Lorenzo García Vega

Estas líneas, tal vez demasiado personales, empiezan con un acontecimiento que no viví en persona, sino por el relato de un relato: el de Mirta Rosenberg y García Helder, que escucharon un día de 1999 o 2000 a Lorenzo García Vega en el Instituto de Cooperación Iberoamericana en Buenos Aires. El Instituto había invitado al poeta dominicano León Félix Batista a Buenos Aires y León Félix insistió en que viajara junto con él Lorenzo García Vega, que vivía en Miami. Al igual que nosotros, la gente del Instituto no conocía a García Vega de nada, pese a lo cual accedieron a invitarlo. Bueno, Lorenzo leyó algo que era un poema y era una conferencia y era un cuento y era una memoria autobiográfica, o sea, era Lorenzo en estado puro. Eso que leyó versaba sobre un recital que había dado en Venezuela, en el que compartía escenario con Gonzalo Rojas. A Lorenzo le tocaba leer después de Rojas. “El octogenario araucano, el Gran Poeta del Cono Sur” (Lorenzo dixit) levantó una ola de aplausos evocando en un largo poema una reciente experiencia erótica “en un cuarto espejado”. Entonces Lorenzo tuvo miedo; se sintió solo, se sintió mudo… Lo del cuarto espejado en la tercera edad lo dejó atónito y los aplausos que los pobres espejos despertaron, todavía más… por lo cual cuando le tocó leer lo primero que hizo en el escenario para conjurar el miedo fue un ejercicio de yoga (si fuera el comentario de una corrida de toros, acá habría que poner “ovación”). A continuación leyó un poema en que los versos estaban separados con barras, y se le ocurrió, cada vez que llegaba a una barra, decir “palito”. “Palito” fue ritmando su lectura, tan lejana del Gran Poeta y la Gran Poesía y todas esas zarandajas que Lorenzo terminó cortando dos orejas y el rabo (otra vez, el comentario taurino es mío, no de Lorenzo). Del mismo modo que había cautivado a su audiencia caraqueña, al contar aquello llevó al éxtasis a sus oyentes argentinos e incluso a sus no oyentes, como yo, que me perdí aquella conferencia y la conocí tan solo por el relato de Helder y de Mirta.

Como en una de esas novelas en que el protagonista se demora en aparecer en persona mientras se van acumulando las cosas que sobre él dicen otros personajes, mis siguientes acercamientos a Lorenzo García Vega también fueron mediados por varios textos que Lorenzo nos dejó para Diario de Poesía y un reportaje que le hizo Rafael Cippollini, que también sacamos en el Diario. ¿Libros? Imposible en Buenos Aires conseguir alguno y solo unos meses después, en un viaje a Cuba, pude juntarme con Los años de Orígenes, publicado veinte años antes en Caracas por la editorial Monte Ávila, dirigida en ese tiempo por Héctor Libertella. Carlos Alberto Aguilera −más conocido como el Chino Aguilera− tenía un ejemplar mil veces leído, lleno de subrayados que, por suerte o por prudencia de Aguilera, estaban en celeste, color que, como es sabido, ignoran las fotocopiadoras. A una fotocopiadora en Centro Habana fuimos con aquel tesoro ajado y celestemente intervenido, y esperamos más de una hora bajo una luz blanca, como de hospital, a que la chica que operaba la fotocopiadora hiciera su trabajo: de ninguna manera, dijo Carlos Alberto, podíamos dejar el libro e ir a tomar una cerveza mientras lo fotocopiaban; obviamente, por temor a que a la chica le quedara tiempo para curiosear el libro, o para llamar a alguien a fin de que lo curioseara. “La Seguridad del Estado −me dijo el Chino− es lo único eficiente de este país”. Por fortuna, o porque otros habían estado en algún momento y por alguna razón en circunstancias parecidas a las nuestras, y experimentado esperas y paranoias semejantes, en el hospitalario local de fotocopiado vendían cerveza. De ese modo, al sugestivo precio de 65 dólares (16 centavos por fotocopia, habanero valor alentado por el monopolio estatal de las fotocopias, más 8 dólares por el anillado −las cervezas no las cuento−) pasó el volumen a formar parte de mi imaginación y de mi biblioteca, en la que permanece como un incunable. En 2012 lo reeditó en un cuidado volumen la editorial Bajo la Luna, fundada por Mirta Rosenberg; más tarde salió en España, etc., pero aquel anillado tiene el aura de lo irrepetible.

Lorenzo Garcia Vega Hector Libertella y yo en la casa de Maria Ines Aldaburu en Buenos Aires abril del ano 2000 | Rialta
Lorenzo García Vega, Héctor Libertella y León Féliz Batista, en la casa de María Inés Aldaburu, en Buenos Aires, abril de 2000 (FOTO Facebook León Félix Batista)

Con los años, fui leyendo todo lo que Lorenzo había publicado, desde los lejanos comienzos de Los espirales del cuje, que compré en la Plaza de Armas de La Habana, hasta Rostros del reverso, Variaciones a como veredicto para sol de otras dudas, Devastación en el Hotel San Luis, Palíndromo en otra cerradura, etc.: ya sólo los títulos hacen un poema. De esta vasta obra, mi libro preferido es Vilis, donde la desmesura que es la marca de fábrica de Lorenzo se desata en un huracán centrípeto, y en un mosaico cubista de escasas 60 páginas se encadenan todos sus grandes temas. ¿Grandes temas? ¿Lo son las cajitas (al modo de las cajas de Joseph Cornell) que siempre regresan, el Sanatorio de la Inmaculada Concepción, la casa de Jagüey Grande, el supermercado Publix? Sí, son grandes temas, que van formando núcleos vívidos como los elementos de un sueño, apenas hilados por un exceso de hilación: como si ese reverbero y repetición en lugar de ahogar las escenas e imágenes, les terminaran otorgando a cada una de ellas una entidad independiente, onírica, inagotable. Las frases parecen no avanzar, o avanzar solo a condición de ir retomando lo que ya se dijo, lo cual es y no es avanzar. Los cortes, por su parte, sirven para introducir de cuando en cuando nuevos personajes y escenarios, que de algún modo contienen a los anteriores, en una suerte de espiral que te transporta más arriba o más hondo en ese mundo alucinado.

Esto, que vale para los poemas y ¿novelas?, vale también para los ¿ensayos?. Son inolvidables los retratos, en Los años de Orígenes, de la joven rica que con la revolución encuentra el pie para tiranizar a su familia y el otro, simétrico, del joven pobre que, también merced a la revolución, se transforma de lavaplatos en Nueva York en mandamás literario en La Habana, sólo porque tiene algún conocimiento de inglés y mucho de la audacia del plebeyo. Y sin embargo hay una continuidad algo difícil de explicar pero imposible de no sentir entre la implacable agudeza política de esos retratos y una mancha de aceite en el pavimento que retorna en casi todos los libros de Lorenzo, con sus reflejos irisados y su impávida, fantasmagórica duración; su presencia, decididamente material, formula una pregunta insoslayable a la vez que se niega a responderla. Personajes, cosas, paisajes, están claramente dibujados, sus elementos no tienen vaguedad alguna, pero el sentido se ausenta sin aviso. Del mismo modo la firmeza con que se planta frente a las pretensiones aristocráticas de los miembros de Orígenes, mostrando su lado provinciano, polvoriento, tiene una conexión misteriosa con el mulato del ingenio Central Australia de Los espirales del Cuje, con los cines de variedades de La Habana y el rutilante Fred Astaire, con el extraño avatar del escritor-no escritor que Lorenzo afirmaba ser, trabajando durante décadas de bag boy en un supermercado de Miami. ¿Cómo, por qué? Devastación en el Hotel San Luis: el mundo en que un Lorenzo en su treintena se ve obligado a despedirse de su hija pequeña a través de un cristal en el Aeropuerto de La Habana, a encontrarse después, a fines de los años 60, ignorado por los jóvenes progres españoles que adoran una revolución cuya deriva dictatorial prefieren ignorar. Ese mundo es el que está devastado, de él quedan astillas como clavadas en la memoria, pidiendo ser evocadas, encerradas en cajitas que podrían ser útiles si se supiera para qué; en todo caso, para no morir sin laberinto, sin haber ahondado en el sentido y sinsentido del universo y de la propia vida.

Lorenzo Garcia Vega lee textos suyos en Texas AM University College Station | Rialta
Lorenzo García Vega lee textos suyos en Texas A&M University – College Station (FOTO Facebook Michael H. Miranda)

En una oportunidad en que Bajo la Luna presentaba un libro suyo (creo que era, justamente, No mueras sin laberinto), nos tocó a Reynaldo Jiménez y a mí presentar a Lorenzo y hacerle unas preguntas. Yo tuve la idea, probablemente estúpida, de preguntarle si no creía que su postura ante Lezama era demasiado dura, si no pensaba que en las pretensiones criollo-aristocráticas de Lezama, al igual que en su pretendido Curso Délfico y su saber universal de segunda mano, había algo de broma. ¡Para qué! Me dio un rotundo “no”, y de allí no fue posible sacarlo. Yo había leído a esa altura mucho a Lorenzo, y estaba en condiciones de saber que nada relacionado con Lezama tenía para él un costado humorístico: Lorenzo había sufrido demasiado con aquella experiencia de Orígenes, y en su relación con Lezama en particular. No era una pregunta tirada así nomás la que podía atemperar su juicio. En una alucinante conferencia sobre Lezama Lima al cierre de un ciclo organizado por Edgardo Dobry en el CaixaForum de Madrid en 2009, Lorenzo volvió sobre el tema a su manera en un texto que uno puede leer cien veces y quedar cien veces pasmado ante una pieza no menor –en su calidad literaria, en su valentía, en su descarnada inteligencia y verdad– a las confesiones de Rousseau o de San Agustín.

Una calurosa tarde de mayo discutimos con Olvido García Valdés, Miguel Casado y Mariano Peyrou sobre los avatares editoriales de la obra de Lorenzo, desde la oscuridad de décadas sin publicar, hasta la reedición de El oficio de perder y la salida de una docena larga de nuevos libros cuando su autor tenía setenta años largos. Olvido sostuvo entonces que a Lorenzo le daba lo mismo; yo, que esa resurrección editorial era un caso de justicia poética, y que había sido algo feliz, para sus lectores, para la marcha general de las cosas del mundo y también para Lorenzo. Él había muerto unos meses antes, por lo cual no había una forma neta de dirimir la cuestión. Tal vez Olvido tuviera razón, pero a mí me gusta pensarlo en un momento feliz de la película, en 2009, en una mesita de un bar de Andalucía, contento y trajeado y de boina, siempre algo tímido, con un bastón en el que apenas se apoyaba pero que le daba un aire interesante. Ahí estaba Lorenzo García Vega: los ojos claros alternativamente serios y pícaros, atentos, invitado por derecho propio a un festival de poesía y rodeado de algunos de los escritores que lo queríamos y admirábamos. No pudo cumplir su sueño, que una vez me contó, de sobrevivir a Fidel Castro, pero tampoco el castrismo pudo silenciar la obra gigantesca del bag boy diabético

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1 comentario

  1. No olvides que Veguita ha padecido de violentas crisis nerviosas que lo hacen aparecer como un sicótico. Dicen que él en Nueva York está alojado en casa de Carlos M. Luis. A quien ni siquiera le contestaba las cartas porque decía “que lo comprometía”, y ahora se aferra con desesperación a esa piedrecita para que lo detenga en medio de la corriente precipitada. Él no le escribe a ninguno de sus amigos, incluyendo a mí, porque dice que quiere romper sus amarras con el pasado. No se te escapará que todo esto es un poco ridículo pues ya Veguita no es el muchacho que nosotros conocimos, tiene ya 43 años.

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