‘Dante et Virgile’ (detalle), William-Adolphe Bouguereau, 1850

Magela Garcés (MG): En algún momento Guy Debord afirmó: “Lo verdadero es un momento de lo falso”. A la luz de un fenómeno como el de la “era de la posverdad” –declarada palabra del año 2016 por el Oxford Dictionary–, surgen muchas preguntas. Ahora mismo todo parece susceptible de falsificación y se siente como si viviéramos una deshonestidad pandémica; engañar a los demás se ha convertido en un hábito. La sensación general es que no podemos confiar en mucho de lo que nos dicen.

Sin embargo, la era posverdad no es un fenómeno nuevo, ni lo apócrifo es exclusivo de nuestro tiempo. Ha estado con nosotros a lo largo de la historia en todos los aspectos de la vida. Boris, ¿es verdad eso de que la gente quiere ser engañada?

Boris Groys (BG): Los malentendidos, las traducciones erróneas, y las falsas noticias tienen consecuencias y ramificaciones en la vida real, con efectos que a veces duran hasta décadas. La sociedad está obsesionada con lo auténtico, lo real, lo original, pero tengo la impresión de que a menudo sí nos regodeamos en el (auto)engaño.

MG: Comencemos hablando de la apropiación en el arte, ¿crees que habría que pedir permiso?

BG: Todo acto de apropiación no debería comenzar con una pregunta, sino con una declaración.

MG: Cuando yo era pequeña mi tía solía decir: “pide perdón, no permiso”.

BG: Exacto. Copiar es parte de las actividades humanas desde el inicio de la historia, es el modo en que aprendemos y evolucionamos. Creo que debemos deshacernos del mundo regido por el copyright, donde las ideas coinciden con la propiedad. Una pieza de arte original o una copia no es interesante per se, sino por el significado que encierre y por lo que tú puedas hacer de ella.

MG: ¡Yo también lo creo! Mucha gente critica la falta de ética que eso puede significar, pero considero que la obligación moral es muy importante fuera del discurso del arte, y terriblemente peligrosa dentro de él. Basado en obligaciones morales, una obra puede ser censurada y destruida, y un artista condenado por una idea. No creo que sea el papel de los artistas tomar responsabilidad en este sentido. Como artista, los matices son tu deber, debes evitar poner las cosas fáciles. Como artista, tu objetivo debe ser sugerir contradicciones, no borrarlas ni negarlas, sino dejarlas entrar y asumirlas. De otro modo, estás haciendo propaganda, y eso es igual a la muerte del arte.

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BG: No estoy del todo de acuerdo, pero una cosa sí es cierta: crear algo de la nada es una cualidad divina. Como ser humano, soy consciente del hecho de que ninguno de mis pensamientos es original, soy el resultado combinado de todo lo que me ha precedido. Cada proyecto es imitación de otro, ninguno en sí mismo es original, si lo fuera, no seríamos capaces de notarlo.

MG: Sí, es muy curioso. Mira a Cattelan, por ejemplo, que realizó una muestra tan cínica como deliciosa el año pasado, The Artist Is Present, y declaró: “To copy is to love. Appropriating and copying, in this vision, can be seen as an act of love and respect in confront of the original”. Él ve un nivel de sinceridad en el copiar. ¿Cuál sería entonces la diferencia entre apropiación y plagio?

BG: ¡Ninguna! [risas]. Nah…, yo creo que la diferencia fundamental está en las cosas que puedas perder. Si te demandan y pierdes dinero, si te demandan y pierdes tu libertad (esto es poco probable, pero bueno…), o prestigio, o credibilidad, o cualquier otra cosa.

MG: ¿Y qué me dices de la de ola de exposiciones falsas de Kusama y de Murakami, en China, el año pasado?

BG: Copias chinas [risas].

MG: Últimamente se ha puesto de moda un fenómeno que a mí en lo personal me resulta aterrador, me refiero a los llamados deepfakes. ¿Qué crees al respecto? ¿A dónde piensas que va el asunto?

BG: No lo sé. Siempre es difícil predecir el futuro, pero podemos estar seguros de que el arte será cada vez más democrático, cada vez más personas participarán en la producción y la distribución de textos, imágenes, videos y música. Es interesante que la inteligencia artificial sea, por definición, no lo suficientemente inteligente, porque no puede morir. Lo que nos hace inteligentes es la perspectiva crítica y la visión del peligro, si no puedes hacer eso, no eres capaz de ser inteligente. Por otro lado, como proyecto artístico, está muy bien. Bien utilizado, puede ser una poderosísima arma de subversión (fíjate en los videos de Bill Posters). La habilidad del arte de ser político es, justamente, ver crisis donde otra gente no la ve.

MG: Eso suena a formar drama [risas].

BG: [Risas] El arte siempre va de formar drama. Sí, creo que este cambio hacia la experiencia es ya en sí mismo un efecto de cierto diagnóstico. Un diagnóstico de la relación entre el arte y la sociedad: de que aquel no puede cambiar a esta, de que los resultados del arte son irrelevantes y lo que es relevante es el proceso artístico como tal. De hecho, en parte esta visión tiene que ver con el hecho de que la audiencia no existe. Por una razón muy simple: vivimos en una situación y cultura en la cual el interés por el otro está ausente. Es una forma desarrollada de democracia, como se expresa en el Internet, y más específicamente, en redes sociales como Facebook, Instagram, etc. Todo el mundo quiere ser creativo, expresar una opinión, hacer un comentario, y nadie quiere escuchar ni mirar. Así pues, vivimos en una sociedad de artistas donde el espectador no existe. El único espectador sería Dios, pero Dios está muerto. La emergencia de Internet ha conducido a una explosión de producción artística en masa. Durante la modernidad, el artista era una figura rara; hoy, no hay nadie que no esté en una actividad artística de algún tipo. ¿Tú crees que el arte sea capaz de ser un medio transmisor de la verdad?

MG: Sí, lo que no creo es que tenga el deber de hacerlo, para nada.

[…]

BG: La meta principal del autodiseño, entonces, se convierte en una neutralización de la sospecha de un posible espectador, de crear el efecto de sinceridad que provoca la confianza en el alma del espectador. Es la vieja relación platónica entre belleza y verdad.

MG: ¿Acaso por eso los regímenes totalitarios desconfían de la belleza?

BG: Pues sí, y ahí podemos hablar de la hiperrealidad, de sujetos ya incapaces de distinguir la realidad de la fantasía.

MG: Sólo que en un país como Cuba cabría más hablar de totalitarismo que de hiperrealidad, porque aquí la frontera entre realidad y ficción se hace borrosa, no debido a un desarrollo económico elevado ni a una mediación del consumismo, sino a la propaganda, los eufemismos, la paranoia y las narrativas sobre las que se sustenta el poder. Aquí la posverdad es vida cotidiana y el simulacro acaba generando realidad; vivimos una posveracidad particular construida, como diría Keyes, sobre un frágil edificio social basado en la cautela.

BG: Desde luego. Es que la pregunta de la identidad no es una pregunta sobre la verdad sino sobre el poder: ¿Quién tiene el poder sobre mi propia identidad, yo mismo o la sociedad? Y, más generalmente: ¿Quién ejerce el control y la soberanía sobre la taxonomía social, sobre los mecanismos de identificación, las instituciones estatales o yo mismo?

MG: Está la vieja creencia de que el artista moderno siempre se ha posicionado como la única persona honesta en un mundo de hipocresía y corrupción, lo cual yo nunca me he creído, pero bueno…

BG: En nuestros días, la imagen romántica del poète maudit es sustituida por la del artista explícitamente cínico –codicioso, manipulador, de orientación empresarial, que busca sólo la ganancia material, e implementa el arte como una máquina para engañar al público–. Hemos aprendido esta estrategia de autodenuncia calculada (un autodiseño de autodenuncia) a partir de los ejemplos de Salvador Dalí, Andy Warhol, Jeff Koons, Damien Hirst. En ese sentido, el arte contemporáneo expone cómo funciona toda nuestra cultura de la celebridad: por medio de revelaciones y autorrevelaciones calculadas.

Por lo tanto, para hacer que un político se vea confiable, por ejemplo, se debe crear un momento de revelación que confirme la sospecha: “Ah, este político es tan malo como siempre supuse”. Así se restaura la confianza en el sistema, al confirmar la sospecha a la que necesariamente ya está sujeta. De acuerdo con la economía del intercambio simbólico que Marcel Mauss y Georges Bataille exploraron, los individuos que se muestran especialmente repugnantes (esto es, los individuos que demuestran el sacrificio simbólico más sustancial) reciben mayor reconocimiento y fama. Hoy en día, decidir presentarse uno mismo como éticamente malo es tomar una decisión especialmente buena en términos de autodiseño (el genio es lo mismo que un cabrón).

MG: Entonces Trump es un genio.

BG: Y lo es. Pero también existe una forma más sutil y sofisticada de autodiseño y autosacrificio: el suicidio simbólico. En otras palabras, la muerte del autor. Numerosos artistas alrededor del mundo están afirmando una autoría colectiva, e incluso anónima.

MG: ¿Crees que la heteronimia sea un gesto generoso?

BG: No necesariamente. Si bien puede funcionar para exponer abiertamente cuestiones sensibles, creo que este autosacrificio que renuncia a la autoría individual también encuentra su compensación dentro de una economía simbólica de reconocimiento y fama, a la larga.

MG: ¿Y no crees que la subversión de la autoría puede funcionar como una crítica del status quo?

BG: Nuestro sistema del arte se basa en la presuposición de que la responsabilidad sobre la producción de un hecho artístico corresponde sólo a un individuo artista. En nuestro mundo contemporáneo, el arte es el único campo reconocido de responsabilidad individual. Bueno, el arte y el crimen [risas] –de hecho, la analogía entre estos dos elementos tiene una larga historia–. De modo que cuando un artista firma su obra bajo otro nombre, sí, por supuesto que eso levanta numerosas preguntas.

MG: ¿Pero quién es más auténtico, quién es menos una reproducción: el artista que da marketing a su persona y su carrera amasando currículum y aferrado al copyright, o el artista que crea a otro(s) artista(s) y rehúsa a firmar esa obra con su propio nombre?

BG: Mira, la política del arte moderno y contemporáneo es la política de la no-identidad. El deseo por la no-identidad es, de hecho, un deseo genuinamente humano, que nos acompaña desde que tenemos memoria. Y nos pasamos la vida fingiendo. Se dice que una persona miente al día, al menos siete veces. Desde niños estamos haciendo teatro.

MG: Claro, es que nos movemos por la vida a nivel de narrativas. Y visto así, hasta la raza puede ser una ficción, la historia una ficción, de casi cualquier cosa puedes decir que es una ficción.

BG: Yo mismo, ahora…

MG: ¡Un deepfake! ¡Oh, por Dios, un deepfake en tiempo real! No, por favor, qué horror [risas].

BG: [Risas] Hablando de horror, las imágenes de terror y contra-terror que circulan en los medios hoy vienen a ser eso que llamo lo “sublime político”, porque la noción de sublime, más allá de su asociación con las reflexiones de Kant sobre las montañas suizas y las tempestades marinas, se originó en la Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello, de Edmund Burke, en 1757. Los ejemplos que Burke utilizó para describir lo sublime incluían los actos de tortura y decapitaciones públicas comunes antes de la Ilustración. Durante los siglos XIX y XX, tuvo lugar una despolitización masiva de lo sublime, y ahora estamos experimentando el retorno de lo político sublime o la repolitización de lo sublime. La política contemporánea no se representa más a sí misma como hermosa, sino como sublime: repulsiva, insoportable, aterradora. Lo que Burke trataba de demostrar era lo siguiente: una imagen de violencia que aterroriza sigue siendo sólo una imagen. El espectador está prestando su atención a algo que, a la larga, es artificial, nos enfrentamos al aspecto diseñado de lo que es supuestamente real. La verdad hay que aceptarla, incluso cuando no nos guste. Ahora bien, esta visión estetizada de la “realidad” (por muy desagradable que sea) es un filtro, inmuniza al receptor contra el impacto directo que pudiera tener la imagen. Quizás por eso a muchos los dejó fríos el incendio del Amazonas.

El político contemporáneo ya no necesita a un artista para cobrar fama o inscribirse dentro de la conciencia popular. Toda figura y evento político son inmediatamente registrados, narrados e interpretados por los medios. Hoy, si un artista logra ir más allá del sistema del arte, este artista comienza a funcionar como mismo funcionan los políticos, los héroes del deporte, los terroristas, las estrellas de cine y otras celebridades menores o mayores: a través de los medios. En otras palabras, el artista se convierte en la obra. La transición del sistema del arte al campo político opera primordialmente como un cambio en el posicionamiento del artista con respecto a la producción de la imagen: el artista deja de ser un productor de imágenes y se convierte en una imagen en sí mismo. Nietzsche declaró que es mejor ser una obra de arte que un artista.

MG: Pero, ¿hasta qué punto puede un artista realmente cambiar el mundo en que vive? ¿En qué medida el arte es capaz de influenciar el entorno en que vivimos?

BG: Ya te comenté hace un rato que el arte en realidad no cambia el mundo. No obstante, hay dos variantes hipotéticas. Una primera puede ser esta: el arte puede capturar la imaginación y cambiar la conciencia de la gente, y si la conciencia de la gente cambia, pues esas mentes trasformadas modificarán también el entorno en que viven. Eso sería persuasión.

MG: Esa es una manera muy idealista de entender el arte, es similar a cómo se entiende la religión y su impacto en el mundo.

BG: Justo. Sin embargo, para que el arte sea, por ejemplo, políticamente efectivo, para que sea capaz de ser usado como propaganda política, tiene que gustarle a su público. Tiene que tener un atractivo. Lo malo es que este público, con frecuencia, no está interesado en llevar a cabo un cambio real. Por eso tantos artistas contemporáneos desconfían del gusto del público y el público contemporáneo desconfía de su propio gusto. En el fondo, a menudo pensamos que cuando nos gusta una obra es porque esta no es lo suficientemente buena, y que cuando no nos gusta, de seguro sí lo es. Malévich creía que el mayor enemigo de un artista era la sinceridad: los artistas no deben hacer nunca lo que verdaderamente les gusta porque muy probablemente lo que les guste sea algo banal e irrelevante.

Una segunda variante en la que el arte puede cambiar el mundo es siendo entendido no como producción de mensajes sino como producción de cosas. En vez de cambiar el espíritu de los espectadores, modifica el entorno físico en que estos viven y al acomodarse aquellos a las nuevas condiciones de vida, pues cambian sus actitudes y sensibilidades. Para decirlo en términos marxistas, el arte puede ser visto como parte de la superestructura o como parte de la base material. En otras palabras, el arte puede ser entendido como ideología o como tecnología. Esto sería acomodación.

MG: Como la torre Eiffel. O como lo que intentaron hacer algunos movimientos de la vanguardia de los años veinte, el constructivismo ruso, Bauhaus, De Stijl, que más que gustarle al público, lo que les interesaba era crear un público nuevo…

BG: Experimentamos la mirada de los otros como un ojo maligno, no cuando pretende penetrar nuestros secretos y transparentarlos (esta penetración es más bien halagadora y excitante), sino cuando niega que tenemos un secreto, cuando nos reduce a lo que ve, y nos banaliza, nos trivializa.

MG: Es muy triste ser una esfinge sin secreto.

BG: Exacto. Para Sartre, el infierno es el otro; para Lacan, el ojo del otro es siempre un ojo maligno; y para El Gadafi, no hay mal de ojo posible si el amuleto es lo suficientemente fuerte. Ocurre que hoy el sujeto contemporáneo se define como portador de un grupo de contraseñas que sólo él, y nadie más, conoce. El sujeto contemporáneo es, en primera instancia, el guardián de un secreto, e Internet es el lugar donde el sujeto se expone, transparente, observable. Hoy, el Hermeneutiker se ha convertido en un hacker. Lo que antes era un diario, ahora es el teléfono móvil, y con mucha más intensidad. Ahora mismo, acceder al teléfono de una persona es hurgar en su espacio más privado, entrar en sus pensamientos más salvajes. Una conversación vía WhatsApp es más reveladora que el mejor test psicológico. Nuestro Ello no yace sólo en el subconsciente, también lo guardamos en el móvil, y el correlato público de ese diario son los posts en las redes sociales, ahí habita el Superyó.

MG: ¿Hasta qué punto la obra de arte existe desligada del artista al cual se le atribuye? Para usar mi caso, ¿es la pieza de Lil Puñeta, por ejemplo, una reflexión sincera sobre un fenómeno específico o es meramente un bulo, escándalo barato?

BG: Es un escándalo en potencia [risas]. De hecho, el aspecto más interesante que le veo a Internet como archivo es precisamente las posibilidades de descontextualización y recontextualización mediante las operaciones de “corta y pega” que se les ofrecen a los usuarios. Nótese además que el proceso de archivado abre un grado de especulación e imaginación que puede bien ser visto como una reescritura o reinvención del pasado. Y, como es lógico, la documentación de arte, no es arte.

MG: ¿Entonces las fotografías de Santiago Sierra que expongo en mi muestra no son arte?

BG: No lo son. Eso es la mera referencia a un hecho artístico, que por demás asumimos que ocurrió realmente, pero no lo podemos saber con certeza.

MG: Pero Sierra dice que sí son arte.

BG: Te engañó [risas].

[…]

BG: Un tipo escribió en su diario que la única manera de prevenir un nuevo régimen hitleriano sería que todo el mundo se convirtiera en Hitler. De modo que, lo que fue una práctica totalitaria de propaganda se puede convertir en un campo de nueva imaginación artística si todo el mundo se inventara su propia historia.

MG: Ok, pero eso me resulta un tanto anarquista, si todo el mundo inventa una historia diferente, pues no hay referente, no hay asidero posible…

BG: No sé cómo será en Cuba, pero en Rusia y en el este de Europa se inventan el pasado, no lo descubren. Porque el rompimiento fue muy fundamental, el cambio fue psicológicamente inalcanzable, de modo que el comunismo viene a ser un break en la historia –una interrupción, no una parte de la historia, no cabe en la historia que se narra ahora–. La historia, en muchos casos, parece muy ingenua, casi una parodia, pero es un proceso creativo, después de todo. La gente inventó la historia, ellos la crearon, no hay nada de malo en ello. Fue como el Renacimiento. No tiene nada de malo falsear la tradición, el pasado, si se hace de una manera interesante.

MG: ¿No tiene nada de malo empezar a decir que Stalin fue un buen tipo?

BG: No si se hace de la forma correcta. Durante mi experiencia en las universidades, he visto que nuestro sistema dicta: “Por favor, diga algo nuevo”. ¿Pero por qué tendría yo que decir algo nuevo? ¿Quizás es más interesante lo que ya fue dicho? ¿Por qué escribir una disertación, por ejemplo? Dijeron que esta disertación debería ser nueva. ¿Qué significa eso exactamente? No dicen que deba ser verdad. Dicen que debes crear algo nuevo, aunque sea erróneo y falso. ¡Ese es el requerimiento oficial! Y eso significa que nuestro sistema educacional se basa en una mentira asumida. Una producción e invención de fantasías y espejismos que crean una ilusión de consistencia.

[…]

BG: Todo tipo de diseño –incluyendo el autodiseño– es considerado primordialmente por el espectador no como una manera de revelar cosas, sino de ocultarlas, es un mecanismo para inducir a la sospecha.

MG: Correcto. Y justamente El octavo círculo viene a ser eso, una nota (¿apócrifa?) sobre el simulacro cultural, un experimento sobre la identidad, una lectura dramatizada.

BG: ¿Qué es la vida sino un gran juego, una gran tomadura de pelo?


* Fragmento transcrito de entrevista vía Skype con el teórico ruso-germano Boris Groys, 31 de agosto de 2019.

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