Antínoo
Busto de Antínoo de la Villa Adriana, en Tívoli. Actualmente en el Louvre (FOTO Wikipedia)

Normalmente a uno lo invade el miedo si te invitan, desde Grecia, a hablar de literatura y pasear por las Cícladas y visitar Santorini. Lo terrible no es eso, por supuesto, sino la posibilidad (y la necesidad) de hablar de literatura y de tus libros en inglés. Yo estaba en Atenas, a unas cuadras del barrio japonés, y, de regreso de la Puerta de los Leones de Micenas, ya había recorrido una pequeña playa de donde salía un sendero de piedras (apenas unos cincuenta centímetros de ancho) que se adentraba en el mar unos cien metros. En el extremo había un faro minúsculo, como de juguete, y que a esa hora, mediodía brillante, permanecía apagado. Desde ese faro se podía ver otra costa, la de enfrente. Se decía que a unos pasos de ella había estado la tienda donde lord Byron tejió gloriosamente su agonía, acompañado por un tal Loukas: cocinero, valet y amante.

Había ido al teatro Sendoku, muy cerca del Templo del Voto Original, a ver a Martha Argerich interpretando la Fantasía coral de Beethoven. Una muchacha japonesa pasaba las páginas de la partitura. El director, un hombrecillo viejo y flaco y de melena gris, pero elegante y fuerte, observaba a la pianista antes de volverse hacia la orquesta. La muchacha japonesa vestía un bonito traje negro con una corbata de lazo. Llevaba el pelo recogido en una coleta sencilla y breve. Ocupaba un asiento junto a la señora Argerich, pero separada unos centímetros hacia atrás. Hacer su trabajo también implicaba eclipsarse.

La interpretación duró unos veinte minutos y fue aplaudida con frenesí. La japonesa se había retirado hasta colocarse junto al tercer violín, pero alcancé a hacer contacto visual con ella. Sonreía no por mí, sino porque compartía conmigo, y asimismo con otros, su felicidad a causa del éxito del espectáculo. Entonces, en una de las salidas a escena de la pianista, me atreví a aproximarme y le tendí rápido mi tarjeta. En el dorso yo había escrito el nombre y la dirección de un discreto bar adonde me iba casi todas las noches, temprano. Ya me conocían allí y me permitían, con bebidas o sin ellas, ocupar junto a mi laptop una pequeña mesa esquinada, a dos pasos de la máquina de café.

Dos días después vi entrar a la japonesa. Me buscó con la vista. Cuando dio conmigo quedó inmóvil y me levanté y la saludé solemne. Vestía igual que el día del concierto y ese detalle me gustó.

Hice un gesto y señalé hacia mi mesa y nos sentamos. Ella me observó tranquila, como si estuviera esperando algo, y pedí vodka con hielo y dos cafés, sin preguntarle si le apetecía algo así. En realidad no me importaba. Ella había acudido al bar y eso era suficiente. Bebió alternando un sorbo de café con uno de vodka. No hablamos. En el satén de las solapas de la chaqueta traía el botón semiabierto de una rosa.

Recogí mi laptop y salimos. Pedí un taxi y nos fuimos a mi hotel. Por el camino sentí que se pegaba a mí e inclinaba la cabeza hasta apoyarla con escrúpulo cortés en mi hombro.

Por suerte no prestó atención al reguero de ropas y objetos que caracterizaba mi dormitorio. Apagué la lámpara del techo y encendí la del velador, que despedía una luz anaranjada semejante a una niebla crepuscular. Empezó a desvestirse y la imité. Me gustó que fuera ella misma quien rompiera así el estorbo de la timidez.

Tenía un cuerpo constreñido y ondulante. Parco y, sin embargo, suave. Parecía una dama de compañía al servicio del Shogunato Kamakura. Cuando terminó de desnudarse, admiré sus nalgas elásticas, medio empinadas, y percibí que carecía de vulva. En su lugar había un pescadito prometedor, de oro cetrino, brillante de humores.

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Aunque sonora, su voz era muy baja. Abstraída, hablaba en japonés consigo misma. De su bolso sacó un juguete malva y me miró recto a los ojos. “Use this dildo on me”, escuché. “I will use my cock”, contesté. Me quité la ropa, envalentonado. “My virginity might be a kind of state of mind”, aclaró. “Let me use my cock anyway, please”, insistí. Sonriendo me aproximé a su cuerpo y la besé en el cuello. “Let me use my cock, let me use my cock”, repetí susurrante, cerca de su oído. Bajé las manos y toqué el pescadito, que rozó mi pene hasta quedar extrañamente adherido a él.

¿Por qué ella? ¿Por qué una dama trans y no un jovencito como el Loukas de lord Byron, o como el Antínoo que ya había contemplado en el Museo Arqueológico de Delfos?

(Unas semanas después de ver, en La Habana, Verde verde, la escamoteada película de Enrique Pineda Barnet, le mandé a este una foto de Antínoo tomada por mí mismo. La veladora de la sala donde estaba la estatua me había permitido hacerla. “No flash”, indicó. Pineda Barnet me contestó con ademán de asombro y añadió que, sin pensarlo, habría besado los labios de mármol si hubiera estado allí.)

Al día siguiente del encuentro con la joven japonesa, debía presentarme en el Instituto Cervantes de Atenas para explicar cómo un cubano de La Habana, descendiente de campesinos asturianos, había dado con los textos de Georges Bataille y el diario (perdido, quemado y reinventado) de J. W. Polidori, médico experto en sonambulismo y asistente de Lord Byron en especial cuando ambos se mudaron, durante todo un verano sin sol, a la ya célebre Villa Diodati. El poeta socarrón, más romántico que burlador, ya había rebautizado a Polidori. Lo llamaba Polly-Dolly. Sabía que el médico, lleno de amaneramientos y aspirante a novelista, quería meterse en su cama.

Para los griegos yo era un no-cubano, un escape de las pautas. No era mulato, no era hablador, no bailaba y la curva entonacional de mi norma, al dialogar a veces en español, parecía provenir de una ignota región sudamericana. Conté algunas cosas imaginarias pero verosímiles sobre el controvertido diario de Polidori, y me atreví a decirlas en un inglés descomedido y funambulesco, aprendido en mis lecturas del Romantic Revival y en el examen deleitoso de los cuentos de Su Majestad Edgar Allan Poe, compilados in toto en una bonita edición de Penguin Books que yo atesoraba. (Ahora que escribo esa frase latina tan chic, in toto, no puedo dejar de pensar en lo que la palabra toto significa para los cubanos. Pero uno resuelve ese cortocircuito si sabe cuán adicto al toto se mostraba Poe, aunque se tratase de una adicción manifestada góticamente, con refinamiento absorto, por medio de ardorosas sublimaciones del amor).

No me atreví, como lo hago ahora, a hablar de la muchacha japonesa. La tarde antes de agarrar el taxi que me llevaría al aeropuerto, me pareció verla, con un grupo de sus coterráneos, caminando por los alrededores de la roca de la Acrópolis. Supongo que al alzar los ojos y hacer contacto visual conmigo, demostraba que estaba muy al tanto de mí y que no iba, sin embargo, a excederse en saludos. Vestía otra vez de negro. Era toda una mujer.

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ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

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