niveles yuxtapuestos de una misma materia: toda su escritura. De ahí que los géneros más dados al autor de Espirales del cuje sean los diarios y las memorias; o, en reinvención/destrucción de los demás géneros literarios, sean sus relatos, novelas, ensayos, y poemas, una escritura atravesada (sostenida en) por la energía e impulso propios de diarios y memorias. “Lo que soy es un colachero, un notario que quiere confesarse. Tratando de explicar este rebumbio, me he pasado toda la vida”, dijo el autor de Vilis en una entrevista.

De Los años de Orígenes a El oficio de perder, García Vega emprende una operatoria de tachadura/veladura de la presencia (fantasma lezamiano) en su obra. Años pos-origenistas en que se lleva a término un exorcismo de dicho fantasma. Una operatoria que, según se señala en Los años de Orígenes, no supieron practicar los propios origenistas con ellos mismos. Toda vez que Orígenes logró una razón de ser, un proyecto de literatura nacional insertada en el universo, como rezaba el aforismo de Lezama que presidió el primer número de Espuela de Plata: “La ínsula distinta en el Cosmos, o lo que es lo mismo, la ínsula indistinta en el Cosmos”; toda vez que Orígenes cumplió su marginal y en cierto sentido heroico destino en “aquella lisura recortada” que era la Cuba republicana, terminó arrastrado/engullido por soles del mundo moral, por una Revolución cubana que para Lezama significó la última de la eras imaginarias y la poesía encarnando en la Historia.

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Los origenistas no lograron exorcizarse a sí mismos. La guillotina revolucionaria no sólo les cortó la cabeza, sino que los vistió con unas máscaras y trajes propios de “bombines”, de fantoches. Por eso leemos lo siguiente en Los años de Orígenes:

Pero creo que ha de comprenderse, a través del relato de estos años de Orígenes, la dificultad y la tensión que implica, bajo una circunstancia como la nuestra, el no acabar enterrándonos con nuestros fantasmas. Pues no se quiso olvidar unos soplos, y estuvo bien que así fuera. Pero la marginalidad de los que vivimos en los años de Orígenes fue una marginalidad de desencarnados, y esto fue peligroso. Pues cuando se es un escritor no-escritor, y no se tiene cuerpo, y no se tiene un paisaje, los soplos, y los fantasmas, pueden convertirse en la única realidad. Es difícil, así, abandonar el tiempo de la circularidad, y afrontar el tiempo de la fe. Lezama, y la mayor parte de los origenistas, no pudo dar ese salto. Es difícil culparlos.

He aquí el discípulo que se atreve a proferir insultos, a juzgar al maestro. Insultos que, si leemos detenidamente el primer libro de García Vega, el poemario Suite para la espera, publicado en 1948 por Ediciones Orígenes, podríamos escucharlos entrelineados. Todavía inmaduros, inconscientes, pero ya están en aquellos poemas, escondidos tras la impronta surrealista y cubista que los sostiene. Mientras Lezama arrastró al surrealismo hacia el espesor de su selva, haciéndolo prisionero/víctima de su voracidad barroca, Lorenzo García ya en los textos de Suite… emprendía un viaje opuesto, desbarroquizante (o quizás de un barroco de reverso, implosivo):

Apollinaire al agua. Fue mi consigna a los veinte años, y caí en la piscina cubista. También, cuando mis espirales del cuje, me puse a machetear sombras cubistas, utilizando machetes. Siempre tentado, aunque no lo parezca, a meterme entre círculos, y cubos. Minimalizar siempre ha sido mi tentación. Por eso no puedo ser neobarroco.

Donde Lezama prefirió un operar envolvente y fascinado, “con su capacidad de envolver cualquier discurso [y poética] ajenos en [su] propio lenguaje, sustituyendo la acometida del espadachín por el movimiento del pulpo”,[3] García Vega escogió ser justamente el espadachín, o, en reacomodo de oficio, el leñador: aquel que a golpes de hacha intenta talar el bosque sembrado/construido por el Maestro. Donde Lezama accede al plutonismo, a las eras imaginarias, a la teleología insular, García Vega tiene que confesar la estructura que sostiene su escritura. Donde Lezama hila una masa de lenguaje tentacular, García Vega minimaliza. Lorenzo García Vega es el notario que da testimonio de la operatoria de su escritura, de los andamios que la sostienen:

O, quizás, más que la forma, me obsede dar, con el hacha, para quedar en la seca estructura, en el hueso último. Pero, no olvides que nunca olvido el sueño (tengo una libretica en mi mesa de noche). Me gusta sumergirme en el sueño y, de inmediato, con vocación de cubista, detenerme, buscando la estructura.

Foto: ʻFrente a la cercaʼ, de Lorenzo García Vega
Foto: ʻFrente a la cercaʼ, de Lorenzo García Vega

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Apuesto por una afirmación que los avatares/derrotero futuros de la literatura ya se encargaran de refutar. O quizás no. Después de la de José Lezama Lima, la obra de mayor riesgo literario (debido a su fuerza formal y transgresoramente connotativa, dadoras de un estilo único en las letras hispanas), más individualmente universal, menos origenista desde su militancia origenista, la obra que más fuerza posee para sacar de su mediocridad cotidiana, influir, a las sucesivas generaciones de escritores, es la de Lorenzo García Vega.

¿En qué argumentos de peso me baso para sostener semejante afirmación?

Ni el maldito y terrible Virgilio Piñera, a quien la crítica ha establecido como el antilezamiano casi por antonomasia, y muchísimo menos los más origenistas de Orígenes (Cintio Vitier, Fina García Marruz, Eliseo Diego…), alcanzaron una expresión estética-literaria que emulara, desde el reverso/la angustia/ la negación, a la obra de Lezama. Para argumentar mi afirmación puedo valerme de dos estrategias: adentrarnos en los textos de los origenistas citados (lo que sería tema para desarrollar en otro ensayo), y/o adentrarnos en los textos de quien nos ocupa en estas páginas.

En Los años de Orígenes se da un proceso de desmontaje de la escritura lezamiana, una práctica donde se tala el barroco bosque lezamiano (más allá de que el espesor del lenguaje del autor de Dador permanezca). Proceso que entraña un desmontaje todavía más atrevido/riesgoso: el desarme de toda una tradición (la cubana) que Lezama genialmente se inventa. Ahí están los objetos/pruebas de dicha invención: los tres tomos de la poesía cubana, una fascinada expresión americana donde hasta Góngora, Quevedo y Lope son tan americanos como el Aleijadinho, unas eras imaginarias, una imago americana testimoniada en los diarios de navegación de Colón. Contra ese legado de invenciones escribe García Vega. De ahí que su ensayo “La opereta cubana en Julián del Casal”, escrita a propósito del centenario del poeta de Nieve e incluida como capítulo en Los años de Orígenes, sea fundamental para entender dicho desmontaje.

Contrario al Casal que hasta Baudelaire envidiaría, y que leemos en la “Oda a Julián del Casal” de Lezama; reverso del Casal teleológico que Vitier configura en su ensayo de Lo cubano en la poesía; García Vega nos revela un Casal desvencijado, rodeado de un imaginario que delataba la inexistente grandeza venida a menos de lo cubano:

Puede quedarnos como enseñanza para su Centenario: títeres, piezas funambulescas, enormes zonas del destartalo, quedan entre nosotros como restos de un pasado oprobioso y lamentable; sepamos, con la iluminación con que hemos podido reconocerlas como motivo de este Centenario, alejarlas también de nuestro vivir, aceptando con todos sus riesgos, que ellas no pueden formar parte de un fabuloso tapiz, ni de ningún juego mágico, y de que denunciando la elección que hagamos para conquistar la cristiana dignidad de la pobreza, dependerá el liberarnos definitivamente de esas fuerzas oscuras que han tenido para nosotros el rostro de lo desvencijado y lo roto.

De la misma manera en que Lorenzo piensa a Casal, piensa a Lezama y a Orígenes. Heredero de “lo desvencijado y lo roto”, Lezama Lima construye/crea su espesa selva barroca para cubrirlos. Y entonces García Vega tala dicho bosque para mostrarlos, develarlos. Para visibilizar el destartalo, el mismo desde el que él empieza a construirse su laberinto, cuyas primeras vigas (andamios, estructura) son Los años de Orígenes. Un laberinto que es lo opuesto a la selva lezamiana. ¡Pero cuidado!, el laberinto de García Vega, a su pesar, quizás, tiene a su Minotauro encerrado: Lezama. Un Lezama con el que su Discípulo ajusta cuentas, pero, como sucede en la tragedia de Esquilo, las Erineas siempre persiguen al asesino.

La voluntad de García Vega en Los años de Orígenes es la de tachar a Lezama, la de velarlo, para así poder construir su laberinto. Sin embargo, toda veladura contiene necesariamente aquello que vela. Toda borradura tiene razón de ser sobre aquello que borra. Como sagazmente señaló Gerardo Fernández Fe: “García Vega, el que disiente dentro de ese Sistema Hegeliano, teleológico y no menos fundador, desde su fragmentariedad y su escritura neurótica no es (y esto no es un reproche) sino hijo –o hermano si se quiere– del mismo gato”. En la medida en que García Vega se distancia de Lezama, nos lo acerca desde el reverso:

Lezama (y desde el fondo los otros) quería este relato mío de lo que pasó, así como he entendido que en mis herejías, Lezama fue, y sigue siendo, mi maestro. [Aunque] no he podido resolver mi rencor con Lezama, puedo terminar el relato de estos años de Orígenes con una comida cubana, en una noche cubana. Allí estaba Lezama, con su alegría salvaje. Eran los primeros años de Orígenes. Teníamos, entonces, la fe en nuestra marginalidad, pero quizás ya sabíamos de esta nieve frente a la cual nos íbamos a encontrar. Y fue algo ingenuo, pero fue algo último. Y sé que Lezama lo supo oír, y quisiera que Lezama lo volviera a oír. Pues le digo a Lezama lo que ahora yo mismo, todos, alguien, puede volver a repetir: “Lezama, nosotros no lo olvidaremos nunca”.

Ya con El oficio de perder pasamos de aquel desmontaje de Los años de Orígenes a la construcción en sí del Laberinto. El Laberinto que se construye pero a la vez se habita. Donde ya no está físicamente el Minotauro, mas sí sus ecos. Otra manera de estar presente. De hecho, la misma operatoria de veladura la acomete García Vega de modo explícito en sus páginas:

Y aquí vendría el momento de hablar sobre Los años de orígenes. Pero llegado aquí, voy a sacar unos trapos morados de Viernes Santo, para tapar a la Imágenes. Creo que esto sea lo mejor. Que todo aquello, hiperbólico e hipostasiante, quede cubierto. ¡A meter a Lezama, a Cintio, a Eliseo, y al que sea, en su nicho, con su trapo morado de Viernes Santo, cubriéndolos! Esta exigencia es la que, al final, encuentro en pasaje del Laberinto que construyo.

Libros como Los años de Orígenes y El oficio de perder cavan en aquella arquitectura de la demolición del ser de la que habló Fitzgerald en The Crack-Up. Desmoronamiento que, sin embargo, deviene hermosa paradoja estética: la apuesta por una escritura de riesgo constante, roedora de sintaxis hasta el logro de la frase que pone en juego el acto mismo de escribir y, por extensión, ese evento ineludible que es la existencia. En las memorias de García Vega nos asisten al menos dos certezas: el lenguaje lanzado a un límite dador de un nuevo idioma sobre las bases del español, y la lectura de un escritor cuyo destino literario es inmensamente superior a lo que le sucede en su vida ordinaria. La experiencia vital se sostiene en el hundimiento, entonces la palabra escrita ahonda en él hasta que escuchamos al escritor golpear el hueso de su propio pensamiento, de su propia materia creativa.

Ambas piezas son “obra[s] de la soledad”, como pretendía Proust. (“—Muchacho, ¡lee a Proust!”, le dijo Lezama a un veinteañero Lorenzo, década de 1940, en la habanera librería La Victoria, según se relata en Los años de Orígenes.)

“Creo que fue triste, y lamentable, aquello de una fiesta innombrable. Y al escribir sobre aquellos años de Orígenes, repito dolorosas situaciones de aquellos años de Orígenes. Una nieve que se derrite”, dice García Vega hacia el final de Los años de Orígenes.

“A veces estoy tan solo, en una Playa Albina donde vivo, que casi es como si, en algunas ocasiones, perdiera el sentido de la realidad”, escribe García Vega al inicio (primeras líneas) de sus memorias.

En ambos libros se oyen cadencias léxicas que delatan una fuerza/energía tan personal, tan última, que colocan al lector ante una experiencia de escrituras visiblemente comprimidas, pero que a la vez se repliegan (indetenibles) en los ritmos interiores que las sostienen. Los dos libros transcurren, en sus más de trescientas páginas uno (Los años), y en sus más de quinientas cincuenta páginas el otro (El oficio), en/desde ese proceso de tensión-distensión. Materia literaria llena de vibraciones inéditas en la historia de la cultura cubana, y bastante más allá. Demoliciones inducidas de resonancias que no permiten el derrumbe, sí la elevación de la letra diferente.

Ahora bien, un escritor que escribe “estoy tan solo”, podría, a lo sumo, como Moisés desde el Monte Nebo, mirar/vislumbrar en la distancia la tierra prometida. La tierra prometida de la soledad, del vacío, sólo se menciona y/o experimenta en la distancia, ya que si se pisara/habitara dejaría de existir/operar la casa del ser: el lenguaje. Mas esto no quiere decir que, en efecto, la soledad no sea percibible. Depende de la capacidad del escritor (del artista) para transmutar en sintaxis y materia literaria esa “soledad” que es capaz de visualizar, escuchar, experimentar. Los grandes escritores tienen la capacidad/el poder de sentarnos junto a Moisés.

El “A veces estoy tan solo, en una Playa Albina donde vivo, que casi es como si, en algunas ocasiones, perdiera el sentido de la realidad”, debe leerse, por un lado, como la confesión desesperadamente serena del escritor, y, en otro nivel, justo como esa imposibilidad habitable/posible (y aquí la paradoja se deshace) de estar solo.

De ambos libros se podría decir lo mismo que señaló Paul Valéry de Pascal: “Una angustia que escribe bien no está tan consumada como para no haber conservado algo del naufragio”. El naufragio, las ruinas que sostienen ambas obras, imposibilitan alcanzar –aunque repito: sí la vislumbran, la vuelven escuchable– esa realidad de la que está hecha la soledad. Maurice Blanchot lo dijo como nadie:

No es necesariamente quien está solo el que siente la sensación de estarlo: el monstruo de la desolación necesita de la presencia de algún otro para que aquella tenga sentido, de algún otro que, por su razón intacta y sus sentidos sanos, haga momentáneamente posible la angustia, hasta entonces carente de poder.

El laberinto en constante construcción, la suma de collages que son Los años de Orígenes y El oficio de perder, ejemplifican dicha imposibilidad habitable de estar solo. (Lorenzo García Vega, como Kafka, como Beckett… nos pone en la piel de Moisés.) La suma (repito: descarnada, implosiva) de citas, memorias de la infancia y adolescencia (Edad de Oro en Jagüey Grande, Edad de Plata en La Habana…), los años de Orígenes, las lecturas, Lezama –devenido Minotauro en su Laberinto–, arrojan hacia los terrenos de lo improbable el hecho de estar solo:

“…desertar dentro de sí mismo” (Vaché). Ser un exiliado interior. Esto puedo sentirlo, pero sólo a medias. Pues puedo sentir, a veces, dentro de mí mismo, que deserto, pero lo que sí no puedo hacer es instalarme dentro de mi desgarrón. No puedo encontrar ese pasillo que comunique a los dos opuestos. No tengo hilo y, por lo tanto, no conozco nada del Laberinto. Así que irme quedando solo. Aprender a que estoy solo. Escribir sabiendo que estoy solo. Escribir solo. Y, sobre todo, saber que escribo solo.

En el caso de García Vega, gracias y a pesar del desasosiego sobre el que se desplazan las palabras, nos desborda esa mente habitada por recuerdos vueltos vibraciones/resonancias secas, por ritmos cargados de obsesiones vitales. Sí: más que los eventos narrados (aunque también), tanto en Los años de Orígenes como en El oficio de perder nos atrapa el ritornelo admirablemente perturbador que provocan sus palabras, colocadas una tras otra en constante riesgo/bronca lingüísticas y sintácticas. Reminiscencias desnudas hasta los huesos, sombras cubistas y collages por el notario (leñador) macheteados:

Aparece por la calle, frente a mi casa, la musiquita del carrito de helados del nicaragüense. El carrito se detiene. Algunos niños, albinos, van a comprar helados. La musiquita, ingenua, del carrito detenido en la calle por un momento, parece que encubre unos soplos, una nostalgia. La musiquita infantil, ingenua, por un momento parece que va a abrir… ¿Qué? ¿Qué es lo que va a abrir? Sin duda, tiene que ser una vieja historia, una vieja historia que tiene que ver con mi encuentro con la poesía allá en los años en que fui un niño prehistórico, en el pueblo Jagüey Grande donde nací.

35 | Rialta
Celebración en Bauta por el Premio Nacional de Literatura otorgado a Lorenzo García Vega por su libro ʻEspirales del cujeʼ, en 1952. Aparecen en la foto: Enrique Labrador Ruiz, Araceli Zambrano, Julián Orbón, Alfredo Lozano, José Rodríguez Feo, Mariano Rodríguez, Ángel Gaztelu, Agustín Pi, Fina García Marruz, Mario Parajón, José Lezama Lima, Gastón Baquero, María Zambrano y Lorenzo García Vega.

3

Hay una foto, la primera del apéndice documental de Los años de Orígenes, en la que están Lezama Lima y García Vega sentados en el banco de un parque. Es 1947. Ambos visten trajes. Lezama está inclinado hacia García Vega, como queriendo abarcarlo con una humanidad que ya empezaba a ganar en libras; por el contrario, García Vega aparece en una esquina de la fotografía, sentado pero erguido, como queriendo marcar distancia respecto de la actitud envolvente y abarcadora de Lezama. De ahí que esta foto pueda pensarse/leerse como eso: como el comienzo de una distancia, de una voluntad de veladura/tachadura del Discípulo respecto del Maestro. El rostro de Lezama es el más definido de la fotografía, es decir, es rostro que se corresponde con “la demente luz que deshoja el tiempo”; el rostro de García Vega es apenas visible, casi un negativo, el rostro del reverso:

Yo nací dentro de los rostros del reverso. Cuando los habité de verdad, lo que hice fue encontrarme –¿encontrarme?– más a mí mismo. He dado tumbos y tumbos, y siempre termino pretendiendo confesarme. ¿Yo me distancié del origenismo? Para enredar la explicación te digo que, cuando estuve, con camisa de fuerza, metido en aquellos Años, siempre estuve distanciado. Estuve con camisa de fuerza, pero distanciado. ¡Aquello, ya lo he dicho, fue de la puñeta!

De Los años de Orígenes a El oficio de perder: finalmente solo el discípulo, en su Playa Albina, en su laberinto (velado, tachado, habitado por los ecos, que no por el cuerpo/presencia física, del minotauro). Finalmente, solo el discípulo, en sus años de Orígenes, en su oficio de perder.

Isla de Richmond, 2013

Lorenzo García Vega y José Lezama Lima en el parque de la Avenida del Puerto en 1947
Lorenzo García Vega y José Lezama Lima en el parque de la Avenida del Puerto en 1947

Notas:

[1] El mismo Sánchez Mejías señaló que ““olvidar” a Orígenes es aceptar que existen los orígenes, y como últimamente hay una lucha feroz contra la metafísica del origen, olvidar es no abolir totalmente la diferencia, firmando un pacto con el tiempo”.

[2] En el libro de Vitier se lee: “Así lo llamaría Kuntius, usando su palabra preferida, Rencor, aunque también se le podía llamar Reverso o Destartalo”.

[3] La frase/idea es de Roberto Calasso (Los cuarenta y nueve escalones), a propósito de Heidegger.

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PABLO DE CUBA SORIA
Pablo de Cuba Soria (Santiago de Cuba, 1980). Poeta, ensayista y editor. Ha publicado los cuadernos de poesía De Zaratustra y otros equívocos (2003), El libro del tío Ez (2005), Inestable (2011), Gago Mundo (2017) y Canto de concentración (2018), y el volumen de ensayo La última lectura de Orlando. Ensayos sobre poesía cubana (2015). En 2016 apareció su texto en prosa Libro de College Station. Reside en Richmond, donde es profesor de la Virginia Commonwealth University. Dirige la Editorial Casa Vacía.

2 comentarios

  1. Para otra ocasión hubiera deseado más de la esquila LGV/Cintio Vitier.
    El lector hermenéutico debe disfrutar tu lectura de la foto que cierra el ensayo usando la metáfora «rostro en reverso» de LGV. La foto abre otro ensayo sobre ese inestable binomio (LL, LGV)

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