Antes de adentrarse en la nieve ineludible, los cazadores liberan a los perros y confían, para llenarse de suerte, en lo entrañable del humo de las estufas y las cocinas, que brota, en los tejados, contra el cielo de plomo. Es obvio que hace mucho frío, pero acaso sea ese el frío “pasivo”, sin viento, que se presenta tras la nieve transformadora del paisaje. De hecho, el humo es recto, despacioso, tranquilo. Estamos dentro de un cuadro de Pieter Brueghel (ese Brueghel llamado El Viejo): Cazadores en la nieve, de 1565. Es un óleo sobre madera y parece una foto. Una extraña foto pintada. O acaso una pintura fotografiada. El problema artístico de una falsa inmovilidad que, aun así, no contradice a lo inmóvil.
Creo que fue Stanley Kubrick quien dijo que el cine (a la larga se refería más bien a su cine) es fotografiar muchas veces una composición destinada, en principio, a la fijeza de la fotografía. Y que todo movimiento es allí una dependencia (¿un accesorio, una secuela?) de la foto, o de una foto resolutiva.
Si la narratividad de una fotografía deviene su historia encapsulada en los imaginarios que ella misma desata, entonces el cine (el cinematógrafo, según Robert Bresson) narra un narrar, como si fuese una visualidad de segundo grado. Pero esto es apenas una convención, y siempre habrá que contar con la presencia del lenguaje. No la presencia de lo que Bresson llama “teatro filmado”, sino la intervención inevitable de un logos derivado, inaudible, no articulado. En el “teatro filmado” hay demasiadas palabras dichas, mientras que el cinematógrafo es no solo el cajón de madera con manivela de los hermanos Lumière, sino el cine tal cual.
Más allá de su trayectoria como hacedor de un cine no convencional atado a convenciones mínimas, Abbas Kiarostami configura, junto a Andréi Tarkovski, una épica de la metáfora humanista y un lirismo que se avecina a lo simbólico. Ambos representan la naturaleza insobornable del arte cinematográfico. Ya se sabe, en cuanto a Kiarostami, que la franqueza vivísima y clara de sus actores no actores, el dramatismo de sus niños, sus cuidadosos encuadres, la poiesis de los espacios (el espesor lírico de los paisajes contra el epos interior de sus personajes) son algunas de las vigas maestras de su arte.
Hay una esencialización casi restrictiva, pero no por ello enigmática, de un estilo como el que se manifiesta en 24 Frames, su obra póstuma, que deriva de Five, estrenada hace ya veinte años. En 24 Frames hay 24 fotografías que son pinturas que son, en última instancia, cine. 24 cuadros que, en definitiva, tienden a abolir los géneros y que existen, dentro de esta película de Kiarostami (donde, por cierto, cabe su poética), en tanto cápsulas “desarrollables”.
Five, explícitamente dedicada a Yasujiro Ozu, lleva un subtítulo: 5 Long Takes. La cámara de Ozu está a la altura de los ojos de una persona de altura promedio y sentada. Son cinco tomas. La primera, una maravillosa abstracción, sigue el curso caprichoso de dos trocitos de madera movidos por la marea en una playa. El agua viene y va, avanza y se retira. Y esos residuos empiezan a dibujar sobre la arena, o flotando en su ir y venir, una suerte de sendero dramático inexplicable, o que sólo hallaría explicación en lo simbólico.
A diferencia de 24 Frames, donde la cámara registra una experiencia de animación digital a partir de fotografías previas más o menos interconectadas, Kiarostami fija la cámara en Five durante un tiempo (aproximadamente 12 o 13 minutos). No la mueve. Como si anhelara obtener, con cada toma, una “fotografía filmada”, o, para ser más preciso, obtener la historia (la narratividad) de una fotografía, pero desde una fijeza que no existe ni se ve, y desde una fotografía que tampoco existe. Esa fotografía ocluida, confinada por la obstrucción que le impone el movimiento, se revela en la mente del espectador de acuerdo con los meandros de su sensibilidad. Se manifiesta solo allí, de manera evasiva, fugaz, impermanente, para dar fe de lo ilusorio del tiempo y la “irrealidad” de los hechos.
La primera de las cápsulas de 24 Frames, con la que abre la película, es, precisamente, el cuadro de Brueghel, intervenido digitalmente para lograr una animación (humo, pájaros que graznan, perros) respetuosa de la inmovilidad aparente. Separadas por más de diez años, cabría decir que el proceder de Five es la inversión del proceder de 24 Frames. ¿O sería al revés? En esta, Kiarostami invierte lo que había hecho en aquella. Antes buscaba fotografías en la movilidad. Después buscó movilidad en las fotografías.
El Brueghel de Kiarostami es acaso el Brueghel del propio Brueghel: invierno, domesticidad, nieve, caza, juego, euforia de salir cuando la ventisca ya no es peligrosa. Todo se halla, pues, en la imaginación, o en la memoria que la imaginación fabrica a partir de una interrogación básica: qué sucede allí. Un Brueghel que se piensa a sí mismo.
Un personaje es voz audible o no, de acuerdo con su presentación. Pero un personaje siempre está anclado al espacio y al tiempo. En ausencia de ellos, el personaje se transformaría en voz, devendría solo voz, el hueso duro de la voz. Un personaje acaso no sobreviva solo, sin espacio ni tiempo. Pero el espacio y el tiempo sí sobreviven a solas: son ellos mismos, con sus luces y sus sombras, aunque la ausencia del personaje, debido a su desaparición o su extinción, se manifieste con la gravedad perentoria de la muerte. Por ejemplo, la ardiente desolación de Hiroshima es Hiroshima: los paisajes que no necesitan, de momento, la añadidura de nadie ni de nada. Ni del sonido.
El pretérito y el futuro de una foto cargada de narratividad es la secuencia fílmica. Y esta, al proceder de una tupida semiosis, no hace otra cosa que explicar cómo se llega a la foto y cuál es su origen. De cualquier forma, aunque se trata de una cuestión técnica, este “nutritivo” dilema involucra a la pintura, que, a su vez, involucra a la vida gracias a fortísimas apelaciones donde lo realmente importante es aquello que no vemos.
Creer en esto, tomarlo como divisa creativa, es un acto de extraordinaria frondosidad a partir del cual uno llega a deducir que la evolución histórica del arte es un espejismo académico. Por otra parte, está la poderosa circunstancia (intima, muy personal) de que todo eso se metamorfosea en historias. Y uno tiene la impresión de que Kiarostami las llevaba en la sangre, como llevaba dentro de sí el carácter entrañable de ese Brueghel.
A los efectos de reconsiderar el alcance permanente de su poética, habría que admitir que es sencillo hacer de la vida un conjunto corredizo de historias. Pero lo difícil es mantener recuerdos reales. Hay una diferencia, parece decirnos Kiarostami, entre las historias y los recuerdos reales. Las experiencias reales poseen un olor y están como sucias. No de mugre, sino de vida, de la pátina vital. Los recuerdos verdaderos quedan fijos, contraídos, casi como las fotografías, y son los que afectan la creación y la condicionan. Y enarbolan un poder muy real: no estás a salvo de ellos. Y aunque no los desates, el cuerpo los desata. Hoy es la forma en que un niño come una fruta, mañana es la incomodidad de un caballo bajo un árbol. O un trocito de madera que persiste, en el agua, en su intención de aferrarse a la arena. O cierto aroma que brota de una cocina al amanecer, y que trae al presente al Brueghel de los cazadores en la nieve.
Lo que nos muestra, con enorme goce, Kiarostami, es que no porque hagas todo el esfuerzo posible, y hasta el imposible, vas a captar los hechos de la existencia. La naturaleza del lenguaje (el dicho y el que deviene o adviene) te lo impide. Es un trastorno. Porque el lenguaje, lejos de ser un instrumento de expresión, es una lámina traslúcida a través de la cual ves solo lo que puedes ver o lo que se te permite que veas. Pero esta “tragedia” no es más que el destino mítico del conocimiento emocional, que acaso tenga una importancia mayor que el conocimiento científico, porque ya se sabe que el intelecto no es lo mejor del hombre.
Kiarostami / Brueghel / Kiarostami: la heroica e irresistible lucidez del trastorno.
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