Ruinas del taller de Línea y 18 en La Habana (fotograma del video del proyecto ‘Montañas con una esquina rota’, 2015)

En el afán de explorar las fronteras disciplinarias y conceptuales del arte, la XII Bienal de La Habana (2015) suscitó una serie de preguntas sobre el campo expandido de la cultura visual y su relación con la experiencia y la vida urbana. Bajo la consigna de convertir la ciudad en una “gran galería”, la Bienal propició el tránsito del arte y sus espectadores por rutas ampliadas de la mirada. Aunque estos itinerarios alternativos hacían posible la intervención crítica de las instalaciones y acciones de arte en lugares inesperados, el gesto de la expansión –mediante el despliegue algo espectacular de objetos y de condiciones performáticas fuera de los límites habituales del museo y los centros culturales– incita ahora a considerar la ambivalencia de la estetización de la ciudad como una operación compleja, implicada en las nuevas configuraciones de la economía cultural. Las celebraciones del 5to Centenario de la fundación de La Habana exacerban algunas de estas mismas preguntas.

Entre las muestras y acciones de arte en distintas partes de La Habana durante la Bienal, quiero destacar el proyecto titulado Montañas con una esquina rota, instalado entre las ruinas industriales del taller ubicado entre la avenida Línea y la calle 18. Se trata nada menos que de la antigua fábrica de ensamblaje de guaguas donde el cineasta experimental Nicolás Guillén Landrián había filmado uno de sus documentales más polémicos, titulado precisamente Taller “Claudio A. Camejo” de Línea y 18 (1971).[1] El cortometraje –uno de los últimos que realizó el cineasta afrocubano antes de su expulsión definitiva del ICAIC en 1972– alterna planos del ensamblaje de un vehículo diseñado para el transporte obrero con la exploración de las condiciones de la representación y participación política de los trabajadores en una asamblea celebrada en el taller. La disyunción radical entre imagen y sonido interrumpe la lógica (y la etimología) en que convergen la fuerza aglutinadora de la “asamblea” y la operación del “ensamblaje” de las partes en la disonante estructura de este documental. Lo que a su vez empalma, años después, con la operación del re-ensamblaje y la yuxtaposición de materiales (y tiempos) heterogéneos resignificados por las obras montadas en aquella “esquina rota” donde las ruinas industriales del taller también cobraban un papel protagónico. ¿Cuál sería en el 2015 la resonancia de la intervención artística en aquel espacio abandonado, el mismo taller industrial donde Guillén Landrián había realizado su documental censurado? Interesa notar, de entrada, la mediación facilitada por el acontecimiento Guillén Landrián, el redescubrimiento de su cine en las últimas dos décadas tras treinta años de silenciamiento, que opera como bisagra o shifter entre el tiempo del trabajo industrial y el laboratorio del arte experimental instalado en aquella esquina rota del productivismo revolucionario.[2]

Entre los temas discutidos durante la XII Bienal no pasó desapercibida la problemática de la precarización del trabajo bajo el impacto de las transformaciones de la economía cubana en los últimos 25 años. La Bienal exploró solapadamente la marginación de zonas de la población que han quedado fuera de trabajo o expuestas a las exigencias y vaivenes de una pujante y por momentos salvaje economía del mercado, sin apoyo institucional significativo ni representación sindical independiente del Estado, atrapadas en el limbo jurídico del llamado “cuentapropismo”.

Si recordamos el peso que había tenido el gran relato del fin de la desocupación y del subempleo que legitimó las políticas económicas de la revolución desde comienzos de la década del 1960,[3] tendremos una mejor idea del alcance que ahora tienen estas transformaciones en la experiencia de la gente y el gobierno de la vida. Tales efectos rebasan evidentemente la cuestión del salario. En la medida en que la inserción laboral había garantizado la efectividad de la interpelación de los sujetos en tanto ciudadanos “productivos” (o su exclusión del marco normativo por “improductivos”), está claro que los cambios recientes no sólo conciernen a las medidas de inscripción y disciplina de los cuerpos, sino también al vínculo afectivo entre la vida psíquica y la subjetivación política.

En efecto, se trata de una alteración mayor del sentido social del tiempo bajo un inestable régimen del valor que trastoca los modos habituales de distinguir entre lo productivo y lo improductivo –entre tiempo del trabajo, el ocio y la “vagancia”– bajo los regímenes que ordenan o administran la vida activa. Estas jerarquías de la actividad y la energía en el reordenamiento del tiempo y de la vida tienen efectos decisivos en las prácticas y la autoridad política del arte y otras formas culturales como el cine, tan susceptible a las variaciones del movimiento y de la stasis, los polos cinéticos de la imagen. La distribución de la energía afecta particularmente los ritmos del tiempo cinemático. Esto contribuye a explicar, por ejemplo, la incómoda intensidad del tiempo lento que prolifera en el cine cubano reciente, más o menos a partir de Sed (1991), de Enrique Álvarez, y Madagascar (1992), de Fernando Pérez, a comienzos del llamado Período Especial. Unos años después, Suite Habana (1996), de Fernando Pérez, elabora una exploración singular del modo en que las transformaciones de la vida activa –antes definida por el régimen del trabajo productivo y su valor social– reorganizan la experiencia de la temporalidad de acuerdo con los ritmos desiguales de cuerpos vulnerables –incluso discapacitados– de sujetos y formas de vida consideradas “obsoletas” o “inútiles”, ubicadas al margen o permanentemente fuera de la interpelación productiva. Otros filmes más recientes, como Melaza (2012), de Carlos Lechuga, y La obra del siglo (2015), de Carlos Machado Quintela, exploran el correlato afectivo del estancamiento de dos industrias emblemáticas de la fábula productivista revolucionaria: la industria azucarera y el proyecto fracasado de la industria termonuclear. Estos largometrajes son ficciones muy críticas de lo que podríamos llamar la demanda energética del productivismo cubano, ligado a un modelo industrial que aúna trabajo productivo, guerra y reproducción de la vida.[4] Los filmes exploran las formas de vida (y las economías del afecto) que sobreviven o se reinventan tras el colapso de la producción y del orden del tiempo revolucionario, su relación ineludible con la extracción y la acumulación de la energía productiva. Ambos, Melaza y La obra del siglo, incitan también a un análisis de la cambiante potencia de lo real en el cine, no ya tan sólo en términos de las variaciones y límites de los registros de la experiencia (las transformaciones reales), sino de la relación entre el audiovisual y los aspectos no asimilables de la vida que desbordan la simbolización de lo real en una zona de la producción cinemática que ahora más bien tensiona o socava el vínculo histórico que sostuvo el cine cubano con la modelización productivista del tiempo, el imaginario del progreso revolucionario y su contradictoria proyección moderna.[5]

Por cierto, aunque las instalaciones auspiciadas por la Bienal entre las ruinas del taller de Línea y 18 no hacían ninguna referencia explícita al documental que Guillén Landrián había hecho allí mismo en 1971, está claro que el arte in situ desataba asociaciones históricas y políticas ligadas a la significación del lugar, su historia material y cultural. Tampoco se encuentran referencias explícitas al documental de Guillén Landrián en los catálogos o pronunciamientos públicos de los curadores de la Bienal. Pero sí era posible ver su cortometraje, algunas de aquellas mismas noches de la Bienal, sin una programación muy concertada, en un pequeño espacio cultural alternativo próximo a las ruinas del taller, El Ciervo Encantado, emblemático colectivo de teatro independiente. Lo que sugiere que los curadores de la muestra, atentos a una distribución polémica de los espacios del arte contemporáneo, habían considerado el potencial expresivo del entorno empírico, los silencios, desfases y pugnas que transitaban el lugar de su site-specific art. Así, la muestra tímidamente puntualizaba un mapa de los emergentes órdenes de la visibilidad (y de lo invisibilizado) de la cultura cubana mediante el re-ensamblaje de imágenes, estratos materiales del entorno y tiempos asincrónicos reactivados por la intervención estética en aquel enclave industrial.

La propia historia del taller de Línea es sintomática de varias etapas en el devenir desigual y contradictorio de la producción industrial cubana. Establecido en 1901 como un centro de servicio para los tranvías de la Havana Electric Railway Company, el taller pasó a funcionar como un centro de ensamblaje de Autobuses Modernos S.A. en la década del 1950.[6] Tras la revolución, luego de la nacionalización del transporte, el taller de Línea se empleó en el ensamblaje y servicio de los denominados Ómnibus Cubanos Playa Girón, diseñados inicialmente para el traslado de los trabajadores urbanos a los centros laborales. La visita de Fidel Castro en 1968 –un par de años antes de la producción del documental de Guillén Landrián– le dio una visibilidad mediática a las operaciones del taller que, tras aquella visita, se dedicaría al ensamblaje de la nueva línea de guaguas Mambí, al servicio de los trabajadores y voluntarios del campo, en época de intensificación de la producción azucarera que culminaría con en el fracaso de la Gran Zafra de los 10 millones de toneladas de azúcar en 1970. Los nombres –“Claudio A. Camejo”, “Playa Girón”, “Mambí”– acarrean un peso ideológico notable; refieren a monumentos de la memoria nacional que Guillén Landrián socava en este iconoclasta documental donde comenta, entre otras cosas, la dependencia cubana de la tecnología soviética de donde provienen los chasis de las guaguas que se ensamblaban en el taller. Durante el Período Especial, tras el colapso de la URSS –y bajo el impacto de una crisis sin precedente de transporte y abastecimiento–, el taller se dedicaría al ensamblaje de bicicletas chinas por unos años, hasta su cierre definitivo en 1995, cuando comienza la historia del abandono del predio que los artistas de la Bienal ocuparon y resignificaron como entorno de sus instalaciones y acciones de arte en 2015.

En la superficie misma de los desechos del taller abandonado de Línea y 18 se cifra la “imagen dialéctica” de los tiempos superpuestos y asincrónicos de una historia no lineal del productivismo y las ideologías del trabajo en Cuba.[7] Esa otra historia del “progreso” no puede pasar por alto el (des)montaje que el documentalista experimental afrocubano realizó en aquella misma fábrica. Tampoco podemos subestimar la dimensión conceptual que el documental de Guillén Landrián despliega en el contrapunto de planos del ensamblaje industrial, la asamblea obrera y el montaje fílmico. El tratamiento mismo de la asamblea –bajo una banda sonora que mezclaba más de veinte pistas de voces, sonidos y ruido del taller, emisiones radiales y música experimental– supone una impugnación del papel normativo del cine documental en el diseño de los esquemas audiovisuales del productivismo y del cuerpo ciudadano.

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Para algunos de los paseantes de la XII Bienal que visitaron las instalaciones en Línea y 18 probablemente resultaba enigmática la procedencia de un hombre que pasaba largas horas entre las ruinas del taller, a cielo abierto, bajo el carapacho oxidado de la fábrica a la intemperie. El hombre acumulaba latas vacías de refresco y de cerveza mientras alimentaba una fogata. No se podía distinguir si esta persona participaba en una performance o acción de arte, o si, en cambio, era un vecino de la comunidad adyacente que había sumado su esfuerzo a los principios de una economía del reciclaje que, por cierto, sintonizaba bien con los principios postindustriales que compartían las obras montadas en la instalación.

Resultaría tentador interpretar la figura del recolector de latas en una clave benjaminiana; es decir, como figura incluso de un método de trabajo artístico (y de investigación) definido como exploración o re-ensamblaje de fragmentos, restos o detritus de la historia moderna: “Método de trabajo: montaje literario. No tengo nada que añadir. Sólo que mostrar […]. Pero de los harapos, los desechos, esos no los quiero inventariar, sino dejarles alcanzar su derecho de la única manera posible: empleándolos” (Benjamin, 2005: 462).[8] Sin embargo, la presencia del hombre que recicla latas y objetos desechados no puede reducirse a un efecto alegórico o figurativo de la instalación. Su cuerpo, su tiempo, su particular experiencia del agotamiento y del tedio, no son exclusivamente una representación, aunque es indudable que el tiempo lento de este sujeto entre las ruinas cobraba un vuelo contemplativo inusitado, efecto muy afín a la dimensión que asume el tiempo desocupado en las escenas postindustriales de las películas de A. Tarkovsky y de K. Kieśloswsky, que probablemente inspiraron algunas de las obras en la “esquina rota”. Al mismo tiempo, la presencia de aquel hombre entre las ruinas del taller de Línea marca un momento de la vida y la precarización del trabajo del recolector de latas. A su vez, el cruce de vida y re-ensamblaje de imágenes, materiales y tiempos inscribe un reposicionamiento del arte expandido ante la vida vulnerable, mediante la contundente referencia al colapso del régimen productivista de la revolución. Podríamos pensar incluso que el sujeto expuesto a la intemperie y al abandono en el entorno real de las ruinas industriales encarna uno de los posibles destinos del obrero revolucionario.

Ahora bien, la transformación del tiempo del trabajo no es simplemente un tema del arte contemporáneo. Atañe, por un lado, a la vida de muchos productores de arte; supone también una conceptualización de las transformaciones internas de la lógica y de la función estéticas legadas de la modernidad –su relación con el cuerpo, la acción, la cuestión de la tecnología, el tiempo de la producción (de objetos y del arte mismo)–. Atañe asimismo al valor específico que cobra en el presente la forma cultural bajo las condiciones que O. Comeron (2007) ha identificado con el posfordismo y con las presiones que las nuevas configuraciones del capital cultural ejercen en el campo del arte.

La instalación entre las ruinas del taller de Línea no sólo registra los cambios en los regímenes de la cultura material, la producción, el deterioro de las cosas, sino también apunta a los debates que redefinen la función del arte en la sociedad del mercado, en el horizonte reconfigurado de la autoridad del “trabajo cultural”, puntualizado por múltiples disputas sobre el sentido social de la producción simbólica. Por eso no es nada casual la ubicación estratégica de las instalaciones entre las ruinas del taller a pocos pasos de un nuevo centro comercial denominado Fábrica del Arte Cubano, una especie de mall dolarizado, gestionado por el Estado, donde se perfilan y se exhiben las pulsiones y los objetos de la economía del consumo cultural en Cuba. No está de más notar, de paso, en función de lo que antes llamamos la “demanda energética” del productivismo, que el mall de la Fábrica del Arte se encuentra en el predio de la Planta Eléctrica que alimentaba a los tranvías de la Havana Electric Railway, cuyo tramo terminaba en el taller de Línea y 18. El nombre mismo del mall supone un relevo postindustrial: el paso de la producción manufacturera a la fábrica del arte. Adyacente a este centro comercial bastante concurrido por cubanos y extranjeros con acceso a divisas, la muestra en la “esquina rota” del taller de Línea y 18 suponía un proyecto alternativo: la vaga iniciativa de construir en el predio abandonado del taller un nuevo Museo de Arte Contemporáneo. El proyecto del Museo de Arte Contemporáneo no avanzó, pero allí mismo, en la esquina rota de Línea y 18 se está construyendo un amplio predio para la Feria Internacional de Artesanías.[9] No hay que dudar que este proyecto en construcción implica un contrapunto (artesanal, “autóctono”) al mall de la Fábrica del Arte, pero se inscribe igualmente en la lógica del mercado de “bienes culturales” como modo de reconversión de la economía cubana.

No puedo detenerme aquí en la relación entre el mercado global del arte contemporáneo y los proyectos de rehabilitación y reconversión del capital urbano en otras ciudades donde el auge de la economía del arte contemporáneo empalma con el capital inmobiliario en las redes del consumo cultural y del turismo distintivas del neoliberalismo. Me refiero, para citar sólo dos ejemplos muy bien conocidos, al Tate de Londres o más recientemente al Whitney Museum en New York. Si menciono estos dos ejemplos del mundo capitalista neoliberal es precisamente para recalcar las desigualdades geopolíticas de estos procesos, las condiciones particulares, precarias de La Habana, y las contradicciones internas desatadas por una pujante deriva a la economía del mercado tenazmente administrada por el Estado. A pesar de todos estos matices y diferencias, la proximidad entre la Fábrica del Arte y las instalaciones erigidas en el taller de Línea durante la Bienal permiten reconocer al menos dos posiciones en un amplio aunque a veces disimulado debate sobre el devenir del trabajo del arte y el capital cultural en Cuba: primero, una posición ligada al consumo individual del arte como instancia de una renovada industria cultural; y segundo, la alternativa de un museo como laboratorio de un nuevo espacio público; propuesta esta que –más allá de lo que se piense de su idealismo en el contexto cubano– implica un concepto interdisciplinario del arte como forma renovada de activismo muy atento a la historia de la ciudad y sus comunidades. De cualquier modo, ambas posiciones suponen las transformaciones de la economía del mercado y la redefinición del papel de los organismos del Estado que ahora compiten entre otros agentes o intereses, ya sea como gestores semi-privados del valor cultural o como árbitros o censores de los contenidos y de la circulación del arte.

En ese mismo contexto se intensificaba también el sentido de la proyección del documental Taller de Línea y 18 en el lugar del colectivo de teatro independiente El Ciervo Encantado; proyección que bien podemos interpretar como una performance espectral de Guillén Landrián, movilizada por ese gesto de los teatreros y artistas experimentales contemporáneos que consigna el reconocimiento de la huella o presencia ocluida de este cineasta, pintor y poeta, cuya presencia marginal en las calles de La Habana, por muchos años, para algunos, fue tan enigmática como la del hombre que reciclaba latas entre las ruinas del taller durante la XII Bienal.


Notas:

* Este trabajo es la introducción, algo independiente, de un ensayo más extenso titulado “La fábrica de los sentidos: Taller de Línea y 18 de Guillén Landrián” que aparecerá próximamente en la Revista Iberoamericana en un dossier sobre cine documental latinoamericano coordinado por Leonardo Solano. Publicamos este anticipo en Rialta Magazine con permiso de los editores de la Revista Iberoamericana.

[1] Ver el breve video Montañas con una esquina rota (2015), dirección y fotografía de Lena Solà, edición de Lívia Uchôa, producido por la Bienal y colgado en Vimeo bajo el título homónimo de la muestra. La curaduría de Montañas con una esquina rota estuvo a cargo de Wilfredo Prieto, Direlia Lazo y Gretel Medina. Agradezco los detalles sobre la curaduría y la interpretación de la misma que me comunicó Gretel Medina en una entrevista personal (25/01/2016) que le hice en el Centro del Desarrollo de las Artes Visuales en La Habana. Para un excelente estudio general de los debates actuales del arte cubano y la nueva economía de mercado, ver Rachel Price: Planet/Cuba: Art, Culture, and the Future of the Island, Verso Books, London, 2015.

[2] Los discursos del Che Guevara, ministro de Industrias, sobre la tecnología industrial y la aceleración del tiempo histórico en el “subdesarrollo” ejemplifican el entramado del productivismo. “El futuro de toda la industria, y el futuro de la humanidad […] está en la gente que estudia los grandes problemas tecnológicos, los resuelve, los de hoy y los de mañana, descubre nuevas cosas, aprende a sacarle a la naturaleza nuevas cosas. Tenemos que ir entonces hacia ese salto, hacia esa revolución tecnológica, que ya ha planteado Fidel, con paso de carga”. Y: “Está, pues, ahora entre nosotros la próxima etapa, la que ha de marcar el gran jalón que nos libre del rótulo de ‘país subdesarrollado’: el lograr la ocupación plena, y el lograrla en un tiempo récord” (“Discurso en la inauguración de la exposición industrial en Ferrocarril”, 20 de mayo de 1960, Escritos y discursos de Ernesto Guevara (1928-1967), Archivo Chile, web del Centro Estudios “Miguel Enríquez”. Sobre el productivismo cubano en el cine, ver Julio Ramos, “Cine, cuerpo y trabajo: los montajes de Guillén Landrián”, La Gaceta de Cuba, n. 3, 2011, pp. 45-48; y Dylon L. Robbins, “Los del Baile: pueblo, producción, performance”, en Ramos y Robbins (coords.), Especial Nicolás Guillén Landrián, La Fuga. Revista Digital del Cine, otoño, 2013.

[3] Che Guevara (1960) sobre el desempleo: “Con ustedes y con nosotros está planteando este gran torneo por lograr que todo el mundo trabaje; cada uno de ustedes debe hacer lo que hace cada uno de nosotros en las tareas de Gobierno: pensar cómo se puede dar cada día más trabajo a más cubanos, y estar constantemente alertas para descubrir nuevas fuentes, nuevas oportunidades que se dan y que el pueblo desde sus lugares, desde toda la República, puede ir descubriendo; reunirse entre obreros, campesinos, empleados o estudiantes, y discutir la mejor manera de hacer que rápidamente el país, de acuerdo con sus necesidades y con sus posibilidades, pueda ir incrementando el número de gente que trabaja, pero, al mismo tiempo también, haciendo que el trabajo sea más productivo” (ob. cit.). Sobre las políticas laborales en la historia cubana, vale la pena consultar el estudio de C. Mesa-Lago The Labor Force, Employment, Unemployment, and Underemployment in Cuba: 1899-1970 (Sage Publications, London, 1972), quien incluye las referencias básicas a los debates sobre el trabajo en la prensa cubana.

[4] Che Guevara comenta sobre el desarrollo energético y la revolución: “Quizá la electricidad no tenga hoy la importancia definitiva que tuvo al comienzo de los años 20, cuando Lenin definió el comunismo como el poder soviético más la electrificación del país. Nuevos adelantos tecnológicos han demostrado que todavía hay que caminar mucho en el sentido de la mecanización, de la automatización de los procesos, y que la química tiene una importancia fundamental en el desarrollo en masa de grandes productos para poner al servicio de la colectividad, condición indispensable junto con la de la profundización de la conciencia social, para pasar a etapas superiores en el desarrollo de la sociedad”. Filmación del “Discurso en el Foro de Energía Eléctrica” (La Habana, 1963), disponible en YouTube.

[5] El concepto de “aparato cinematográfico” fue elaborado por Baudry y Williams para referirse al conjunto de funciones materiales, tecnológicas y semióticas que vinculan el análisis del orden simbólico (y la subjetivación) en el cine con el psicoanálisis y con la teoría althusseriana de los aparatos ideológicos (“Ideological Effects of the Basic Cinematographic Apparatus”, Film Quaterly, vol. 28, n. 2, 1974-5, pp. 39-47). Aparece trabajado luego en J. Beller, cuya teoría del “modo de producción cinemático” comentaremos (The Cinematic Mode of Production. Attention Economy and the Society of the Spectacle, Dartmouth University Press, Hanover, 2006).

[6] Para una historia reciente del transporte en Cuba, con referencia al taller de Línea, ver Michael González Sánchez, Los rieles de La Habana. Tranvía Eléctrico y urbanismo (1901-1952), tesis doctoral, Universidad de Granada, 2015.

Le agradezco al historiador Arturo Abigantús del Archivo Histórico del Arzobispado de La Habana la información en correspondencia personal (2017) sobre la historia de ese enclave industrial donde se encuentran las ruinas del taller de Línea.

[7] Ver W. Benjamin, Libro de los pasajes, Sección N: sobre conocimiento y teoría del progreso (Libro de los pasajes, Akal, Madrid, 2005, pp. 459-490). Para Benjamin los restos materiales de los objetos del pasado tienen el potencial de condensar los distintos tiempos que se entrecruzan en las asincronías y estratos de la historia. A esta potencia alegórica de las cosas le llama “imagen dialéctica”.

[8] Ver Drucilla Cornell sobre el trapero como figura del investigador del pasado en Walter Benjamin (“The Ethical Significance of the Chiffonier”, The Philosophy of the Limit. Routledge, London, 1992, pp. 62-90).

[9] Ver el reportaje reciente de Thália Fuentes Puebla, “El Fondo de Bienes Culturales tendrá un recinto ferial en La Habana” (Cubadebate, 27 de mayo, 2019). Le agradezco al amigo historiador Carlos Venegas Fornias el envío de este reportaje.

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