Lector suspicaz si se trata de interpelaciones, Duanel Díaz se siente aludido en el prólogo de Tabío a Los años de Orígenes –donde no se lo menciona, a todas estas– e inicia motu proprio una polémica que quiere tener, como eje, digamos que tres elementos (a lo mejor va y es uno solo o quizá sean dos, pero digamos que tres). Esos elementos son más bien reivindicaciones. El primero se reduce a darse por aludido y a explicar, reivindicar por qué: tanto Tabío como Arcos estarían, afirma, impugnando su lectura de LGV en Límites de origenismo. Por acción o por omisión, que como se verá, tanto da cuando se trata de lo que haya que mencionar según DD (dicho sea de paso, lo poco en común que tienen las lecturas de Tabío y de Arcos es alejarse de la suya). El segundo es un repaso reivindicativo de lo que se decía en Límites del origenismo sobre LGV, o más bien de lo que se decía contra la lectura de Arcos de lo que se decía en Límites sobre LGV, aumentado ahora por reproche situacional: ni LGV, ni tampoco Tabío, piensan “en situación”, en “el contexto cubano”, en el contexto de la vigencia histórica del castrismo. Da la impresión, como alguien comentaba, que cuando se acabe el castrismo ya podremos hablar de eso. Mientras tanto, no, o no pasando por alto que. O hace falta que pase un tiempo a ver si se lo perdonamos. Para DD, aun cuando no lo dice explícitamente, casi que equivaldría a delito de leso colaboracionismo: esa crítica de LGV, tan descarnada, a la República, favorece, apuntala, le pasa la mano al castrismo. La hace un favor o al menos le tira un cabo, o por lo menos no deja de tirárselo (si es susceptible de ser leída o aprovechada como tal, pues eso es un cabo). Sus noes, los de LGV, hay que verlos casi vitieranamente como los de una oscura cabeza negadora: son un síntoma, nunca socarronería, jamás sentido del humor, no un rasgo de estilo. No tienen, viene a decir, fundamento en lo real –nótese ese cotejo con lo real, que llega ahora al extremo de comparar la “posición” de LGV sobre contemporáneos y sobre autores muertos: con unos podría estar resentidos, dice, con los otros, ¿cómo? El centro de esta segunda reivindicación es, por supuesto, una extensión de la primera, que se lea de otra manera diferente a la suya (Arcos, Tabío, se desviarían de esa lectura digamos recta, pertinente en situación, atenta a los síntomas clínicos, cotejada con lo histórico). El tercer elemento, que tiene valor de manifiesto, y supongo que fue al que reaccioné sobre todo, y que es lo que más se nota en el texto de DD, es prescriptivo: hay que leer en situación. Tenemos que situarnos para leer. Reivindiquemos eso. La literatura, y la crítica, deben adoptar una posición, defender un discurso, ser, a fin de cuentas, discurso sobre algo. ¿Y qué mejor algo que la situación? ¿Qué mejor que la condición cubana? No es difícil prever –no debería serlo para alguien tan atento a la situación y el contexto como DD– que esos tres elementos, juntos (impugnación polémica de un texto donde no se lo menciona, impugnación polémica de la obra de un autor y de una lectura de esa obra que no coincida con la suya, y reivindicación prescriptiva de cierto modo de leer con esos antecedentes tan sombríos en el ámbito cubano), iban a generar reacciones –previsiblemente, la de Tabío; previsiblemente también, comentarios a su texto o cuando menos, sorpresa, desconcierto.

Pero no. DD sostiene ahora (véase aquí)  más o menos lo mismo, en nueva reivindicación, y se siente de nuevo no sólo interpelado, sino víctima de ortodoxias: se lo acusa, yo mismo entre ellos, dice, de tener el mismo poder que Pavón, de ejercer crítica tan inapelable como la de Verde Olivo. El problema no es lo que diga o cómo lo diga, sino cuánto poder detente quién lo diga, sostiene, y añade que él no tiene ninguno, arguye anomia crítica. Así que, ¿por qué tomar en cuenta lo que diga, incluso si lo que dice es que hay que leer de tal modo y no de ningún otro?

A mí eso me parece una digresión, de hecho, una pobre digresión o en el mejor de los casos algo tan psicológicamente sospechoso o más que los síntomas que DD atribuye a LGV, así que creo que vale la pena atajarlo a tiempo. A ver, veamos. Digámoslo alto y claro y zanjamos ese asunto, para no digregarnos: No, ¡claro que no se trata de poder, ni de influencias! ¡Claro que nadie va a dejar de leer a LGV por lo que diga DD! Y si mis comentarios por alguna suerte de misreading se pudieron leer así, si fueron en algún momento susceptibles –por comentario o por lo breves, o por aprensión del lector, sea quien fuere– de tan tremenda cañona, si la propician o incluso la sonsacan, valga doble la aclaración (con mayor detalle luego): no, claro que no se trata de poder ni de influencia, por supuesto: sencillamente, me sorprende la reproducción de un uso, la pervivencia de cierto baremo crítico que el propio DD rechazaría, si fuera de signo contrario. Y eso es sobre todo lo que choca, más viniendo de alguien que ha criticado –e incluso desmontado, en los mejores pasajes de Palabras del trasfondo– precisamente usos ideológicos estructuralmente similares. El caso –y de ahí mi reacción, pero supongo que también la de otros: basta leer los comentarios– es que se trata de la reproducción traumática, probablemente, de un uso, y aun si traumática, habrá que decir más: de su reproducción a deshoras. No de una lectura, y eso conviene subrayarlo, así que subrayemos: de un uso, retrospectivo además tratándose de LGV, de la literatura o de la escritura o incluso, si nos vamos a lo que tenga de notarial o de partícipe o juez y parte Los años de Orígenes, de la experiencia escrita, esa “parte ensayística” que dice DD. Un procedimiento, este del uso, reductible a Fulano dijo X, y X conviene a los enemigos de la Revolución. O al castrismo, tanto da. O peor: Fulano no dijo Y. ¡Tendría que haber dicho Y! ¿Cómo podemos leer a Fulano, cuando no dijo Y –y tendría que haberlo dicho? Y lo anterior en virtud de –¿cómo si no?– esa situación dada, el contexto, nuestra singularidad histórica, etcétera. O sea, Fulano es prescindible, o invisible, o cualquier lectura de Fulano debe primero asentar que Fulano no dijo Y y en cambio sí dijo, ay, X. Y más que Fulano, los lectores críticos “desapercibidos” de Fulano, que no han actuado lo bastante “en situación” como para percibir la omisión, la falta de Fulano.

Por favor. Dejado en claro que no se trata de cuota de poder o influencia, lo único que se puede pedir es Seamos serios. Y ya que hablamos de fechas, a estas alturas, en efecto: seamos serios.

Siendo serios: el único discurso donde la literatura tiene o no validez según la década y la oportunidad histórica es o bien el del poder, un discurso ideológico para sustentar el poder, o bien el de la oposición militante al poder –y en ambos casos, conste, en ejercicio vulgar del poder o de la militancia opositora. Para DD, en cambio, lo que digo tendría sólo sentido dicho en 1993, como si los años noventa [sic] no existieran. Me pierdo un poco con la adscripción del 93 a algo que no sean los noventa, pero en fin, el mar, pasémoslo por alto que eso es prescindible –del mismo modo que lo es frase como aquella del piano y el tapiz: “no en tanto sigue desconociendo esa otra parte de la tradición cubana ajena a las familias que nunca tuvieron un piano o un tapiz viejo”, ¿la tradición de ellas, o la ajena? ¿Será acaso toda esta polémica malentendido sintáctico, secuela de que DD parece decir una cosa y quiere decir otra? No lo creo. Lo que cuenta es esa temporalidad o pertinencia histórica, esa cañona epocal y subsidiaria a la literatura: ¿a quién que haya vivido en Cuba no le suenan cosas como No es el momento de decirlo, o Eso estaría bien en otro momento pero no ahora, etcétera? Y no porque se trate de “sacralización” de la literatura, o de torremarfilismo o cosa similar: precisamente en la medida en que la escritura es profana (y lo es y con mucho la de LGV), su “sacralización” prestada estaría, precisamente, en esa cuota de oportunidad impuesta por la crítica desde un rasero ideológico. Lo único que puede “sacralizar” a lo literario es, curiosamente, su uso ideológico (y no su “uso” común, que sería la interpretación, la lectura por la lectura, incluso su lectura más superficial o anecdótica): es sólo desde ahí, desde ese uso o pertinencia u oportunidad ideológica, que se puede computar su validez en décadas, o incluso en años o meses (ahora, después de Girón, tal cosa que antes sí pero ya no; o ahora sí, que vino el deshielo, o ya no, que etcétera).

DD, en cambio, ubica en ese 93 anterior a los noventa la pertinencia de una lectura que atienda a “la autonomía de la literatura frente a comisarios que nos tachan de formalistas y existencialistas”. Entonces, eso valía la pena: nos defendía de los comisarios. Ahora, ya no: ahora no es pertinente. Dicho de otro modo: se lee según cuándo. Tanto es así, que no se le ocurre nada mejor que equiparar lo que digo a lo que dice, siguiendo esa lógica de adaptación a la situación (siguiéndola DD, digo), Padura. Creo que no hay que hacer un esfuerzo mayúsculo para darse cuenta que Padura habla ahí del contexto cubano y de la política cultural cubana y de cierto acomodo gremial, y que yo estoy hablando de modos de leer, y de modos de imponer una lectura o deslegitimar otras, y sobre todo, de dinámicas de inclusión y exclusión desde criterios externos a lo literario. De hecho, si no fuera así, confío en que DD no se habría sentido –por una vez con razón– aludido. Pero a lo que iba: según esa pertinencia situacional del cuándo, no habría una verdad del texto, un sentido que resida en él o que el texto articule, ni tampoco de la crítica –de la interpretación o de los modos de ejercerla–, sino que contaría sólo la oportunidad táctica, en sentido casi bélico, de lo que se pueda hacer con él, o con tal o más cual lectura (que “servirá” como escudo anticomisario, o como arma arrojadiza contra la versión del origenismo de Vitier, si en el 93, pero en cambio ahora ya no: ahora mejor volvamos a leer “en situación”). En fin: lo único que viene a decir eso es que no importa cómo se lea, ni cómo se ejerza la crítica, y ni siquiera cómo sean los textos; lo que importa es, como decía DD en su texto de Hypermedia Magazine con metáfora que habla hasta por los codos, que un libro sea munición: “en tiempos de guerra, ya se sabe, no es bueno querellarse o disentir de los aliados”. Que su lectura se avenga con lo que demanda “la situación”, eso lo que importa, y avisados quedamos que cambia década a década, ¡incluso del 93 con respecto a los noventa!

Creo que estaba ya dicho en algún comentario mío pero será bueno repetirlo: no tengo nada en contra de lecturas que, a partir de un texto, lo ubiquen sociológicamente, o que recurran a él para hacer historia intelectual, o incluso política. No sólo son del todo legítimas, sino que pueden también enriquecer otras perspectivas. Pueden ser lúcidas o pueden ser pobres, pero eso no depende de su condición sino del talento de quien las haga. Ahora bien, lo que me parece en cualquier caso contraproducente es pretender –y fue eso lo que se percibía en el texto de DD– que esa (o cualquier otra) lectura sea la única legítima, que deba leerse de tal modo y no de otros, que la relevancia o el peso de un autor o de sus críticos se mida en libras de oportunidad o pertinencia de munición. Y lo que me parece lamentable, sobre todo, es que ese tipo de imposición ideológica, que durante décadas ha lastrado a la literatura y la crítica cubanas, se reivindique ahora, con signo contrario, en virtud de la pertinencia de la munición, o de la situación, o de lo que sea. Una de dos: o eso se hace a ciegas, inercialmente, discurso asimilado que se reproduce –todo hay que decirlo: buena parte de la crítica cubana sigue leyendo todavía así, incluso a su pesar– o se hace a sabiendas, en plan prescriptivo, en plan comisario. Y no sé cuál de las dos cosas sea peor. O bueno, sí: sabemos –también por contexto y situación, como cuando se menciona la soga en casa del ahorcado– cuál la peor.

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