Imagen de portada de ‘Filosofía y consuelo de la música’, Acantilado, Barcelona, 2020.

Memoria y consuelo

La imposibilidad de fijar un lenguaje, la incapacidad de expresar gráficamente la altura de un sonido o su gravedad, el inviable modo de indicar su duración, el escollo infranqueable que entre los antiguos suponía anotar un dibujo melódico, ya fuera sobre un papiro, sobre piedra o arcilla, una humilde canción, la más fácil melodía, desprovista de todo vuelo, explican una parte del carácter sagrado que le fue asignado a la música. Lo intangible y evanescente, lo inalcanzable. La invisibilidad reducida a sonido, a vibración esparcida por el aire como polen, llevó a los antepasados a establecer una analogía que invitaba a identificarla con la naturaleza de los dioses, presentes como ella aunque inaprensibles, revelados pero ocultos, extraños y, sin embargo, dadores de sentido.

Lo que gozaba de existencia en el solo instante de su expresión, ya fuere el canto de un pastor babilónico o las notas de una flauta egipcia junto a los campos donde crecía el kamut, estaba destinado a diluirse para siempre en un silencio que no procedía del mundo; regresaba, bien al contrario, al lugar de donde había partido, a saber, de los labios de un dios.

Tratar de recordar la música, custodiarla en la mente a fin de salvaguardarla del olvido, fue un modo de enraizarse al pasado, de vivir en él. Su etimología, que procede del griego mousiks, explica este memorar, porque las Musas, en cuanto que hijas de Mnemosine, la personificación de la Memoria, propiciarán el recuerdo y llevarán a concebir esta ciencia, este arte, como una continua evocación. Ellas revelarán que hubo una música anterior a lo que somos, inclinados por nuestra tendencia a olvidar lo que poseímos. Si la música permite esta visita a lo que de originario hay en nosotros se debe a que su unidad temporal refleja la unidad que fuimos.

 

El Pseudo Aristóteles de los Problémata, que juega con la palabra nómos (nómoi) en su doble sentido, ya que significa ley, pero musicalmente se aplicaba a las piezas que estaban sujetas a una armonía (harmonía) y un ritmo determinados, revela algo importante para lo que estamos diciendo; se pregunta: “¿Por qué se llaman nómoi las piezas que se cantan? ¿Es porque, antes de que se supiera escribir, se cantaban las leyes para no olvidarlas, como todavía se acostumbra a hacer entre los agatirsos?” (Problema xix, 28). Sí, cantar las leyes prolongaba su vigencia. El canto para evitar el olvido. La melodía, el ritmo, son contrarios a la pérdida.

 

Aristóxeno, que fuera un ilustre discípulo de Aristóteles, sugiere que la melodía existe en el devenir, y que entender la música nace de dos cosas, esto es, de la percepción y la memoria. Dice: “Es, pues, necesario percibir lo que sucede y recordar lo sucedido” (Harmónica, ii, 38-39). Oído, intelecto, memoria. Y podemos agregar, también, que esta necesidad de fijar un lenguaje, esta vez musical, lleva consigo el afán de saber, de caminar hacia el conocimiento. Este impulso nació, como dejó escrito Platón en el Crátilo (406a), del verbo mosthai, desear; pero se trata de un anhelo limpio, sin la traba de la codicia: es el ansia legítima de aprender, ya sea el arte de la música, ya sea la penetración del pensamiento.

 

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Cubierta de ‘Filosofía y consuelo de la música’, de Ramón Andrés (Editorial Acantilado, Barcelona, 2020).
Cubierta de ‘Filosofía y consuelo de la música’, de Ramón Andrés (Editorial Acantilado, Barcelona, 2020).

La primitiva notación musical es más tardía que la escritura y, sobre todo, más oscura y vaga, a menudo indescifrable, sumamente escasa. En una tablilla cuneiforme (uet 7 /74) del segundo milenio antes de Cristo, que fue encontrada en la ciudad mesopotámica de Ur, puede apreciarse, bajo la representación de una estrella de siete puntas, un sistema de afinación destinado a un arpa o una lira de nueve cuerdas. Lo importante es que descubre la posibilidad de establecer siete escalas diatónicas diferentes, con lo cual se nos ofrece una información privilegiada acerca de su sistema tonal, similar al que, muy avanzados los siglos, difundirá el pitagorismo. Pero otra cosa es una notación que pueda acompañarnos al mundo sonoro de los orígenes, a la música de las primeras civilizaciones que se halla restringida a unas grafías casi ilegibles en las paredes de las cámaras funerarias de Egipto; ideogramas que acompañan al espíritu de Kui en el Lejano Oriente; los acentos, cifras y neumas de la India que buscan cristalizar los siete svara que labran las escalas del Sama Veda; el alfabeto que, desde Aram a Fenicia, servirá para relacionar las notas. Así ocurrirá en Grecia, cuyo testimonio se reduce a unos cuarenta fragmentos que la suerte ha permitido preservar. Se conjetura que uno de los primeros músicos en servirse de un diagrama para la notación fue el citarista Estratónico de Atenas, en el siglo IV antes de Cristo, célebre por su arte y no menos por su irónico talante.

Sin embargo, fue la palabra pronunciada, el canto pervivido en la oralidad, la memoria auditiva, lo que permitió mantener un legado musical que, a través de las generaciones, pudo ser evocado. Pese a todo, la erosión del tiempo provocó que esta herencia fuera cada vez más imprecisa, porque el recuerdo desdibuja. La melodía se desgastaba con lentitud, como el papiro o la piedra sobre la que estaba sugerida.

 

Si, como escribe Annie Bélis (Les Musiciens dans l’Antiquité, pp. 157-159), ni tan siquiera en la Edad Media todos los compositores conocían en rigor la complejidad de la notación (por lo que se ayudaban de un experto en este oficio), se deduce la situación de la escritura musical en un mundo que estaba tejiéndose. El filósofo Rabano Mauro, que nació en torno al año 776, admite que “si los hombres no los retienen en la memoria, los sonidos mueren, ya que no pueden recibir una fijación por escrito” (De rerum naturis et verborum proprietatibus et de mystica rerum significatione; Sobre la naturaleza de las cosas y las propiedades de las palabras y el sentido místico de las cosas). Con este mismo procedimiento, el de recurrir a alguien ejercitado en esta labor, debieron de fijar, con más o menos precisión, las melodías en la Antigüedad, dado que, como se ha dicho, los músicos y los poetas griegos y romanos, en su mayor parte, no eran capaces de escribir la música que brotaba de su imaginación.

Y, sin embargo, bien que de manera limitada, los versados en este oficio escribían o encargaban esculpir unos signos que podían ser leídos por un conocedor de este escogido saber. Por tal razón, Bélis distingue entre compositeurs y notateurs. Que las canciones, a veces, se conocían lejos de donde habían sido concebidas es un hecho. Píndaro (c. 518-438 antes de Cristo) cuenta, en el tercer epodo de la segunda Pítica (70-77), que remite a Hierón su canto, y lo expide a través “del mar canoso” como si fuera “una mercadería”. Alguien, cuando llegue a Siracusa, de donde es Hierón, sabrá leerlo:

¡Salve! Este canto mío
se te envía a manera de fenicia
mercadería a través del mar canoso.
También atiende al otro,
el del ritmo castóreo y tono eolio,
y en atención de heptacorde forminge,
de corazón acógelo.
Aprende a ser quien eres para serlo.

La única melodía griega conservada por entero suena en una estela funeraria, una columna de mármol que alberga la escritura del expresivo modo (tónos) frigio. Se trata, en realidad, de un escolión (skólion), una canción propia de los banquetes en los que se escanciaba una buena y copiosa bebida. Sin embargo, aquí no reviste este carácter. Si apeló a esta forma para recordar a un difunto seguramente se debió a la necesidad de consolar y disipar la melancolía de quien visitaba el koimétsrion, el cementerio o lugar del reposo inquebrantable, el dormitorio de la nada y la noche. Data del siglo II antes de Cristo y se le conoce como el Epitafio de Seikílos o Sicilo, que lo dedicó a su esposa. En él se lee:

Imagen soy de piedra,
Seikílos aquí me asienta,
donde seré por siempre
signo de recuerdo eterno.

Mientras vivas, brilla,
nada te apesadumbre;
la vida es breve,
y el tiempo su deuda pide.

“Brilla, nada te apesadumbre”. Sabiduría. Ningún contencioso. Lejos del lamento. Recordar no implica siempre tristeza; a veces, bien al contrario, consiste en un generoso revivir. En el étimo de recuerdo (recordor) está el sentido de volver a pasar por el corazón.

Seikílos seguramente fue miembro de una familia de músicos afincada en las tierras de Trales, hoy llamada Aydin, en Turquía; la ciudad se levantaba en el Gran Meandro que fluía hasta Miunte y Mileto. Un poco más al norte, a un día de camino emprendido a buen paso, se encontraba Éfeso. La inscripción contiene la que es con toda probabilidad la firma del autor: “Seikílos, hijo de Euterpe”, la musa protectora de la música. Unas palabras la preceden: “Yo, la piedra, soy imagen; aquí me señala Seikílos como estela persistente de inmortal memoria”.

Su hallazgo se produjo en 1883, mientras unos ferroviarios removían el suelo para comprobar su resistencia al paso de los ferrocarriles. En el decurso de los años, el azar, su vaivén, hizo que después de 1922, una vez consumado el Holocausto de Asia Menor –al que los griegos prefirieron nombrar, y con justicia, katastrophé–, el epitafio fuera hallado en el jardín de una campesina, que lo usaba de macetero. Una vez localizado, quedó al amparo del consulado holandés y, tras unas décadas de custodia y silencio, se consideró de nuevo perdido. El Nationalmuseet de Copenhague lo había adquirido para su fondo; está expuesto en sus galerías desde 1967, en la sala número 1 i. Quien lea o escuche su melodía aceptará que podría ser el himno de todos los desaparecidos.

Epitafio de Seikílos
Epitafio de Seikílos

Los cuarenta fragmentos dispersos que abarcan siete siglos de música griega –entre ellos la parte de un coro del Orestes, obra del más melancólico de los trágicos, Eurípides– pueden escucharse, resumirse, en tan sólo diez minutos. Es la exigua herencia de un tiempo que, sin embargo, y con anterioridad a Grecia, había testimoniado con amplitud, en el seno de la literatura y con una asombrosa madurez, el desventurado destino de los seres humanos, como lo fuera el sucumbir del mesopotámico Gilgames bajo las aguas del río, o los ágiles pies del fallecido en su ascenso hacia el dominio celeste, tal como queda narrado en el Libro de los muertos egipcio. Habían sido escritos los cantos a Nergal e Inanna, la diosa regida por el planeta Dilbat; su brillo no era otro que el de Venus. También los poemas elevados al sanador Ninazu y las plegarias o shita-aba dirigidas al lluvioso Numushda. Jasón todavía no se había detenido a otear el horizonte en busca del reino de Medea, ni los Curetes cantado ni golpeado sus escudos para que Crono no oyera el llanto del niño Zeus, a quien perseguía con la voluntad de darle muerte.

Y, pese a esto, la música es por supuesto más antigua que la literatura, quizá porque el sonido guarda una propiedad fundacional, está en el cimiento de las cosmogonías más elaboradas y decisivas; las promueve, las argumenta y acompaña. Por eso se halla más cerca del arquetipo que la palabra.

El oído no sucumbe a las tinieblas como lo hace la vista; tampoco la noche le impide recoger la sonoridad de un mundo que durante el día ha sido conjetura y, llegada la oscuridad, se vuelve revelación.

 

La certidumbre de Hölderlin sobre nuestro cometido, el de acoger un silencio que los dioses han dejado tras su paso, define la situación de un ser que está destinado a existir como escucha. Una audición en la que, sin embargo, se busca consolación, es decir, sentido y señal de otra manera de concebir la realidad. Consuelo, Trost, es, precisamente, lo que buscaba en el piano que compró el ebanista Ernst Zimmer para que el poeta lo tocara en la soledad de la torre de pared amarillenta, seguramente uno de cuatro octavas y media, quizá de cinco, como eran los instrumentos propios de los aficionados en aquella Tubinga de principios del siglo XIX. Al parecer, Holderlin repetía una y otra vez la misma melodía, así como una serie de notas sin ningún significado, igual que lo hará Giacinto Scelsi durante su internamiento con un único, salvífico y obsesivo la bemol.

Ciertamente, una de las facultades mayores de la música –acaso la más importante– es la de prestar consuelo, que los griegos refirieron con los términos de euthymeín, que significa “aliviar el ánimo”, y parathálpo, que vendría a expresar eso que con tanta frecuencia nos es necesario: “recibir aliento”. Un alentar. A lo que ellos llamaron paramythion, los latinos lo denominaron consolatio.

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Consolatio philosophiae, Boecio. Ahora podemos decir, asimismo, Consolatio musicae. Querer escribir sobre el consuelo es, a su vez, tratar de perpetuar la música.

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Una xilografía de los Octaginta emblemata moralia nova, obra del luterano Daniel Cramer publicada en 1630 en la ciudad de Fráncfort, escenifica este don que ilumina la existencia de la música. En el “Emblema xxxi” un cautivo, a solas en una celda que se adivina húmeda, está inmovilizado. Tiene las piernas trabadas en un cepo, lo suficientemente ancho como para apoyar en él un libro de música. Las manos, sin embargo, están libres; toca el laúd. Cramer advierte que la esperanza y la paciencia vencen las tribulaciones, someten el azar. La esperanza es firme como un ancla; es la plomada del que aguarda. Pero lo que vemos en verdad, en la empobrecida luz del calabozo, es a alguien buscando consuelo. Unos acordes, un dibujo que traza una melodía, lo confortan, hacen las veces de llave para aquel que, encerrado, se traslade mentalmente a su hogar, a las calles, a un campo apacible y alejado de su cárcel.

Emblemata moralia nova, Daniel Cramer
Emblemata moralia nova, Daniel Cramer

Curiosamente, a las clavijas de los instrumentos se las llamaba “llaves”.

 

No, la música no es la última de las artes en aparecer, como es costumbre afirmar. Cuando Friedrich Nietzsche circunscribe su nacimiento en “el otoño y el marchitar de su cultura” (Nietzsche contra Wagner, v) se está refiriendo a la música culta de Occidente, a esa que comenzó a fraguarse en Europa a partir de la Edad Media, en los tiempos de Alcuino de York, de Juan Escoto Eriúgena y su afín y continuador Remigio de Auxerre. Este último mantuvo amistad con Hucbaldus, durante un tiempo considerado el autor de Musica enchiriadis, el decisivo tratado sobre la naciente escritura polifónica cuya fecha se sitúa a fines del siglo IX. Ambos, Remigio y Hucbaldus, coincidieron unos años en el monasterio de Saint-Amand, a medio camino entre Cambrai y Tournai, que en el siglo de Jan van Eyck serán dos centros decisivos para el devenir musical.

Ciertamente, en estos lugares, tocados por una extraña virtud, nacerá la música que inspirará durante siglos el más notable repertorio europeo, ese que deslumbraría a Karl Popper, persuadido de que la polifonía era “la realización más inaudita, original y verdaderamente milagrosa de la civilización occidental, sin excluir la ciencia” (Búsqueda sin término, XII).

Pero antes de que la música fuera “música” y “lenguaje pensable”, hubo un sonido primordial cuya audición prorrumpió como un aviso, como una primera noticia que hablaba de algo incorpóreo; era la intuitiva percepción de un flujo que nos dejó en ciernes de aquello que, llegado el día, seríamos.

Escuchar la naturaleza remite instintivamente a cuanto fuimos, es un modo de oír a los antepasados, la manera de tenerlos por unos iguales, el medio de retornarlos. Podría decirse que los que habitan el pasado restituyen una escena perdida hace mucho, cuando nos sentíamos capaces de estar atentos a otras formas sensitivas y todavía no habíamos reducido la existencia, el conocimiento, a una sola y circunscrita mirada.

No es fortuito que en las mitologías y en los escritos sagrados de las religiones inaugurales el sonido adquiriera el valor de la profecía. Las sonoridades lejanas legitimaban el lugar donde la vibración alcanzaba un significado. Una buena parte del mundo originario se gestó en la audición.

La propiedad auditiva, el sonido tomado como guía y medida de la conciencia, hace del ser un espacio oyente, un existir en el punto de escucha. Akoustiké, de akoúein, oír. Acústica, sonoridad que acaba de suceder y viaja hasta el oído, manifestación de lo lejano que facilita el asentamiento de nuestro estar.

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La música es una manera de pensar el aire, un modo de aprender la vibración que la atmósfera deja en el oído.

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El grito, la voz

Los saltos de agua, violentados después de la tormenta, el trueno, una roca despeñada, el batir del mar, cualquiera de las sonoridades que despliega la naturaleza propiciaron la interiorización acústica de un exterior que la vista solo permitía objetivar. En el alba de la humanidad empezó a generarse un doble estrato en la percepción de lo real: el influido por el sonido y el que venía determinado por la visión. En un primer momento, todavía en la vigilia de la mente, afloró un lenguaje no verbal, un estadio prelingüístico y, por decirlo de algún modo, musical. Esto significa que, mientras la especie iba de camino al habla, habían emergido unas fonaciones articuladas de forma peculiar, puras imitaciones de lo acontecido en la naturaleza, emulaciones de sus elementos, repeticiones del canto de las aves y el rugido de las fieras, todo ello asimilado de modo espontáneo como un improvisado sistema de comunicación. Llegará el tiempo en el que el ser humano “se reúna alrededor de su propio grito”, como ha dicho Emanuele Severino en El parricidio fallido. En sus páginas señala que “la evocación del grito es la música originaria de los mortales” y, también, que “el grito está en el centro de la fiesta arcaica […], está en la casa natal de la palabra”.

El grito, el gritar. Su nombre deriva de aquel quiritare que se producía cuando los ciudadanos, los quirites, pedían auxilio. Gritar era llamar a los otros. O, todavía más, el queritari explicaba la escisión arcaica, la voz que regresa a su parte más primitiva, al no lenguaje. No es el grito proferido contra el semejante, no es la onda irregular que lo aturde y humilla. Estamos hablando del grito lanzado a solas, del grito primitivo y en apariencia inmotivado, el que no obedece al dolor. Hablamos del que no tiene respuesta a la ira, como ocurre en el rostro salido del taller de Franz Xaver Messerschmidt; no es el Skrik de Edvard Munch; no es L’anima dannata de Miguel Ángel que grita. Nos referimos a esa violencia primigenia, a la señal solitaria que confirma una colisión con el mundo. Está en la raíz de lo humano. Se grita porque el entorno grita. Gritar, en el fondo, significa aislarse.

Se trata de un sonido que es reactivo ante lo real, furia del inicio. Georg Simmel definió el grito como el reflejo de una incapacidad lingüística ante un “acontecimiento psíquico elevado” (Estudios psicológicos y etnológicos sobre la música, pp. 22-25). Es la desmesura que sale de la garganta del aqueo Esténtor; es el ¡Alalá! de Aquiles retumbando como una trompeta: la diosa de ese mismo nombre se hacía audible en las batallas. Los hoplitas lanzaban un ¡Alalá! porque imitaban el graznar del cuervo en presagio de los enemigos muertos. Hay un grito de todas las muertes, de todos los compianti: el de María y María Magdalena salidas de Niccolo dell’Arca, el de Bernini, el de Enrico Ferrarini.

En Eleusis se oía un iaché, y en los cortejos dionisíacos un evohé. Misterio y ruptura.

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Cuando hablamos, se nos cifra en 40 dB; si gritamos, ascendemos a 130 dB, el umbral del dolor para el oído (ajeno).

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Hay un grito en el primer Homo vocalis, y otro en el viejo y quizá uno de los últimos pobladores de la tierra, el Homo technicus. Nietzsche oyó el grito que se produjo entre los antiguos griegos; procedía del tratado de paz entre Apolo y Dioniso, y todavía más: de la ruptura de ese pacto por parte del espíritu dionisíaco y de aquella rebelión que encontró su escena en las orgías –“en la alegría más alta resuena el grito del espanto”–, en la estridencia que produjo horror y acometió contra la cítara apolínea. Lo cuenta en El nacimiento de la tragedia (i, 2).

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María Zambrano dejó escrito que “la música nace cuando el grito se allana, se somete a tiempo y a número, y en lugar de irrumpir en el tiempo se adentra en él” (El hombre y lo divino, p. 110).

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La voz, el gen foxp2 del habla, el vínculo entre el código genético y el lenguaje, es la mediadora entre este último y el pensamiento. En ella, en la voz, vive la conciencia de un intentar decir, de un querer hablar. Comienzo del comienzo. En la raíz indoeuropea wek-w, que significa hablar, se encuentra el término voz, cuyos cauces, como los de la inteligencia, confluyen en un mismo curso. Hay un arco tendido entre la voz y su cristalización en el fonema. A menudo, el pensar ha sido descrito como el espacio inaprensible del verbo.

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De nuevo el Pseudo Aristóteles y su definición de “voz”: es un aire que ha tomado una forma (Problema xi, 23).

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Jean Abitbol, en L’Odyssée de la voix, observó que sería reduccionista atribuir la configuración de la voz únicamente a un genoma. Lo importante, indica, es discernir cómo la “mecánica del verbo” permitió el germinar de la conciencia y, con ello, la creación de un mundo que será lentamente absorbido por el pensar. Este autor ha concluido que el milenario aprendizaje del Homo vocalis reposa sobre un concepto que lleva a admitir que “la voz es el adn del pensamiento, mientras que de la palabra lo es el gen” (pp. 48-50).

La primera responde a una lejana construcción, a una aspiración verbal alentada por el deseo de comunicación, en tanto que la segunda se comporta como una unidad genética de nuestra inteligencia que procura un significado específico. Giorgio Agamben lo dice de otro modo: cuando el primate del género Homo tuvo conciencia de poseer una lengua, “la separó de sí mismo”, la exteriorizó como si de un objeto se tratara. Con ello expulsó el lenguaje “fuera de sí”, lo escindió de su esencia. Desde ese momento, la articulación de la voz (phoné énarthros) será la articulación de la propia vida, la juntura de la realidad, que se alimenta de la voz para crear su propio contorno, escindida ya del ser humano (¿Qué es la filosofía?; véase, por su interés, el contenido de todo el capítulo, “Experimentum vocis”, pp. 9 -47).

La ciencia ha estudiado con detenimiento este proceso. El Homo habilis y el Homo erectus tuvieron un notable crecimiento del neocórtex. El desarrollo, la vía hacia la configuración cerebral, se apreció, sobre todo, en el agrandamiento de la zona inferior posterior del lóbulo frontal (área de Broca) y de la inferior del lóbulo parietal (área de Wernicke). Pero en el Homo sapiens el aumento excepcional de la masa encefálica y del neocórtex, el ya firme bipedismo, la verticalidad del tórax, del cuello y la cabeza, la baja disposición de la laringe, la dentadura mejor dispuesta y proporcionada, la flexibilidad costal, la capacidad pulmonar, la morfología de las cuerdas vocales –su músculo está estimulado por un solo nervio, el craneal número x , cuya velocidad de respuesta en la fonación es de 100 m/s (360 km/h), en tanto que la captación auditiva es de 40 m/s (144 km/s)– y la amplitud y los caracteres resonantes del tracto vocal favorecieron una comunicación hasta entonces inaudita, llamativamente precisa, capaz de regular el volumen, la altura y el timbre del habla. Fue entonces, con el advenimiento del Homo sapiens, cuando quedó fijado el foxp2.

 

El lenguaje implica la propiedad de nombrar y, por esa misma razón, de poseer y acotar aquello que se nombra. En él reside la verdadera fundación, la definitiva llegada al mundo y la asunción de una conciencia reflexiva, es decir, del conocimiento que uno posee de sí mismo, a la cual se sumará una conciencia perceptiva relacionada con cuanto nos envuelve y determina. Pero la palabra conciencia, tal como la entendemos hoy, no cuenta con muchos siglos de antigüedad. Quizá habría que hablar, si vamos al lejano mundo griego, de desacuerdo, de aislamiento, para intuir qué se entendía por conciencia: sentir que se es una voluntad separada del exterior. Una escisión, por lo tanto.

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La divergencia lleva a la subjetividad, que depende del comprender, esto es, de la syneídésis, que será el latino conscius. El scire, el saber, llegó como un eco del skei indoeuropeo: significa cortar, en su atributo de distinguir, de ejercer la facultad de escoger y dejar a un lado aquello que se ha rechazado. Pensar es cortar.

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Para entender la conciencia es necesario recurrir a una paradójica negatividad: padecer el peso de la “mala conciencia”, que los griegos identificaron con la vergüenza. Sentirla “presupone un alto grado de reflexión sobre uno mismo” (B. Snell, El descubrimiento del espíritu, pp. 289-290). Podríamos observar en ella los primeros pasos que habrán de acercarnos a aquella certeza de uno mismo sobre la que especuló Hegel en la Fenomenología del espíritu, a su naturaleza contradictoria, a la oposición que se da en el interior de cada uno, a la circunstancia definida por un interno ir y venir, a un reconocerse “en el doble carácter de ser movimiento de la conciencia y el ser fijo de una realidad que se manifiesta” (“Certeza y verdad de la razón”, c ).

La potencia de la voz, su ímpetu, contribuyó a establecer jerarquías, a marcar y definir territorios. La voz grave y enérgica del hombre es contemplable como un elemento atávico de imposición. La escucha cohibida, condicionada por una voz poderosa, terminará en la asunción de una obediencia. El tiempo transcurrirá, devendrán las lenguas; llegará el término akúein: escuchar, obedecer. En latín, oboedire (ob audire): cumplir un mandato.

Podríamos anteponer la voz del nómada –la voz horizontal que no establece, la que no se repite, la que se aleja en el paisaje y se silencia– a la voz vertical del sedentario, que es siempre la misma, esa que impone su costumbre, la que se perpetúa y erige como un vallado.

Detenerse a escuchar la voz propia supone situarse en la existencia, reconocer en qué lugar se está, máxime cuando el pensamiento acostumbra a llevarnos a otro espacio, a otra ubicación. La voz crea un entorno. Una voz solitaria representa un vivir unísono; si puede mezclarse con otras voces se debe a que, mutua y previamente, todas se han discernido en su propio unísono. De ahí que la comunicación haga que el mundo sea menos originario, menos inicial, aunque parezca más cercano. Responde a un pacto.

Escuchar es aventurarse a abarcar y, sobre todo, decidirse a asumir el pasado, aceptar que toda voz proviene de lo más lejano que hay en nosotros, cuyo principio es sigé, silencio. Como energía prelingüística contó desde su momento auroral con un significado, lo tuvo antes de convertirse en un sonido descifrable, en un fonema. Indicaba un aparecer, una inmediatez, un ahora fuera del tiempo, porque este, en su comienzo, no tenía duración, no era paso: carecía de cuenta. La emisión vocal era un presagio del decir. No había –no hay– una sonoridad vacía, aunque careciera –o carezca– de sentido, lo mismo que la rama insignificante echada a un río que se hunde y emerge en un zigzagueo, pero que es capaz de reclamar la atención y despertar el pensamiento de quien la mira atento mientras se pierde corriente abajo.

Como en la barca de Caronte, esa de anchas cuadernas que cruza los azules estigios de Patinir, la voz navega siempre hacia su final. Sólo se prolonga en la reverberación de un eco, en la repetición de la repetición de la voz de quienes existieron, y que es la nuestra.

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Hay una voz que nunca habría sido confundida en Babel.


* Este fragmento pertenece al volumen Filosofía y consuelo de la música (Acantilado, Barcelona, 2020). Se reproduce con autorización de Editorial Acantilado.

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RAMÓN ANDRÉS
Ramón Andrés (Pamplona, 1955). Ha escrito numerosos libros, como el Diccionario de instrumentos musicales, W. A. Mozart, El oyente infinito y, en Acantilado, Johann Sebastian Bach. Los días, las ideas y los libros (2005), El mundo en el oído. El nacimiento de la música en la cultura (2008), No sufrir compañía. Escritos místicos sobre el silencio (2010), Diccionario de música, mitología, magia y religión (2012), El luthier de Delft. Música, pintura y ciencia en tiempos de Vermeer y Spinoza (2013), Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente (2015), Pensar y no caer (2015), Claudio Monteverdi. Lamento della Ninfa” (2017) y Filosofía y consuelo de la música (2020, Premio Nacional de Ensayo 2021), además de la edición de Oculta filosofía. Razones de la música en el hombre y la naturaleza (2004), de Juan Eusebio Nieremberg. Asimismo, es autor de varios libros de poesía. En 2015 fue galardonado con el Premio Príncipe de Viana de la Cultura y desde 2018 es miembro correspondiente de la Reial Acadèmia Catalana de Belles Arts de Sant Jordi.

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