nacionalismo cubano
‘Homenaje a Magritte’, Julio Lorente, 2020

I

Este texto parte de dos supuestos que han articulado la lógica argumental ya no solo en torno al nacionalismo, sino también en torno al historicismo en la cultura moderna.

Si Isaiah Berlin propone una fundamentación para comprender la lógica ya no de la conformación de los Estados nacionales, al menos en sus formas canónicas, sino del nacionalismo como sensibilidad, sentimiento, euforia y estado de catarsis; Karl Popper nos plantea la tesis del historicismo cuyas bases deben ser encontradas en Platón,[1] primer sistema filosófico desde donde se expresa un programa político totalitario, renovado en Hegel, hasta alcanzar su máxima expresión en Marx.

Para Berlin el nacionalismo, que proviene mayoritariamente de un sentimiento de “dignidad herida” por un estado de sometimiento, donde los valores –intrínsecos– de una sociedad han sido condicionados, anulados o sencillamente “destruidos”;[2] se establece paulatinamente a través de una lógica transicional de la moral ilustrada [Kant] al romanticismo. Las naturalezas de estos desplazamientos constituyen la base lógica y la sistematización epistemológica de los nacionalismos modernos.

En el caso de Popper, el hilo conductor del historicismo es una tendencia hacia los sistemas totalitarios,[3] que este llamó el “inconsciente pánico a la responsabilidad que la libertad impone al individuo”.[4] Lo que Popper llama “pánico a la responsabilidad” no es más que la disolución del individuo ante la prevalencia de una instancia “supra” estructural. Instancia que se puede traducir en “historicismo”, “irracionalismo”, “superchería”, “magia”, Estado o industria cultural. En uno u otro caso, hay una voluntad de retornar al mundo colectivista, suerte de estadio tribal donde el individuo no se disuelve como entidad, sino que deja de existir. Popper llamó a esto “el espíritu de la tribu”, lo que no es resulta otra cosa que una expresión de lo irracional en lo humano.

¿No son los nacionalismos una forma de colectivismo, una suerte de tribalización donde la identidad del sujeto se disuelve en función de una supraidentidad? ¿Qué sentido tienen hoy los nacionalismos, al menos los férreos nacionalismos en una sociedad hiperindividualizada? ¿Es el nacionalismo –o los nacionalismos– una ficción que se erige desde una identidad como tabla de salvación?

¿Cuba, como nación, está ajena a estas disquisiciones?

II

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Las implicaciones políticas en torno al problema del nacionalismo cubano han supuesto encrucijadas que muchas veces no conducen a una comprensión cabal de la nación, sino más bien a un estado de tensiones y yuxtaposiciones en el campo de la ideología política. La noción de nación cubana –como cualquier otra– ha estado marcada por condicionantes culturales, sociales y políticas que han complejizado aún más su conformación conceptual y práctica. Desde la búsqueda de los símbolos nacionales en el contexto del siglo XIX, hasta la “cubanidad negativa” de Rafael Soto Paz, pasando por Oreste Ferrara cuando afirmaba “¿por qué nosotros hemos inventado esto de cubanidad?” o las aseveraciones de Lamar Schweyer sobre la cubanidad como “fuerza espiritual” sin olvidar las reticencias de un José Antonio Saco, explican la complejidad de esta indagación, en muchas oportunidades truncada, por una ideología política o por una moral partidista.

Cuba como nación ha intentado establecerse desde un discurso histórico, sociológico, político e imaginal al menos desde ocho estructuras narrativas:

  1. La idea histórica de la nación
  2. La nación imaginada
  3. La nación etnográfica
  4. La nación deseada
  5. La noción de nación desde el ejercicio democrático del poder
  6. La nación que nos falta
  7. La noción de nación desde el ejercicio totalitario del poder
  8. La nación desde el exilio

La amplia documentación ya no solo en la tradición republicana, sino en la propia tradición historiográfica que se inauguró después de 1959 enfatizan las desavenencias ideológicas que en torno a ella ha gravitado. En uno u otro caso, el carácter problemático de los argumentos ha soslayado su relevancia en función de validar una ideología política. Paralela a esta tradición ha prevalecido –también– un debate no ya en función de “definir” aquellos elementos en torno a la nación, sino más bien alrededor de los símbolos y signos idóneos o no que den o puedan dar cuenta de su carácter. En todo caso, cada uno de estos elementos han estado en función de una ideología política que ha tratado de validarse a través de ellos.

Ahora, las implicaciones de estas consideraciones establecidas como voluntad y ejercidas desde el poder político en función de ponderar una noción, pero, sobre todo, una intelección en torno a la nación, ha modelado estrategias hacia una comprensión de lo que Jorge Mañach[5] llamó posteriormente “destino”. Durante el siglo XX, Cuba experimentó dos comprensiones que, aunque en las antípodas, tuvieron al “destino” como significación, forma y conciencia expresada en la unidad.

La tradición republicana descrita por la historiografía y la sociología de la primera mitad del siglo XX quedó expresada en los puntos anteriormente enumerados que van del uno al seis. La ruptura de esta tradición aún en formación tuvo su momento más significativo con la Constitución de 1940, desplazada evidentemente en 1959.

La instrumentalización política, pero sobre todo la ideologización política de un modelo de nación, viene a sustituir la noción de Jorge Mañach de “destino” por un carácter explícitamente teleológico.[6] La cuestión nacional viene quedando entonces en un segundo plano; lo que viene a ser verdaderamente relevante es la narratividad moral que ocupa el lugar de la ontología como carácter. Estos desplazamientos se comienzan a expresar en una forma de hacer política desde el establecimiento de lo que el poder llama “conciencia revolucionaria”. Esta “búsqueda” de lo nacional encuentra su nicho en el cuerpo constitucional de 1976, así como las sucesivas modificaciones a este; un cuerpo que vendría a apuntalar aún más el carácter teleológico, expresado desde el concepto de irreversibilidad política de un sistema.

Estas son, en todo caso, notas preliminares en las cuales subyacen preguntas relevantes si se pretende entender de forma cabal el destino de la nación. Cuando hablamos de Cuba como nación ¿desde dónde, desde qué emplazamiento estamos hablando? ¿sobre qué nación se habla? ¿es Cuba una nación moderna?

Insistiendo en el carácter paradójico de esta formulación –carácter soslayado por la historiografía– Guillermo Cabrera Infante enfatizaba en los roles del exilio en la formación lo hoy se conoce como “literatura nacional”: “La literatura cubana, qué duda cabe, nació en el exilio. Estuvo en efecto en el origen del nacimiento de una nación”.[7] ¿Qué rol han desempeñado los exilios en el asentamiento de la conciencia nacional? Si los inxilios han generado también la posibilidad de pensar y proyectar un imaginario nacional, ¿cómo estos han contribuido a proyectar la imagen ficcional de una nación que no existe? Una nación pensada desde el deseo, más que desde la posibilidad. Desde Heredia, Villaverde, Juan Clemente Zenea, Julián del Casal y José Martí hasta Cintio Vitier y José Lezama Lima, y el origenismo, por solo enumerar a algunos, la literatura cubana ha construido una nación desde el imaginario poético, más que desde la posibilidad real de su conformación.

III

Cuba en su primer carácter, en su distinción como tierra habitada, va a ser concebida como espacio de confluencias, pero, sobre todo, de tránsito. Desde los indoamericanos que van saltando de Antilla en Antilla hasta los europeos que chocan creyendo dirigirse a las Indias se crea una mentalidad mudable contraria a la formulación de una estirpe de abolengo histórico. La identidad cubana será, en estos términos, un constructo que a modo de blasón ha sido y es utilizado por los grupos que –entre ellos– antagonizarán alrededor del tópico racial. Robert Carneiro llamó a este proceso “encapsulamiento”. Es decir, un grupo de personas “acordonan” por la fuerza un territorio desde el cual articulan discursivamente una leyenda apócrifa que redunda en la idea de “lo nacional”.

La frontera líquida que condiciona la idea de lo nacional como una periferia moral ha sido en Cuba pretendidamente axiológica. El resultado resulta en un antagonismo gradual; el poder político en su devenir histórico ha sumado con arrogancia y fuerza componentes étnicos que como forjes impedirán la consecución de una cultura interconectada. El correlato a esta sintomatología ha sido más bien una cultura del gueto, pactada por las verjas que separaban al barracón de la casa señorial.

Cuba no forjó su imagen de nación bajo la ola liberal que recorrió buena parte del mundo y que tuvo en la Revolución francesa un ideal de universalidad, pero también un carácter controversial, aunque los ecos de esta generaran un baño de sangre en Haití. La sangre espesa de los cuerpos haitianos decapitados hizo estallar la producción de azúcar cubana. En su nuevo rol como productor indiscutible de azúcar, la insurrección de esclavos en la colonia francesa de Saint-Domingue provocó el pánico sociológico que Arango y Parreño definió como “miedo al negro”.

Al mismo tiempo, un delgado tejido social, fragmentado, pero también triste y rencoroso comenzó a crear sus imaginarios de manera romántica por no poder acceder a una autonomía política. Más que la idea elevada de representación e igualdad ante la ley, la “nación” que se “construye” como relato moral arquetípico ha sido establecida desde las barricadas territorio: la raza y la lengua. Estos rasgos han “encapsulado” una noción de nacionalismo, una idea tardía de nación que sigue proponiendo empecinadamente un telos insular.

La sofisticación del poder político que se da a partir de Thomas Hobbes con su noción de contractualismo, inocula en el imaginario cívico una idea altamente manipulable, que, en el tiempo, es la justificación legalista de ese poder político. En las estribaciones de este discurso, se han generado y generan aún resistencias y entelequias que oscilan entre la violencia sublimada, el camino de las reformas pacíficas y la diplomacia conversacional. Así se puede entender de manera más nítida lo que se ha tratado de homogenizar por la fuerza en la historia de Cuba. La vía separatista, autonomista, anexionista, comunista y el castrismo finalmente, pasando por los movimientos de oposición, han buscado y buscan un camino de nación que no siempre tiene claro la instrumentalización cabal de la fuerza y la homogeneidad que se pretende ensamblar, y no lo tienen claro porque en ellos, esa violencia es somática y natural. Más que el amor primigenio y ridículo a la tierra y su consecuente sentido de representación comunal, más allá del odio invencible a quien la oprime y rencor eterno a quien la ataca, los predios de la nación cubana han sido imaginados, no han sido fundados. Solo cuando la imagen de nación flota como un símil, se refuncionaliza con apego a intereses grupales particulares, es decir, con apego a intereses políticos.

Desde los balbuceos identitarios de una clase criolla blanca a principios del siglo XVIII hasta la emergencia de la sacarocracia a fines de este, Manuel Moreno Fraginals nota como el discurso sobre la nación se ve escindido por una contradicción de paradigmas que van desde los “valores naturales” –léase la nación como espíritu– hasta la nación mediatizada por las relaciones de producción y la acumulación de capital. Dicotomía heráldica que predominará en el debate republicano sobre la identidad: ética contra mercado.

Al mismo tiempo, hay en Fernando Ortiz una vocación por ontologizar lo cubano distinguiendo que él llama “cubanidad” del término “cubanismo”. Anverso y reverso. La primera es un espacio profundo, una vez más, el espacio de las gravitaciones. El segundo, un rasgo que también puede ser simulado o epidérmico. “La cubanidad está en el alma, es complejo de sentimientos, ideas y actitudes”.[8] Esta imagen oracular se desapega del plano telúrico para crear una síntesis de bordes inexistentes. El gran drama cubano ha consistido en la usurpación política de esa noción. Una regla de generalidad, donde factores culturales ricos han terminado restringidos o sacralizados en vitrinas ideológicas.

La noción totalitaria de la historia es un espejismo ontológico, de ella solo se pueden esperar falsificaciones. Imaginar la nación ha sido históricamente el recuso febril, un recurso que sigue emplazando y delegando en el futuro su consumación. Criollos patricios, clase económica de expoliación plantacional; barbudos de verde olivo resguardando bajo el sobaco su adoración al marxismo; revolucionarios inflamados que entre izquierda, derecha e izquierda engolan su voz, hipostasiando memorias; intelectuales progresistas; opositores orgullosos de ingenuidad; inadaptados sociales tanto adentro como afuera; ambiguos, seres oblicuos y oportunistas, entre tantos otros, todos se han aferrado a su proyecto de nación imaginada. Identidad deformada por el apócrifo discurso nacionalista que, como buen autócrata, no sabe que va desnudo.

El peso simbólico de esta nación imaginada en la conciencia ha generado una narratividad febril, anclada en una secularidad histórica y protonacionalista. Cuba nació como un imaginario, como un modelo de paraíso. Hoy más que nunca se hace indispensable ensayar en las zonas periféricas en esos nichos, en esos reductos de misticismo que han prevalecido y establecido una idea falsa de nación, una idea falsa de país, una idea errada de pueblo, una noción raquítica del destino. Ensayar esas zonas limítrofes solo es posible si nos sumergimos en el marabusal escatológico que ha sido la estructura invertebrada de esta nación que desemboca en eso que Lino Novás Calvo llamó “cuerpo líquido” y que hoy, más que un cuerpo, es una ampolla fétida.


Notas:

[1] Karl Popper: “De las fuentes del conocimiento y la ignorancia”, El mundo de Parménides. Ensayos sobre la ilustración Presocrática, Paidós, Barcelona, 1999.

[2] Isaiah Berlin: The sense of reality: studies in ideas and their history, Princenton University Press, 2019.

[3] La República en Platón, el Espíritu Absoluto personalizado en el estado prusiano en Hegel y la dictadura del proletariado en Marx.

[4] Karl Popper: La sociedad abierta y sus enemigos, Paidos, Barcelona. 2021, p. 146

[5] Jorge Mañach: “Historia y Estilo”, Ensayos, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1999, p. 109.

[6] Antonio Correa Iglesias “Una respuesta postergada pero necesaria al autor de La filosofía en Cuba: 1790-1878”, 2014.

[7] Guillermo Cabrera Infante: “El Nacimiento de una noción: antecedentes y presente de una Literatura Insólita”, Mea Cuba, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015, p. 711.

[8] Fernando Ortiz: “Los factores humanos de la cubanidad”, Estudios etnosociológicos. Editorial Ciencias Sociales, La Habana 1991.

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