Alyosha, 41st Motor Rifle Division, Mongolia, imagen de Eric Lusito
Alyosha, 41st Motor Rifle Division, Mongolia, imagen de Eric Lusito

En el año 2009, Eric Lusito publicó un libro tras un largo recorrido por los antiguos países comunistas: desde aquellos que formaron parte de la Unión Soviética hasta Mongolia o Alemania. En After the Wall. Traces of the Soviet Empire, este fotógrafo francés (París, 1967) nos transportó desde el colapso de la carrera espacial soviética hasta las arcaicas antenas de un sistema de comunicación kazajo. Desde viejas monedas (hoy sin cambio en ningún lugar) hasta desfasados pasaportes (hoy sin salida a sitio alguno). Todo en la más estricta condición de inutilidad, salvo en su disposición como fetiches vintage del antiguo porvenir.

El fotógrafo registró estatuas todavía en pie o un grafiti “positivo” del socialismo mongol. Edificios sociales dentro de un urbanismo inexplicable o restos de alambradas ya transgredidas, arrasada su función original como límites del desplazamiento. El monumento a un camión Zil y los vestigios de refugios nucleares.

Documentos de las ruinas de una epopeya desproporcionada, estas fotografías funcionan como un monumento a la épica cotidiana desplegada por los humanos que vivieron bajo esos regímenes. Son reliquias visuales de un mundo cuyos habitantes también se habían intrigado por ese enemigo que hoy los engulle a la vez que no puede evitar exhibirlos.

Para los fotógrafos occidentales, el repertorio iconográfico del antiguo Bloque Comunista ha sido tentador. Las masas han seducido a Andreas Gursky y Charlie Crane. Los archivos de la Stasi han hipnotizado a Dani y Geo Fuchs. Las ruinas del Imperio Soviético, además de atraer a Lusito, llevaron a Joan Fontcuberta hasta la remota isla noruega de Svalbard, donde captó las ruinas de una concesión petrolera del país nórdico a la URSS, y de cuyo enclave ya solo quedaban las ruinas de su iconografía.

Todos ellos adscritos a ese género que he llamado Eastern. Y todos lanzados a una arqueología cuyos resultados van armando el gran display de un sistema que, pese a estar muerto y enterrado, no deja de resurgir ante nosotros “por otros medios”; en particular, los estéticos.

Para organizar este puzle en condiciones, conviene acercarse a exposiciones tan exhaustivas como My Communism: Poster Exhibition (comisariada por Lux Xinghua), Alexander Deineka (Manuel Fontán), Dream Factory Comunism, (Boris Groys), o La caballería roja. (Creación y poder en la Rusia soviética. 1917-1945), proyectada por Rosa Ferré. De la extinta República Democrática Alemana, se ha compilado tanto su diseño como su fotografía, tal como queda recogido en DDR Design y en La sociedad cerrada. Fotografía artística en la RDA entre 1949 y 1989.

Detengámonos en el Madrid de 2011. En ese año, y en esa ciudad, Deineka renace en la Fundación Juan March, mientras que La Casa Encendida es ocupada por la cultura producida en la URSS entre 1917 y 1945. Por si fuera poco, el año empieza con Rusia como protagonista la Feria de Arco. La ciudad vive bajo el impacto de una invasión ruso-soviética, aunque no se trate de la incursión abrupta, Gran Vía arriba, de los tanques del Ejército Rojo. Tampoco del corolario de la vieja ambición de Stalin por consumar, Pirineo abajo, la conquista de Occidente.

Esta irrupción proviene de la cultura y en particular del arte, que son acogidos en centros nada sospechosos de filocomunismo. Espacios que, para más detalle, pertenecen o deben su fundación –no digamos ya su supervivencia– a la banca y su maderamen financiero. Templos de la cultura que pueden permitirse recuperar la estética soviética sin que por ello el capitalismo interrumpa su curso. O al menos, en caso de que lo hiciera, desde luego no sería porque Alexander Deineka te reciba en la Fundación March, o Gorki y Tatlin y Malévich y Ródchenko y Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva y Ósip Mandelstam y Vladímir Maiakovski y Boris Pasternak o Isaak Bábel en La Casa Encendida.

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En ambos edificios, el espectador occidental de este siglo XXI podrá enfrentarse a la explosión estilística que dio lugar al realismo socialista o el constructivismo. Y así calibrar un arte que empezó intentando la conquista de una idea de futuro y acabó con una férrea idea de futuro conquistando el arte. Ese mismo arte que hoy, suprimido de su circunstancia original, nos transmite el mundo bucólico de aquella supuesta sociedad sin conflictos que se deslizaba sobre una alfombra (bien roja) hacia un porvenir edénico. Un arte descolgado ahora de la ideología totalitaria que ensalzó, y también destruyó, a muchos de sus creadores.

Las preguntas de su tiempo apuntan al nuestro. ¿Qué mecanismos hacen que El Sistema necesite del arte? ¿Por qué el arte necesita del Sistema? ¿Cómo es posible que seres inteligentes y sensibles edulcoraran a Stalin? Esas preguntas son respondidas, de manera distinta, en estas exposiciones que requieren de una mirada crítica y nada ingenua sobre la historia y la utopía, el poder y los artistas.

Así, mientras algunos ciudadanos de Occidente acuden a desentrañar los mecanismos del mundo soviético en los museos de Madrid, los habitantes soviéticos siguen el camino inverso y abandonan su emplazamiento en el Ártico. Por un lado, la exposición de un pasado que se autoproclamó como el futuro. Por el otro, la fuga desde ese futuro que ahora solo quedado retratado como pasado. Como una sombra que, en su eterno retorno, acabará proyectándose una y otra vez sobre las salas de cualquier galería de Occidente.

La elección de Rusia como país invitado en la Feria de Arco de Madrid se deja leer, además, como otro paso en el exorcismo de un viejo terror occidental.

“¡Que vienen los rusos!”

Esta era una frase que agitaba, de manera cíclica, la amenaza que acechaba tras el Telón de Acero. Pero hoy, como antes los bárbaros –“¡que vienen los bárbaros!”–, y después los chinos –“¡que vienen los chinos!”–, resulta que los rusos no vendrán hacia nosotros por la sencilla razón de que ya están aquí.

Aunque no se han comido a nuestros niños ni parece posible que entre sus desvelos se encuentre la reimplantación del comunismo a escala planetaria.

Y aunque nadie viera a la fauna glamurosa del mundo del arte huyendo despavorida ante su presencia. Hubo carreras, sí. Pero todas al encuentro de esos promisorios mercados que hoy emergen en los territorios “salvadores” del Otro Lado.

No es que al Capitalismo KGB ruso le falten asuntos escabrosos –el uranio, las mafias, el asesinato de periodistas–, es que ninguno de ellos parece alcanzar suficiente entidad como para impedir la “normalidad” en el recibimiento de esa Rusia que se avalancha sobre Occidente para aplicarnos, veinte años después, nuestra dosis de terapia de choque amparada por la Realpolitik del neoliberalismo.

Con todos estos datos en la mano, no es extraño que el mismo 2011 fuera el año escogido por los gobiernos ruso y español para anunciar la inminente inauguración de la Casa Rusia en Barcelona. Tampoco que Oleg Dou, Boris Groys o el colectivo AES+F pasearan su obra por esa ciudad.

Veinte años después del fin de la URSS, y en plena angustia por la salvación de un sistema del arte siempre ávido de nuevas finanzas, el problema ya no es que vengan los rusos, sino la incertidumbre de donde iremos a parar los occidentales.


* Fragmento del capítulo “La exposición comunista”, parte de El comunista manifiesto, publicado en 2013 por Galaxia Gutenberg y recuperado por Rialta Ediciones dentro de La larga marca en 2021.

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IVÁN DE LA NUEZ
Iván de la Nuez (La Habana, 1964). Ensayista y curator. Entre sus libros, traducidos a varios idiomas, se encuentran La balsa perpetua (1998), El mapa de sal (2001), Fantasía roja (2006), Inundaciones: invasiones artísticas en las fronteras políticas (2010), El comunista manifiesto (2013), Teoría de la retaguardia (2018), Cubantropía (2020) y La larga marca (Rialta Ediciones, 2021). Ha sido curator de exposiciones como La isla posible, Parque humano, Postcapital, Atopía. (El arte y la ciudad en el siglo XXI), Iconocracia, Nunca real / Siempre verdadero o La utopía paralela; así como de las retrospectivas de Joan Fontcuberta y Javier Codesal. Su libro más reciente es Posmo (consonni, 2023).

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