Alcanzar el estallido de un silencio imprevisto,
el silencio de los espacios,
un año luz que proceda
a la chita callando de
Aldebarán.
El silencio en alto de la crucifixión, en el justo
centro de las alturas,
juicio final a tres días
vistas, a ambos lados
de la cruz la ferocidad
vigente desprende
astillas que estallan
en los travesaños, la
herrumbre de los
clavos, a una señal
todo calla media hora.
Y en adelante ni un alarido audible, todo desgarrarse
inaudible, cae hojarasca,
fruta podrida, pecíolos,
semillas inadvertidos.
Ver resoplar las caballerías de Aminadab, caer de
bruces en las propias
heces, callar comiendo
(cuando se come no se
habla) se oye a la
cabecera de la mesa:
morir mármol, piedra
deshojarse, y tras el
respaldo absoluto de
la inexistencia de Dios,
desmenuzarse la carne
propia en un silencio
de piedra enferma,
metales vencidos que
a un golpe del martillo
se funden, se derriten
en un alto horno de
orín, purín, polen de
los enjambres vueltos
boca arriba, patas
arriba de una colmena
hueca.
En tierras estragadas, al fondo, unos motetes
de Monteverdi (Pianto
della Madonna) apaga
el oído la mirada, se
apaga la sien derecha,
chitón exclaman las
alimañas hundidas
en la madera de la
silla donde estoy
sentado, un silencio
un gran silencio malva:
nieva, blanquea los
tejados inclinados del
único monasterio, al
fondo, que permanece
de puertas cerradas,
los monjes comiendo
unas verduras, gachas,
encurtidos, el silencio
de Dios previsto en el
refectorio.