Nadiezhda Mandelstam en la dacha de unos amigos cerca de Moscú (FOTO Gueorgui Pinkhassov)
Nadiezhda Mandelstam en la dacha de unos amigos cerca de Moscú (FOTO Gueorgui Pinkhassov)

Después de haber abofeteado a Aleksei Tolstói, Mandelstam regresó inmediatamente a Moscú y desde allí telefoneaba cada día a Ajmátova suplicándole que viniese. Ella dudaba y él se enfadaba. Una vez ya dispuesta y con el billete en la mano, se quedó pensativa junto a la ventana. “¿Estás rezando para que pase de ti este cáliz?”, le preguntó Punin, su marido, hombre irritable y brillante. Fue él quien, paseando un día con Ajmátova por las salas del Museo de Tretiakov, le dijo de pronto: “Veamos ahora cómo te llevarán al patíbulo”. Y así nació la poesía: “Y luego, al anochecer, la carreta se hundirá en la nieve… ¿Qué loco Súrikov describirá mi último suspiro?”. Pero no tuvo que recorrer ese camino. “Te reservan para el final”, decía Punin, y un tic contraía su rostro. Mas al final se olvidaron de ella y no la detuvieron, pero se pasó toda la vida despidiendo a sus amigos en su último viaje, incluido el propio Punin.

A recibirla fue Liova, su hijo, que en aquel entonces pasaba unos días con nosotros. Hicimos mal en confiarle una misión tan simple; distraído como era, no vio a su madre y ella se disgustó. No estaba acostumbrada a cosas así. Aquel año, Ajmátova nos había visitado con frecuencia y estaba habituada a oír, ya en la estación, las primeras bromas de Mandelstam. Recordaba su airado reproche: “Viaja usted a la velocidad de Ana Karenina”, un día en que el tren llegó con retraso y “¿Por qué se ha disfrazado usted de buzo?”: llovía en Leningrado, y se presentó con impermeable de capucha, botas y paraguas, cuando en Moscú el sol quemaba a más y mejor.

Cuando se reunían, se tornaban tan alegres y despreocupados como dos chiquillos que se hubieran encontrado en el Taller de los Poetas. “¡Tss! –gritaba yo–. ¡No puedo vivir con tales charlatanes!”. Pero en mayo de 1934 no tuvieron tiempo de alegrarse. El día se prolongaba angustiosamente. Al anochecer se presentó el traductor Brodski y se instaló tan sólidamente que fue imposible moverlo del sitio. En la casa no había nada que comer por mucho que se buscase. Mandelstam fue a casa de unos vecinos con el propósito de conseguir algo para la cena de Ajmátova. Brodski se precipitó en pos de él. Quedamos chasqueadas; ¡confiábamos tanto en que se fuera al faltar el dueño de la casa! Mandelstam regresó poco después con el botín: un huevo, pero sin desprenderse de Brodski, quien volvió a arrellanarse en el sillón y se puso a declamar las poesías predilectas de sus poetas predilectos: Sluchevski y Polonski. Conocía la poesía rusa y francesa a la perfección. Permaneció así sentado sin dejar de citar y declamar, y tan sólo pasada la medianoche comprendimos la causa de semejante insistencia.

Cubierta de ‘Contra toda esperanza. Memorias’ (Acantilado, Barcelona, 2012)
Cubierta de ‘Contra toda esperanza. Memorias’ (Acantilado, Barcelona, 2012)

Cuando nos visitaba Ajmátova, la instalábamos en la cocinita, donde no había todavía conducción de gas; yo cocinaba lo que pasaba por nuestra cena en el pasillo sobre un infiernillo. Por respeto a la invitada, la inactiva cocina de gas se cubría con un hule y hacía las veces de mesa. La cocina fue bautizada con el nombre de “santuario”.

“¿Qué hace usted aquí tumbada como un ídolo en su santuario?”, había preguntado una vez Narbut, entrando en la cocina para ver a Ajmátova. “Más nos vale ir a cualquier reunión…”. De este modo, la cocina se convirtió en santuario y en él estábamos las dos, dejando a Mandelstam a merced del amante de la poesía. De pronto, a eso de la una de la madrugada, resonó un golpe seco, insoportablemente expresivo. “Vienen en busca de Ósip”, dije, y fui a la puerta.

Al otro lado de la puerta había unos hombres –me pareció que eran muchos– vestidos todos de paisano. Durante una ínfima partícula de segundo tuve la esperanza de que no era eso todavía. No distinguí el uniforme oculto por el abrigo de paño. De hecho, esos abrigos de paño también servían de uniforme, pero camuflado, como en tiempos antiguos los abrigos verdes de la policía zarista; pero yo entonces no lo sabía. La esperanza se desvaneció tan pronto como los no deseados visitantes cruzaron el umbral.

Esperaba, por costumbre, oír: “¡Buenas noches!”, o bien “¿Es la casa de Mandelstam?”, o “¿Está en casa?”, o, finalmente, “Un telegrama”… Habitualmente, el visitante intercambia unas palabras con la persona que le abre la puerta y espera que esta se aparte y le deje pasar a la casa. Pero los visitantes nocturnos de nuestra época no se atenían a semejante ceremonial como, probablemente, tampoco lo hacen los agentes de la policía secreta de todos los países y todas las épocas. Sin preguntar nada, sin esperar nada, sin detenerse en el umbral ni el más mínimo instante, penetraron con increíble agilidad y rapidez en el pasillo, apartándome, pero sin empujarme. La casa se llenó inmediatamente de gente. Ya estaban comprobando los documentos y con movimientos exactos, habituales y bien estudiados palpaban nuestras caderas, tanteando los bolsillos para comprobar si ocultábamos algún arma.

Mandelstam salió de la habitación grande: “¿Vienen por mí?”, preguntó. Un agente de corta estatura lo miró casi sonriente: “Sus documentos”. Mandelstam sacó del bolsillo el pasaporte. Después de comprobarlo, el chequista le tendió la orden. Mandelstam la leyó y asintió con la cabeza. En el lenguaje de ellos, eso se calificaba de “operación nocturna”. Según supe más tarde, todos ellos estaban firmemente convencidos de que cualquier noche y en cualquiera de nuestras casas hallarían resistencia. En su medio, y con el fin de mantener su moral, circulaban románticas leyendas sobre los peligros nocturnos. Yo misma oí el relato de cómo Bábel, defendiéndose a tiros, había herido gravemente a uno de los “nuestros”, según expresión de la narradora, hija de un importante chequista que se destacó en 1937. Estas leyendas alimentaban la inquietud por su padre enviado a realizar un “trabajo nocturno”, ese padre tan bondadoso y consentidor, que amaba tanto a los niños y animales –en casa siempre tenía el gato en sus rodillas–; y enseñaba a su hijita a no reconocer jamás la falta cometida y a responder obstinadamente “no” a todas las preguntas. Ese hombre tan bonachón y amante del gato no podía perdonar a los inculpados que reconociesen, incomprensiblemente, todas las acusaciones que se formulaban contra ellos. “¿Por qué lo hacían? –repetía la hija imitando al padre–. ¡Haciéndolo se perjudicaban a sí mismos y también a nosotros!”. Con “nosotros” se refería a los que llegaban por la noche con la orden, a los que interrogaban y condenaban, a los que contaban a sus amigos, en los ratos de ocio, seductores relatos sobre los peligros nocturnos. Las leyendas chequistas sobre los terrores nocturnos me recuerdan el diminuto orificio en el cráneo del inteligente y prudente Bábel, de frente tan espaciosa, quien nunca había tenido, probablemente, un revólver en las manos.

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Ósip Mandelstam. Foto de la prisión de su expediente de investigación en 1934 (FOTO Archivo Central del FSB de la Federación de Rusia)
Ósip Mandelstam. Foto de la prisión de su expediente de investigación en 1934 (FOTO Archivo Central del FSB de la Federación de Rusia)

Penetraban en nuestras míseras y atemorizadas casas como en guaridas de bandidos, o secretos laboratorios donde enmascarados carbonarios preparasen dinamita y se dispusieran a una resistencia armada. A nuestra casa llegaron en la noche del 13 al 14 de mayo de 1934. Una vez comprobados los documentos y entregada la orden, convencidos ya de no encontrar resistencia, empezaron el registro. Brodski se dejó caer pesadamente en el sillón y se quedó inmóvil. Enorme, parecido a una escultura de madera de algún pueblo extremadamente salvaje, respiraba con fatiga, resoplaba e, incluso, roncaba; así estuvo resoplando y roncando. Parecía irritado y ofendido. En una ocasión me dirigí a él, pidiéndole, según creo, que buscase en los estantes algún libro para Mandelstam; me respondió groseramente: “Que se lo busque él mismo”, y volvió a sus resoplidos. Al amanecer, cuando ya recorríamos libremente la casa y los cansados chequistas ni siquiera nos seguían con la vista, Brodski despertó de pronto, levantó la mano como un escolar y pidió permiso para ir al retrete. El agente que dirigía el registro lo miró burlón. “Puede irse a casa”, dijo. “¿Cómo?”, preguntó a su vez Brodski, sorprendido. “A casa”, repitió el chequista, y le volvió la espalda. Los agentes despreciaban a sus ayudantes civiles y Brodski fue enviado, seguramente, a nuestra casa para que nosotros, al oír la llamada, no tuviéramos tiempo de destruir ningún manuscrito.

Nadiezhda Mandelstam en la dacha de unos amigos cerca de Moscú (FOTO Gueorgui Pinkhassov)
Nadiezhda Mandelstam en la dacha de unos amigos cerca de Moscú (FOTO Gueorgui Pinkhassov)

* Este fragmento pertenece a Nadiezhda Mandelstam: Contra toda esperanza. Memorias (Acantilado, Barcelona, 2012), traducido del ruso por Lydia Kúper. Se reproduce con autorización de Editorial Acantilado.

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