Hacía un día soleado. De un sol tremendo, como todos los días. Había una patrulla en los bajos de la casa. Una patrulla de guardia, como todos los días. K decidió ir a correr. C objetó que terminar arrastrada al interior de una patrulla por deporte no era muy sensato. Igual, K decidió salir a correr. Ok, dijo C, entonces filmaré desde aquí arriba. K trató de armar un plan. Por gusto. Los humanos tenemos derecho a estirar las piernas de cara al sol, pensó mientras bajaba las escaleras.
Las Marianas no estaban dentro de la patrulla. Era la hora del almuerzo y las Marianas almorzaban lo que almuerzan las Marianas en una caja de cartón. K creyó que esa sería su oportunidad para salir sin ser vista. En su cabeza, K protagonizaría una gran hazaña. Saldría corriendo del edificio y las Marianas, aquejadas de impedimento postprandial, solo serían capaces de perseguirla una o dos cuadras.
Cuando llegó a la puerta del edificio, K se detuvo, una Mariana inmóvil la miraba aturdida sosteniendo en la mano derecha un pedazo de cartón salpicado de grasa negra y estrujando con la otra mano lo que a K le pareció a la distancia un pedazo de boniato hervido. K intentó esbozar una sonrisa retadora antes de lanzarse al galope y ahí fue que se percató de que no llevaba su nasobuco. Correr no era, evidentemente, un delito, pero violar las medidas sanitarias excedía sus planes de desobediencia civil. Cuando bajó de nuevo las escaleras con la cara cubierta, las Marianas la esperaban en la puerta.
Sin mediar palabra o gruñido alguno, las Marianas arrastraron a K hasta la puerta de la patrulla. K se resistía. Estaba convencida de que ese día debía quemar algunas calorías. K empujaba. K se retorcía. Intentando zafarse, correr por fin. Las Marianas, todavía masticando, no sabían cómo lidiar con las contorsiones de K, con la fuerza de K, con las ganas de correr de K. La escena duró unos tres minutos. C gritaba desde la azotea del edificio. Ya no filmaba, solo gritaba. Un grito sin contenido. Un grito primitivo, salvaje. Gritaba como grita una mujer a punto de parir, pensó K. Pero lo que estaba a punto de expulsar C no era una criatura, sino el turbión de tanto dolor y tanta furia acumulada.
En algún punto, quizás por la fuerza que viene del boniato recién rumiado, las Marianas lograron inmovilizar a K y lanzarla como un rollo de alambre al piso de la patrulla, entre el cristal divisor y el asiento trasero.
Las Marianas se sentaron con trabajo en el asiento pasando por encima del cuerpo de K, que no paraba de torcerse. K quedó con el cuerpo tendido bajo el asiento, la cara contra el cristal, una mano debajo del cuerpo y la otra, aún con las esposas que intentaron ponerle durante el forcejeo, quedó libre sobre un espacio vacío en el asiento donde las Marianas habían colocado las cajitas de cartón con los restos de su almuerzo interrumpido.
K tocaba con la punta de los dedos la grasa del cartón. Se convenció de que ese día no saldría a correr y el entumecimiento o la desidia la puso a imaginar una escena estrambótica. El arroz y el boniato esparcidos por todo el carro, el olor rancio de la mortadella pegada al vinil del asiento, las Marianas enfurecidas empujando las piernas hacia abajo como una mordaza para asfixiarla.
K empezó a retorcerse de nuevo, tratando de levantarse del piso. Las Marianas no parecieron darle mayor importancia. K las escuchaba masticando. De alguna manera, casi llegando a la estación, K sacó la fuerza para recuperar su sitio sobre el asiento entre las Marianas, justo a tiempo para contemplar a una de ellas alcanzando con su lengua los últimos trozos de boniato incrustados en el cartón.
Pobre K. No importaba que salieras, y a la hora del almuerzo, seguramente ni interesaba que quisieras correr, pero desgraciarle a esos seres hambrientos el momento de zamparse un arroz con boniato y mortadella, fue un pecado que tenías que pagar.
K les jodió el arroz con boniato. Y el café.
Fan a K
¡Cuánto dolor! ¡Cuánta impotencia!
Cuanto coraje!!! Y desfachatez. Hermosas