Tapiz de las tejedoras de Mampuján que recupera la memoria del conflicto colombiano
Tapiz de las tejedoras de Mampuján que recupera la memoria del conflicto colombiano

Presentación: a Ítaca desde el Guaivare

Aunque la interpretación homérica en clave de actualidad histórica sea un asunto tan poco reciente como las lecturas alegorizantes de estoicos y cristianos ya usuales en la propia antigüedad, la mayor novedad que trae a los estudios hispánicos de recepción clásica la propuesta crítica de A Ítaca desde el Guaivare. Viaje al posconflicto colombiano desde los poemas de Homero es precisamente su intención de acercarse a la realidad contemporánea de Colombia –signada por el cese de un conflicto armado que ha desgarrado a su sociedad durante casi sesenta años– desde el referente simbólico y poético de la Odisea de Homero.

Publicado en 2019 por la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de los Andes, este volumen, editado por Rodrigo Verano, recoge una serie de trabajos debidos a docentes y alumnos de diversas disciplinas humanísticas de esta universidad colombiana, que parten de una analogía central entre, por una parte, la pervivencia de las manifestaciones de violencia y aporía social de una guerra pretérita que caracteriza el presente colombiano y, por la otra, la ambigua situación del héroe de la Odisea, definida por las tensiones entre un pasado bélico y el eventual retorno a la patria, entendido como la consecución efectiva de la paz. Pero en medio de estas dos antípodas se extiende el proceloso viaje de Odiseo, plagado de trampas y peligros de extravío (Verano, profesor de Filología Griega de la Universidad Autónoma de Madrid, los resume así en el preámbulo del volumen: “los monstruos de la soledad, los cantos de sirenas y la tentación lotófaga del olvido”), y que los autores entienden como una cifra convincente del actual proceso colombiano de desmilitarización y pacificación gradual que se ha dado en llamar posconflicto, un término que ilustra muy nítidamente esa noción de transición entre la guerra y la paz por el que atraviesa el país sudamericano.

Justamente, los temas de la violencia y de la identidad son los dos ejes vertebradores de este volumen. Ambos, desde luego, están estrechamente relacionados, toda vez que el desafío más importante que supone el logro exitoso de la paz se traduce, en términos sociales tanto como psicológicos, en la transformación de un paradigma identitario que es deudor de una moralidad agonal y bélica en otro en el que “el indi­viduo y su proyecto de realización personal buscan integrarse en un nuevo marco de referencia en el que la violencia ya no es la medida de todas las cosas”. Así, A Ítaca desde el Guaivare. Viaje al posconflicto colombiano desde los poemas de Homero trata, entre otros asuntos, de la reinserción civil de los militares desmovilizados y del estatuto social de los héroes homéricos; de la evolución psicológica de Telémaco y la reconciliación social; de los modos de representación del conflicto armado colombiano y las ficciones que Odiseo trama sobre sí mismo en el poema.

Ahora bien, como ocurre siempre que un ejercicio de recepción literaria es llevado a cabo con fortuna, no solo es la obra antigua la que se revela susceptible de proyectar nueva luz sobre el fenómeno más reciente, sino que se produce una retroalimentación que permite contemplar de modo novedoso, gracias a esa relación de simultaneidad hermenéutica, a ambos a la vez. En este sentido, A Ítaca desde el Guaivare. Viaje al posconflicto colombiano desde los poemas de Homero no solo ofrece una lectura de la realidad política actual de Colombia, sino también una lectura de la Odisea desde la perspectiva del posconflicto colombiano. El ensayo inaugural del conjunto, “(Pos)conflicto e identidad en los poemas de Homero”, de Rodrigo Verano, entiende la especificidad psicológica del personaje de Odiseo como resultado de su proceso de redefinición identitaria. Desgarrado entre su pasado heroico y su gradual asunción de un nuevo tipo de heroicidad ya no bélica sino política (no olvidemos que una hipótesis filológica ubica la fecha de composición de la Odisea ya en los albores de la época de la pólis), Odiseo estaría en permanente conflicto entre “el deseo y el miedo a regresar”, entre “la añoranza del hogar y la tentación de huir de él para siempre”. Así, el héroe, afirma Verano, “se va transformando en un hombre para la paz, y en su nueva configuración identitaria el papel de la violencia, si bien nunca es del todo erradicado, se ve redefinido a partir de su interacción con los restantes valores de un orden social que no se estructura exclusivamente en torno a ella”.

A continuación, reproducimos uno de los ensayos de este volumen. Se trata del texto “Narrar la guerra: el llanto y la mentira de Odiseo como formas de resistir el olvido”, en el que el filólogo y abogado colombiano Ricardo Díaz Alarcón aborda a los límites, posibilidades y problemas de la representación de la violencia en confrontación con los discursos que Odiseo pronuncia sobre sí a lo largo del poema y, simultáneamente, con el informe que preparó la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, que recoge el testimonio de las víctimas del conflicto armado en Colombia.

Juan Manuel Tabío

Narrar la guerra en Colombia: el llanto y la mentira de Odiseo

I

Tendido en el suelo, sobre la piel de un buey, trata de dormir un mendigo. Suda, se retuerce, se clava las uñas en la carne. A tientas, se sienta en su lugar y espera. Solo hay oscuridad y risas. En alguna parte, al fondo, un hombre bebe del cuerpo de una esclava ajena. Ella también se retuerce. Está ebria de caricias y su piel está húmeda, iluminada por las antorchas. Las respiraciones esforzadas alcanzan todos los rincones de la casa, como si fueran una. El mendigo se limpia los ojos. Su antiguo palacio está lleno de pretendientes que quieren dormir en su cama y que nunca se sacian. Su corazón es un martillo: lo siente en los párpados, en los dedos, en las orejas enrojecidas. “Calla ya, corazón, que otras cosas más duras sufriste”,[1] alcanza a escupir, con los ojos cerrados. No queda nada. Está solo.

- Anuncio -Maestría Anfibia

Solo Odiseo puede consolar a Odiseo. ¿Dónde quedó el héroe ingenioso, semejante a Atenea, que luchó en Troya? Sumido en la oscuridad, nadie reconoce ya al rey de Ítaca. Nadie puede verlo. Él mismo no se reconoce, no se siente uno. Solo puede verse como un hombre roto y un saco de miembros disgregados: un corazón que ladra, unos ojos de los que brotan lágrimas, brazos y piernas por aparte. Algo del antiguo Odiseo se ha perdido. Algo se ha quedado en la guerra.

Desde luego, Odiseo no es el único que llora en la obra de Homero. En la Ilíada, Andrómaca llora cuando ve partir a Héctor por segunda vez. Patroclo llora cuando los troyanos se acercan a las naves griegas. Tetis, cuando reconoce que la vida de su hijo Aquiles será breve. Y también Aquiles llora encolerizado por la afrenta de Agamenón. Todas esas lágrimas parecen ser “naturales” en una guerra: mujeres que lloran a sus hijos o a sus esposos o héroes que lloran la muerte de sus compañeros.

Pero el llanto de Odiseo es mucho más que un lamento. Sus lágrimas son una protesta. Cuando se exige de Odiseo narrar su doloroso pasado, el rey de Ítaca llora. Su llanto, por lo tanto, se parece a un silencio y la narración de Odiseo rehúsa explicar los horrores de la guerra. Quizá Theodor Adorno escuchaba llorar a Odiseo cuando se preguntó cómo podría escribirse poesía después de Auschwitz. ¿Hay lugar para escribir y leer literatura después de la masacre? ¿Puede hacerse literario el lenguaje que narre la matanza? La pregunta de Adorno podría referirse lo mismo a Auschwitz que a Troya o a los Montes de María. Y a lo mejor detrás de la pregunta queda una sola imagen y un solo sonido: Odiseo desesperado, llorando.

II

Mampuján queda en el municipio de María la Baja, Bolívar. Allí, hace diecisiete años, un grupo de sesenta personas armadas masacró a once campesinos y desplazó por lo menos a otros trescientos.[2] Sin saber que su historia ocurre para que otra se repita, una madre cuenta su tragedia frente a un grupo de estudiantes universitarios. Hace unos años, un hombre llegó a su casa (su nombre ya no era Atreo, sino Juancho Dique o Diego Vecino) y le mostró una bolsa enrojecida, llena de carne. Aún estaba fresca. Esa vez, el destino decidió que Tiestes fuera aquella madre y que Atreo la hiciera comerse a sus hijos, no ya en un banquete mitológico de la antigua Grecia, sino en plena calle y en la Colombia de hoy.

La mujer que cuenta la historia llora. Las palabras parecen atropellarse en sus dientes. Su voz suena extraña. ¿Cómo contar aquello que no puede contarse? Le han dicho que la transición hacia la paz exige conocer verdades completas. Los ejércitos deben dejar las armas y acudir a un juez para contarlo todo. La ley debe escucharlos y escucharla. Todos tienen que hablar y contar su propia historia. “¿Quién eres? ¿De qué gente? ¿Dónde están tu ciudad y tus padres?”.[3] Pero decir la barbarie es revivirla. Decirla es hacer que sus hijos vuelvan a morir. ¿Cómo superar la propia calamidad? La sentencia judicial le dice víctima y la palabra es peor que una bala. Doce años después de la masacre, en El Espectador no se cuenta su tragedia; solo se dice: “Mampuján es hoy un pueblo invadido por el silencio”.[4]

III

Son múltiples los personajes que cuentan la historia del rey de Ítaca en la Odisea, comenzando por Homero –la voz narrativa– y pasando por los aedos Demódoco y Femio, hasta llegar al mismo protagonista. ¿Cómo lograron hacer poesía después de Troya? Cuando Femio “cantaba el regreso cruel de los aqueos que desde Troya había dirigido Palas Atenea”,[5] Penélope desciende de su cuarto junto con sus esclavas y, llorando, le pide al aedo que detenga “ese canto cruel”.[6] El relato le ha recordado a Penélope la pérdida del esposo. Como con las madres de Mampuján, hay algo de intolerable en contar desgracias. Una narración aparentemente fiel de los hechos, como podría pensarse el canto de Femio, parece revivir la experiencia traumática.

Cuando Odiseo llega al país de los feacios, el rey Alcínoo lo invita a cenar mientras se deleitan todos con el canto de Demódoco, a quien las musas inspiraron “cantar las famosas hazañas de los héroes […]: la disputa de Odiseo y del Pelida Aquiles”.[7] Ya no nos sorprende, por tanto, que nuestro héroe llore al escuchar su propia historia y que se cubra el rostro con una túnica. Más enigmático que lo anterior es que unos versos más tarde sea el mismo Odiseo el que le pida a Demódoco que cante “la gesta del caballo de madera, el que Epeo construyó con la ayuda de Atenea, el que entonces el divino Odiseo llevara como trampa a la ciudadela”.[8] Si el dolor del relato bélico puede llegar a ser insoportable, ¿cómo comprender que Odiseo insista en escuchar su historia una vez más? ¿Se trata únicamente de la satisfacción de oír su nombre exaltado por cantores en tierras lejanas?

La actitud de Odiseo, aparentemente contradictoria, puede ser representativa sin embargo de la naturaleza del recordar. Si la madre de Mampuján rechazara volver a contar su propia tragedia, ¿podría ser acusada de olvidar su pasado?

¿Es recordar, en sí mismo, mejor que no hacerlo? El mismo Odiseo se encuentra, quizá, en esta encrucijada: el relato de la guerra le ha parecido insoportable y, sin embargo, parece no querer olvidar lo ocurrido. La duda se hace más compleja si se piensa que la reconciliación puede implicar cierto grado de olvido: ¿cómo perdonar el oprobio sin olvidar ciertas cosas deliberadamente? ¿Dónde está la frontera entre lo que debe recordarse y lo que no?

Escuchemos a Odiseo prometerle al aedo su favor con tal de que narre “todo eso en buen orden”[9]. Demódoco, obedeciendo, canta con tal maestría y detalle la guerra de Troya que Odiseo no puede evitar consumirse una vez más, bañando “con el llanto de sus ojos sus mejillas”.[10] Desde luego, el sabio Alcínoo ordena detener el canto una vez más cuando se percata de los sollozos de su huésped. El relato fiel de Demódoco, dos veces interrumpido ya, al igual que el canto de Femio, parece ser entonces un tipo de narración que lo recuerda todo y que, por tanto, se hace insoportable. Entonces, ¿qué queda para la poesía después de la guerra? Para la poesía, todo; para Demódoco, el silencio.

IV

En “El narrador” (1936), Walter Benjamin afirma que, al acabar la Guerra Mundial, contrario a lo que podría pensarse, los soldados volvieron enmudecidos. No llegaron a sus hogares a relatar grandes hazañas. Al contrario, pareciera que hubieran perdido la capacidad de contar. El ejemplo sirve a Benjamin para proponer dos tipos de historias: la narración y la novela. La primera, oralmente transmitida, no pretende explicar lo que ha ocurrido. Ante los horrores de la guerra, ante la imposibilidad de decir lo que no puede decirse, la narración lo muestra: “el nexo psicológico de los acontecimientos no es impuesto al lector”.[11] Su carácter oral la hace, por lo demás, irrepetible: cada narración será diferente de la anterior. El relato se transforma constantemente. De ahí que se afirme que “narrar historias ha sido en todo tiempo el arte de narrarlas otra vez”.[12] Nunca se pone fin a la historia; siempre existe la posibilidad de volver a narrar lo sucedido. La novela, en cambio, se encuentra estrechamente ligada al texto escrito y, consecuentemente, fija la historia en una versión inmutable.

Volvamos al soldado que regresa de la guerra sin capacidad de relatar lo que vivió en la batalla. Las personas se reúnen a su alrededor. Le preguntan. Necesitan saber qué ha sido de sus seres queridos. Quieren detalles. Quieren la Verdad. El soldado, sin embargo (lo mismo en la Grecia de Odiseo que en la Alemania de la posguerra), rehúsa novelar. Llora. Aunque trate de recordar, las palabras no llegan a su boca.

¿Qué sucedió primero y qué después? Imponer una cronología sería también imponer causas. ¿Cómo saber quién arrojó la primera piedra? Años después los académicos hablarán de causas a largo, mediano y corto plazo. Se hablará de consecuencias. Todo tendrá un orden coherente y una explicación.

¿Pero existe una causa de la guerra? Los muertos, se acabará por decir, debieron morir para que por encima pasaran unas causas y unas consecuencias: la historia.

En ese sentido, Demódoco y Femio quisieron explicar la guerra de Troya. A pesar de que lo hicieron mediante la canción, pretendieron darle un orden fidedigno a los hechos. Contar lo sucedido “tal como sucedió”. Quisieron encontrar una verdad de los hechos y, por eso, “escribieron” una novela: siempre semejante, cerrada, agotable en una versión.

Pero si, después de haber callado Femio, al final del canto VIII el rey Alcínoo detiene también a Demódoco por segunda vez, en el canto IX un tercer aedo surgirá tras los dos anteriores y mostrará cómo se hace poesía después de Auschwitz.

La oposición es clara: calla Demódoco y comienza el canto de Odiseo, el “rico en engaños”, el embustero. El rey de Ítaca le dice a Alcínoo: “tu ánimo te incita a preguntar por mis quejumbrosos pesares, a fin de que aún más me acongoje y solloce. ¿Qué voy a contarte al principio, y luego, y qué al final? Pues muchos pesares me infligieron los dioses del cielo. Voy ahora a decirte primero mi nombre… Soy Odiseo, el hijo de Laertes, que entre todos los humanos destaco por mis tretas”.[13] El fragmento recoge todos los problemas hasta ahora expuestos: ¿cómo contar la desgracia vivida sin que se quiebre la voz y se desate el llanto? ¿Cómo darle a la guerra un principio y un fin: un orden? Recordar las experiencias de Troya buscando los hechos tal como sucedieron significaría agotar la historia. Hechos verdaderos solo habría unos. Contarlos, por lo tanto, sería clausurar la interpretación de una vez y para siempre. El recuerdo, paradójicamente, desembocaría en el olvido. La historia que se clausura también se entierra.

Pero Odiseo afronta el reto de manera distinta: en lugar de contar lo que pasó, en lugar de referir los hechos verdaderos, como quisieron hacer Demódoco y Femio, Odiseo habla sobre sí mismo. A través de Alcínoo, el rey de Ítaca parece decir: “no pregunten por lo que pasó, feacios, no esperen de mí un relato minucioso sobre la guerra de Troya, ni la verdad de lo sucedido a mis hombres. Yo soy conocido en el mundo por mis historias. Yo soy Odiseo, el famoso embustero, el mentiroso, el que abunda en ingenios y ardides. Si quieren escucharme, si quieren saber de mí, deberán oír las historias que invento. Acaso detrás de mis mentiras, acaso detrás de la literatura y no de la historia, se escondan las más grandes verdades”.

V

A la advertencia de Odiseo sigue un relato que brilla por su diferencia con el resto de la obra homérica. Como si la obra misma quisiera manifestar que no es ya Homero –nuestra voz narrativa conocida– sino el aedo Odiseo el que está hablando, el lector se topa con una narración delirante de gigantes, brujas, sirenas y plantas fantásticas. Estamos lejos de pedirle a Odiseo un relato fidedigno, como el que le habíamos exigido a Demódoco y Femio. Como dice Benjamin, “el narrador extrae siempre de la experiencia aquello que narra […]. Y a su vez lo convierte en experiencia de quienes escuchan sus historias”.[14] En lugar de contar las cosas tal y como pasaron, el narrador intenta evocar lo sucedido casi con la esperanza de vivir otra vez lo que está siendo narrado. Por eso es por lo que es significativo que al interrumpirse la narración de Odiseo por la caída de la noche se nos diga que “todos quedáronse quietos y en silencio… subyugados por el encanto en las salas sombrías” (Od. XI.333).[15] Como víctima de un encantamiento, la comunidad de oyentes parece estar asistiendo a lo narrado en el relato. De algún modo, Odiseo parece haber logrado comunicar su experiencia y mostrar lo que sintió.

“De ningún modo al verte te imaginamos como un charlatán o un farsante, como hay tantos criados por la negra tierra, vagabundos enredadores y forjadores de patrañas que nadie podría constatar. Hay belleza en tus palabras y es noble tu pensar, y en cuanto a tu relato, has narrado de modo tan experto como un aedo”,[16] le dice el rey Alcínoo, tras escucharlo. Si a Demódoco se le exigía fidelidad y veracidad, como lo hizo el mismo rey de Ítaca, al Odiseo-aedo se le pide solo verosimilitud, aunque su narración sea fantástica como en ninguna otra parte del poema de Homero. Su historia es alabada por la maestría con que es narrada. Cuando Alcínoo le dice a Odiseo que no es un charlatán, nombra aquello con lo que el héroe podría confundirse. Solo es necesario decirle que no es un charlatán si en efecto se ha podido pensar que lo es. El rey de los feacios, en efecto, parece reconocer las mentiras de Odiseo. Y, sin embargo, lo alaba como un buen mentiroso, como alguien que es capaz de narrar con maestría una historia inventada.

Río Guamuez, vereda Puerto Amor, Putumayo, lugar donde fueron arrojados centenares de cuerpos
Río Guamuez, vereda Puerto Amor, Putumayo, lugar donde fueron arrojados centenares de cuerpos

VI

En 1962, Alberto Lleras Camargo, presidente de Colombia, publica La violencia en Colombia. Con el informe, el jefe de Estado quiere ofrecer una explicación del incipiente conflicto. Junto con la narración oficial se incluyen crudas fotografías de gente mutilada. Según María Margarita Malagón, el objetivo del informe de Lleras era difundir los rostros de una violencia “poco visible en las áreas urbanas […] [e] impactar a los espectadores para que adquirieran conciencia sobre el carácter monstruoso de los acontecimientos”.[17] Exhibir al monstruo, sin embargo, no parece arredrar a nadie. La guerra atraviesa montañas y ríos y no envejece, indiferente a la brutalidad y el sadismo. Como el relato de Demódoco y Femio, la fotografía que lo recuerda todo es poco efectiva a la hora de rememorar el pasado y llega incluso a justificar lo ocurrido. Hasta las emociones que produce –su pretendido punto fuerte– pueden ser fácilmente manipulables. Alterar el pie de página de una fotografía cruda, afirmar por ejemplo que un grupo de personas fueron asesinadas por determinado grupo armado en lugar de otro, puede llegar a volcar las emociones políticas radicalmente.

Al igual que los soldados de “El narrador”, la fotografía que se muestra arriba rehúsa contar los horrores de la guerra. En lugar de hacerlo, enmudece.[18] No muestra un cuerpo herido, ni un cadáver, sino “‘signos indéxicos’ tales como huellas y rastros […] de acciones realizadas por seres humanos en un tiempo anterior a la llegada de los fotógrafos al lugar de los acontecimientos”.[19] Los sobrevivientes de una masacre no podrían reconstruir la violencia de la que fueron víctimas tal como sucedió. Solo les queda asistir al lugar de la masacre y evocar lo ocurrido. Como ellos, nosotros tampoco accedemos a una mirada panóptica que nos explique desde la fotografía cómo sucedió todo. Tan solo tenemos el pie de página, que dice escuetamente que algo ocurrió. La imagen del río –que en principio podría ser cualquier río– nos invita a pensar por qué no podemos reconstruir el pasado. La fotografía únicamente comprueba que algo se ha perdido. Como esa fotografía, Odiseo reivindica su derecho a no-decir, aunque sea por un momento. En ese espacio que se abre entre la narración de la desgracia propia y el silencio, nuestro héroe se hace más fuerte. Calla, pero sus sollozos y su silencio aturden más que un grito. También en la isla de Calipso, Odiseo lloró, “gimiendo por su hogar”, aunque tenía todos los placeres al alcance de la mano. Ese llanto confirma lo irremediable de la pérdida y, por tanto, la imposibilidad de expresarse con palabras. La imposibilidad de hablar de cualquier modo después de la guerra, de justificar lo injustificable. Y, sin embargo, en el lugar del silencio y del lamento se abre una puerta para las representaciones artísticas. Al acto de no-decir le sigue el decir-sin-explicar, el decir otra cosa que no obstante aprehenda mejor las huellas y los rastros de la tragedia, es decir la experiencia misma de la pérdida, sin clausurar de una vez y para siempre el pasado. Después del llanto de la madre de Mampuján, en El Espectador se afirma que el pueblo “está invadido por el silencio”. La masacre ha enmudecido a las personas. Queda abierto el lugar para el relato que pueda liberarlos.

Odiseo regresa a Ítaca, después de diez años de guerra y diez más de vagar por el mar Mediterráneo. Pero ese hombre que regresa de Troya habiendo visto a millones morir y matar a mano limpia es también un rey. Mientras que el héroe luchaba, soportando lo que implica cualquier guerra, los galanes pretendían a su esposa y lo victimizaban de otro modo: agotaban sus recursos y se comían los mejores animales, derrochando cuanto allí había sin consideraciones. Semejante a un león, Odiseo reivindica su calidad de gobernante. Es víctima y rey al mismo tiempo. Debe juzgar y a la vez repararse a sí mismo. En su calidad de juez, hará justicia. Pero como víctima, el castigo de los galanes parece más bien una venganza.

Haliterses, consciente de ese dilema, quiere aclarar el asunto cuando dice hacia el final que se debieron detener desde el principio “las locuras [de los pretendientes] […] que segaban los bienes y deshonraban a la esposa de un hombre magnífico” (Od. XXIV.455).[20] Siguiendo esta interpretación, matar a los pretendientes y purificar después con fuego y azufre el lugar de la matanza sería un acto de justicia. ¿Significa lo anterior que es necesario el castigo para alcanzar la paz?

¿Debe juzgarse a los victimarios por sus crímenes, sin lugar al perdón o la reconciliación? A lo mejor, la ambigüedad de este episodio da cuenta de la identidad fronteriza con la que regresa Odiseo. Víctima de los galanes, victimario durante la guerra y su propio viaje y a la vez gobernante de una isla, le es imposible rehuir su propio pasado. Acaso ni el mismo Odiseo podría dar un juicio definitivo sobre la masacre de los pretendientes. Como Odiseo mismo, la matanza parece tener múltiples identidades, que muestran la dificultad de hacer oposiciones binarias transparentes durante una guerra (buenos y malos, víctimas y criminales, etc.).

Y, sin embargo, Odiseo no solo encarna a un juez-guerrero en este episodio. Su relato, inventado o no, tiene la capacidad de transformar su propio pasado y, por lo tanto, su identidad. Como ya se anticipó, el acto de recordar no se reduce a no-olvidar. Benjamin lo recuerda en su segunda tesis de “Sobre el concepto de historia”: “se nos concedió como a cada generación precedente, una débil fuerza mesiánica sobre la cual el pasado hace valer una pretensión”.[21] Rememorar, entonces, no significa contemplar unos hechos pasados. En las representaciones de lo ocurrido se lleva a cabo un combate en el que se juega la redención de los hombres que nos precedieron. Esa lucha es política y, como dice Foucault invirtiendo la frase de Clausewitz, “la política es la continuación de la guerra por otros medios”. La Odisea es la continuación de la Ilíada por otros medios. Aunque ya sin armas, Odiseo también lucha cuando cuenta su propia historia. Como narrativa que rememora, en el relato se determinan asuntos cruciales para el destino de las generaciones pasadas: entre otras cosas, por ejemplo, se disputan las identidades de los involucrados en la guerra, su representación, etc. Con su ejemplo, Odiseo nos muestra quizá que la paz y el destino de una sociedad se juegan menos en un estrado judicial que en su narrativa.

VII

El 24 de noviembre del 2016, el Gobierno colombiano y las FARC firmaron el Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera. En el quinto punto, “Sobre las víctimas del conflicto”, se afirma que uno de los principios rectores del acuerdo será “esclarecer lo sucedido a lo largo del conflicto, incluyendo sus múltiples causas, orígenes y sus efectos”. Con ese fin, se crea un Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, compuesto de mecanismos tanto judiciales como extrajudiciales para el esclarecimiento de la verdad y la preservación de la memoria histórica. Así, paralelamente a la Jurisdicción Especial para la Paz, que se encarga de juzgar y sancionar los delitos cometidos en el curso del conflicto armado, se crea una Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, que tiene como objetivo, entre otros, “conocer la Verdad de lo ocurrido […] y ofrecer una explicación amplia a toda la sociedad de la complejidad del conflicto”. Después de su investigación, la Comisión deberá entregar un informe que dé cuenta de todo lo anterior.

El informe que entregue la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición debe ser consciente de las posibilidades de narrar el conflicto armado colombiano. Como instancia extrajudicial, su función debería superar el “conocer la Verdad de lo ocurrido”. Una vez que se obtenga de los actores armados los datos concretos sobre localización de minas, caletas con armas y fosas comunes de víctimas desaparecidas, la Comisión debería preocuparse menos por encontrar una Verdad en mayúscula que por contrastar versiones. El relato resultante debería parecerse menos a una novela que ofrezca “una explicación amplia a toda la sociedad de la complejidad del conflicto” y más a una polifonía de historias que den cuenta, eso sí, de la complejidad de la guerra. En todo caso, es importante que la Comisión reflexione, desde el informe mismo, sobre la posibilidad de un relato pictórico o escrito que no pretenda dar explicaciones, ni clausurar lo pasado, sino que más bien posibilite constantemente el recuerdo y que repare verdaderamente a las víctimas permitiéndoles mostrar lo que les pasó y cómo se siente perder algo irremediablemente. Para alcanzar la paz será necesario prestarle atención a Odiseo, que constantemente llora y nos cuenta, una vez más, otra mentira.


Notas:

[1] Homero: Odisea, Alianza Editorial, Madrid, 2005, c. XX, v. 18.

[2] Diferentes relatos de la masacre pueden consultarse en los portales periodísticos Verdad Abierta y Rutas del Conflicto, entre otros.

[3] Homero: Odisea, ed. cit., v. I, v. 170.

[4] Sebastián Jiménez: “Mampuján, todavía un pueblo fantasma”, El Espectador, marzo, 2012.

[5] Homero: Odisea, ed. cit., c. I, v. 325.

[6] Ibídem, c. I, v. 340.

[7] Ibídem, c. VIII, v. 74.

[8] Ibídem, c. VIII, v. 491.

[9] Ibídem, c. VIII, v. 496. En la traducción de J. M. Pabón, de forma significativa, Odiseo pide que el aedo cante “aquello del modo que fue”.

[10] Ibídem, c. 8, v. 521.

[11] Walter Benjamin: “El narrador: consideraciones sobre la obra de Nikolái Léskov”, Obras, Abada Editores, Madrid, 1989, libro II, vol. 2, p. 49.

[12] Ídem.

[13] Homero: Odisea, ed. cit., c. IX, v. 12.

[14] Walter Benjamin: ob. cit., p. 45.

[15] Homero: Odisea, ed. cit., c. IX, v. 333.

[16] Ibídem, c. XI, v. 363.

[17] María Margarita Malagón: “Dos lenguajes contrastantes en el arte colombiano: nueva figuración e indexicalidad en el contexto de la problemática sociopolítica de las décadas de 1960 y 1980”, Revista de Estudios Sociales, n o 31, 2008, p. 12.

[18] El silencio de la fotografía, sin embargo, no implica el olvido. En Arte y memoria de lo inolvidable: fragilidad y resistencia (Sílaba Editores, Medellín, 2014), María del Rosario Acosta piensa en la posibilidad de un arte que sea “capaz de escapar a la dualidad entre la conmemoración y el olvido y de convertir la ausencia en evocación de algo que aún permanece como no olvidado y, no obstante, como nunca enteramente recordado” (p. 44).

[19] Ibídem, p. 2.

[20] Homero: Odisea, ed. cit., c. XXIV, v. 455.

[21] Walter Benjamin citado en Michael Löwy: Aviso de incendio: una lectura de las tesis “Sobre el concepto de historia”, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2002, p. 55.

Colabora con nuestro trabajo
Somos una asociación civil de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural y artístico. En Rialta nos esforzamos por trabajar con el mayor rigor profesional en la gestión, procesamiento, edición y publicación de los contenidos y la información. Todos nuestros contenidos web son de acceso libre y gratuito. Cualquier contribución es muy valiosa para nuestro futuro.
¿Quieres (y puedes) apoyarnos? Da clic aquí.
¿Tienes otras ideas para ayudarnos? Escríbenos al correo [email protected].

Deja un comentario

Escriba su comentario...
Por favor, introduzca su nombre aquí