El viejo cazador
Un hombre de pelo blanco y ojos grises
camina junto a mí. Tiene en la mano izquierda
un bolso y en la derecha un bastón que gira.
El bastón es una rama de guayaba
con una tosca cabeza de perro
labrada en la empuñadura. La luz
purifica todo. Entramos
en una hondonada
con árboles en el centro. Subimos
la pendiente. Descubro
el rostro que me acompaña:
es mi abuelo que habla de cacerías
y colma de maíz los troncos de los árboles caídos.
Algo inexplicable: chorros de maíz que desbordan
por las grietas de la madera podrida.
“Es para los venados del monte”, dice.
Costa sur
El mar da contra un muro
de roca. La roca se alza en bloques
como una escalera. También hay
trozos sueltos. Hendiduras
que de pronto parecen un oasis
con palmeras en el lecho
de un río que no acabo de ver
pero que fluye disuelto por el aire.
Allí el mar te fusila a todas horas.
Un mar que ya no puede
trepar a estas alturas
y que a veces permite
la aleta de un gran pez como advertencia.
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