Daniel Díaz Mantilla

Decir que uno se alegra de la concesión de un importante premio a un colega puede sonar extraño, no sólo porque la envidia es una de las malas hierbas que crece con mayor intensidad en el mundo literario, sino porque, por lo general, los jurados terminan descontentos con los veredictos que ellos mismos emiten (no por gusto muchos catalogan el hecho como el fallo) y los lectores sagaces, a la larga, sospechan de todos los premios posibles. Tales razones podrían indicar que uno disfruta estas adjudicaciones ya que, en el fondo, lo posee el torcido deseo de que los jurados anden descaminados y de que los lectores no premien al libro o autor en cuestión con su beneplácito.

No obstante, yo, que pretendo no ser envidioso (sobre todo porque el que envidia resulta quien más sufre), y que, encima, apenas creo en los premios literarios de ningún tipo (pues me consta cómo muchas veces son fruto del cabildeo, el lobby o, en el mejor de los casos, de la tendencia del jurado a irse por lo trillado a la hora de decidir), he de confesar mi alegría cada vez que a Daniel Díaz Mantilla le han conferido alguno, pues eso me ayuda a ilusionarme con la idea de que el panorama de nuestra crítica literaria no es tan desolador como me parece, y de que aún quedan entre nuestros lectores especializados quienes no se van detrás de los oropeles que nos vende (y nunca mejor dicho) el mercado (lo de internacional sería una perogrullada pues hablar de un mercado del libro en Cuba es un gesto de mal gusto) y pueden leer la literatura por lo que está escrito en las páginas y no por las cantidades de premios, reseñas o ventas que acompañen a lo que un libro dice o propone o pregunta.

Me alegro porque presumo que alguna de esas sea la oportunidad para ubicar el nombre de Daniel Díaz Mantilla donde hace rato debía de estar: en la escasa lista de los escritores cubanos en verdad atendibles en los últimos años. Y esto debía ocurrir no sólo por sus formulaciones estilísticas, que son variadas y certeras, sino por la profundidad conceptual (que, sabemos algunos, da origen a las formulaciones estilísticas) con que se acerca a la literatura como un hecho total, sin distinción de generaciones ni de épocas ni de otras de esas divisiones muchas veces falaces (género, raza, preferencia sexual, partido político, etc.) que los historiadores y críticos literarios arman para tratar de que los demás entiendan mejor las cosas; es decir, para que las entiendan como ellos quieren que sean entendidas al servicio de tal o más cual grupo de poder o de presión.

Me gustaría comentar un hecho curioso. Hace varios años circuló por el ciberespacio una especie de canon de la narrativa cubana más reciente (los diez mejores libros y los diez mejores autores); y aunque en aquel “canon” había varios escritores importantes de nuestra literatura, lo terrible era que entre ellos y sus respectivas poéticas existía un pernicioso aire de familia, mientras quedaban fuera de la nómina otros muy intensos y provocadores, indagadores en asuntos esenciales, no ya de la escritura, sino de la cosmovisión, del posicionamiento ante la realidad y de la actitud ante la vida y la literatura que de ese posicionamiento se deriva, los cuales simplemente fueron pasados por alto de una manera más o menos fácil por los “canonizadores”. Por supuesto, aquella lista no constituía en realidad el canon de la narrativa cubana ni mucho menos (ninguna lista lo es porque si algo bueno tiene el canon es que siempre anda sujeto a cambios y a reinterpretaciones), sólo me indicó un síntoma de lo que estaba sucediendo: en ella no había nombres como Alberto Garrandés, Jorge Enrique Lage, Dazra Novak, Anisley Negrín o Daniel Díaz Mantilla; o sea, los de aquellos escritores tal vez más “experimentales”, menos apegados a maneras mercantiles de entender el arte de narrar. Unos meses después, en una entrevista que me hiciera Raúl Flores para El Cuentero, comenté el asunto y expresé mi preocupación acerca de que la visión general de la narrativa cubana coetánea apuntara hacia una línea en que determinados vericuetos de la cubanidad y de la cubanía, así como algunas marcas estilísticas apoyadas en el empleo del lenguaje popular, la expresión coloquial y el juego intertextual, y, por supuesto, un cuño de carácter ideopolítico basado en una simuladamente impetuosa carga de denuncia social y de críticas al gobierno cubano, fueran a convertirse en los valores fundamentales para jerarquizar un libro de narrativa en Cuba (y fuera de ella).

Por suerte, no ha sido el caso de Díaz Mantilla, a pesar de que su carrera literaria se ha cimentado –¡vaya paradoja!– en la obtención de diversos premios dentro del ámbito cultural cubano, a partir del cultivo de cuatro géneros: la poesía, el ensayo, el cuento y la novela. Obtuvo el premio Calendario en 1996 y el premio Abril en 1997 con dos libros, Las palmeras domésticas y en.trance, respectivamente, en los cuales la contaminación entre poesía y narrativa y el interés de dinamitar la historia y la concepción del relato eran bastante visibles y también bastante logrados. Asimismo, consiguió el premio de ensayo de la revista Temas en 1999, con un texto incisivo y provocador acerca del entonces polémico tema de la narrativa de los novísimos.

Aquí quiero hacer una precisión: Daniel tiene el mérito de ser un curioso polemista. Le he visto intervenir de manera sabia, aguda y, a la vez, implacable cuando la ocasión lo amerita, en dos o tres polémicas en los últimos años, ya sea en el ciberespacio o en la prensa cultural escrita. Y esa resulta una virtud capital, porque la lucidez del ensayista para observar determinados fenómenos estéticos y sociales igual se manifiesta cuando el autor aborda la literatura de ficción. Daniel es un escritor que no escribe para pensar o piensa mientras escribe, sino que escribe porque ha pensado, como diría Carlos Rafael Rodríguez y, esos, acotaría Brecht, son los imprescindibles.

Esa cualidad filosófica fue lo primero que llamó mi atención al entrar en contacto con su obra de manera más estrecha, por los tiempos en que edité Templos y turbulencias para Ediciones Unión (este y Regreso a Utopía son sus únicos libros publicados que no han obtenido algún premio de relativa importancia). El cuaderno me enseñó a un autor solvente en los terrenos de una escritura, por así decirlo, clásica, pero capaz de pulsar las cuerdas más heterodoxas de otra que pudiéramos considerar posmoderna. La meditación sobre el hombre y su origen, sobre los diversos fragmentos que el poeta ha de organizar luego del caos para entenderse y ser entendido, la angustia del tiempo obligándolo a crecer entre preguntas que conducen a nuevas preguntas, y entre certezas sólo ciertas en la efímera precisión del instante, le confieren a este poemario un valor ontológico distintivo dentro de la lírica cubana contemporánea. Profundidad conceptual que descansa en una excelente factura formal donde se mezclan, en medio del torbellino de la turbulencia y el presunto orden del templo, sonetos, haikus, décimas, versos libres y textos en prosa, a través de los cuales se avanza hacia la salvación posible.

El desamparo ontológico del individuo, que está solo frente a las grandes preguntas y apela a todas sus armas para buscar y descifrar las hipotéticas respuestas, continúa siendo la piedra de toque del poemario Los senderos despiertos (Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas, 2007). Sólo que en esta ocasión entran en juego no sólo los conflictos gnoseológicos sino los del ser humano en sociedad, más exactamente, los del ser humano en la sociedad contemporánea con sus tecnocracias y sus paradojas tecnológicas que facilitan la comunicación pero además el control sobre el pensamiento y las acciones. En esencia, las interrogaciones pueden ser las mismas, pero se plantean desde situaciones distintas y se “responden” desde contextos y actitudes diferentes. Hay en este libro una terrenalización del drama metafísico y cobra una relevancia visible con respecto a otros textos el tema de la muerte como continuación de la vida o como cambio de estado o como simple incógnita que abre nuevas puertas a la percepción.

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Hasta aquí todas las piezas exponen esa contaminación intergenérica que apunté antes y que la crítica ha señalado entre las características principales de la producción de Daniel Díaz Mantilla. Sin embargo, me parece advertir que a partir de Regreso a Utopía (novela finalista del Alejo Carpentier en 2005, publicada por Letras Cubanas en 2007 y reeditada por Ediciones Unión en 2016), y del cuaderno de cuentos El salvaje placer de explorar (Premio Alejo Carpentier y Premio de la Crítica Literaria, 2014), Daniel ha ido volviéndose un autor más “clásico”, clasicismo que no tiene nada que ver con el procedimiento de tornarse conservador y arcaizante, sino con que gracias a la maduración de su pensamiento y de una serie de cuestionamientos cuyo fin último sigue siendo el individuo, su prosa se ha hecho menos visiblemente experimental, lo cual significa que se ha hecho fuerte en el modo de mirar la realidad, en hallar las fisuras que esa realidad le ofrece para decir cosas que nadie había dicho antes en un estilo diáfano que privilegia el qué sobre el cómo.

Regreso a Utopía resulta una de las escasas incursiones cubanas en el espinoso terreno de las distopías. Esta escasez no ha sido casual, pues ya sabemos que la distopía suele proponer una lectura política e ideológica que cuestiona con profundidad un modelo social concreto que en la ficción alcanza extremos que lo vuelven indeseable, y, luego, la recepción de la obra puede ser compleja y acarrear múltiples molestias que muchos prefieren ahorrarse (baste recordar los casos de Nosotros de Yevgueni Zamiatin en la Unión Soviética o de El palacio de los sueños de Ismail Kadaré en Albania para tener una idea aproximada del fenómeno). La novela de Daniel, no obstante, anda en el terreno de lo que la crítica define como distopía indirecta, aquella en la cual la sociedad distópica resulta un escenario de fondo y la trama no parte del enfrentamiento del protagonista con el sistema. En este caso, quien desafía al establishment es el antagonista, Josué, cuya relación con el protagonista Sebastián se mueve en los parámetros del amor-odio, y se ha visto dañada por la muerte de una mujer amada por ambos, la delación de Josué a la policía acerca de la culpabilidad de Sebastián, y la salida de este al exilio luego de probarse su inocencia, hastiado de los enredos policiales y decepcionado de la amistad y de las leyes imperantes. Su regreso a Amauroto (el país) desde la lejana Thule (el exilio), y encontrarse su patria a punto de un estallido social encabezado por Josué, colocan a Sebastián ante una serie de decisiones que le llevan a revisitar su pasado y a replantearse toda su vida bajo un prisma diferente. Meditaciones sobre el amor, el exilio, la felicidad, el orden social, la política, la religión, y la fuerte carga de referencias filosóficas abiertas o sutiles, unidas a la prosa concisa y sugerente, le confieren a Regreso a Utopía singularidades conceptuales y estilísticas difíciles de encontrar en la novela cubana de nuestros días.

Algo similar sucede con El salvaje placer de explorar: un libro en apariencia clásico desde el punto de vista estilístico, donde los relatos simulan no ser demasiado innovadores en su estructura dramática, aunque en realidad sí lo son, sólo que del modo solapado y leve que únicamente encuentran los autores maduros, listos para librarse de ser abracadabrantes en la forma y concentrarse en la esencialidad del contenido. El salvaje placer de explorar es un volumen que más que dedicarse (como ya vimos que hace demasiada narrativa coetánea en Cuba) a lo ideopolítico y a lo sociológico, se caracteriza por su marcado carácter ontológico. Aquí lo importante no es dónde ocurren las historias (las hay ambientadas en algunos lugares remotos de la antigua Unión Soviética, en España, en hipotéticos escenarios del territorio nacional cubano), ni qué comen o visten o ven o leen esos individuos que pueblan los cuentos, sino de qué manera para esos individuos la Historia o las pequeñas y múltiples historias se han convertido en una angustia existencial que lacera su ser y los lleva a mirar de modo peculiar el mundo. Daniel continúa trabajando con los grandes temas consustanciales a la alta literatura: el devenir del ser en el tiempo, la soledad, la muerte, el desarraigo, la violencia, el miedo, la represión, la curiosidad humana por investigar lo desconocido, aunque ha ido abriendo el diapasón de especulaciones que mueven a sus narradores y personajes en general, y ha ido ganando en densidad filosófica, al punto de que en ocasiones lo importante en el desarrollo del conflicto de los cuentos no está en las acciones sino en esas reflexiones de los personajes que los vuelven atípicos y acuciosos cuestionadores de los mundos que habitan.

Hay otro curioso detalle tanto en Regreso a Utopía como en El salvaje placer de explorar, y radica en el tratamiento de la naturaleza. En ambos volúmenes los personajes acuden a una suerte de relación romántica con el medio y se adentran en exploraciones o viajes que los aparten del mundanal ruido en busca de una especie de beatus ille. A la postre, sin embargo, las sociedades posmodernas áridas y fragmentadas terminan por atraparlos otra vez, ya sea de manera trágica o irónica, y el remanso de la “incontaminada” y “libre” naturaleza no pasa de ser un episodio, un simulacro de salida al laberinto de la soledad sitiada que es la vida social con sus estratificaciones, ordenanzas y cíclicas pesadillas.

Cuanto he comentado permite entender, espero, por qué Daniel Díaz Mantilla, a pesar de sus múltiples premios, no estaba incluido en el “canon” narrativo cubano y por qué no han llovido sobre su obra los estudios académicos ni las loas sin cuento de la crítica al uso, ya sea en su versión escrita o en la mucho más temible y a veces hasta efectiva del corrillo de “entendidos”. Su obra tiene lo que Eliot llamaba la antipatía de la alta literatura, aquella que, por una extraordinaria labor de simplificación, exhibe la enfermedad esencial o la intensidad del alma humana, y cuya honestidad nunca existe sin una gran realización técnica, descubridora de nuevas formas expresivas para el cúmulo de ideas nuevas a través de las cuales el escritor propone una relectura del universo y de la propia literatura. Ese es su verdadero premio, y, para mí al menos, el único que importa.

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JESÚS DAVID CURBELO
Jesús David Curbelo (Camaguey, 1965). Escritor y traductor. Se ha desempeñado como profesor de literatura en la Universidad de La Habana y en el Instituto Superior de Arte de Cuba. Ha traducido al español a John Donne, William Blake, Dante Alighieri, Edgar Lee Masters, entre otros autores. Ha publicado las novelas Inferno (1999) y Cuestiones de agua y tierra (2008); los cuadernos de poesía El mendigo de Dios (2004) y Cárcel, memoria y abrigo (2008); y los relatos Tres tristes triángulos (2000) y Otros cuentos de amor, de locura y de muerte (2006), entre otros libros. La antología Las quebradas oscuras (Editorial Letras Cubanas, 2008) recoge una selección personal de su poesía escrita hasta la fecha. Mereció el Premio Nacional de la Crítica Literaria en 2001 y en 2004 y el Premio Silvestre de Balboa 2006 al conjunto de su obra literaria.

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