Fue difícil hallar una edición de Eisejuaz, novela de la escritora argentina Sara Gallardo que, por fin, un amigo me regaló. Ya había leído: Enero, Los galgos y Pantalones azules. Le pregunté a algunos amigos buenos lectores si la habían leído porque no creo que Sara Gallardo tenga aún el lugar que le corresponde en la literatura latinoamericana –tampoco este libro–: no sé por qué.
Si lo decimos con simples frases: Eisejuaz es el monólogo de un indio en busca de su identidad –todavía más–, de su santidad. Un indio real al que Gallardo le hizo entrevistas antes de emprender esta travesía donde la voz que inventa –la voz del personaje– es de una creatividad y una violencia que nunca podremos olvidar: sus monólogos son latigazos.
Gallardo creó un lenguaje para este personaje y creó también una violencia que se relaciona con lo incomprendido de aquel mundo para el occidental; violencia y lenguaje, herramientas desconocidas e inseparables de esta voz: “así digo a mis hermanos matacos y también a los tobas: ¿a dónde iremos, ahora que el monte se ha enfriado? A los chahuancos, a los chiriguanos, a los chaneses y a todos digo: ¿a dónde iremos? No hay lugar para nosotros ni allá ni acá. Allá el ruido de los blancos termina con nuestro alimento. Y aquí nos alimentamos de peste y de miseria”.
Crítica insertada al lenguaje, haciéndolo crítico también: cantos, rezos, ceremonias en busca del lugar de Aquello Que Es. Un lugar donde los animales dejan de ser bestias y los humanos ocupan el sitio de estas cuando discriminan: “el agua derramada no se junta más. El viento no vuelve atrás. El espíritu que llevó Agua Que corre, se escondió, no respira con fuerza”.
Los espíritus no se distinguen ni separan de la naturaleza en Eisejuaz, donde todo es lo mismo: espíritu, lugar, seres, acontecimientos. Y estos nombres con mayúsculas, solo nombran la fuente de una creación que pretendemos controlar para que sepamos con quiénes vamos a convivir si aceptamos las reglas de su convivencia. Una convivencia donde todo es lo mismo, sin fracturas, sin escisiones. Una convivencia de la respiración, podríamos decir. Se respira como se es. Donde, también lo que se piensa y se habla: es.
Sara Gallardo no ve al indio desde afuera –como ocurre con autores indigenistas–, sino desde la posición de un narrador que es también pellejo y hueso de su protagonista: respiración, ritmo. Algunos críticos han comparado Eisejuaz con Zama de Antonio di Benedetto –y pueden tener cierta relación—pero la novela de Sara Gallardo rebasa los postulados de la asimilación a un contexto del que no conocemos casi nada: no lo explica, no es referencial, se mueve entre el corazón del protagonista, su respiración que es su lengua, y los alrededores del monte donde está presa su pasión: “Digo como el pescado en el fondo del agua: Aquí estoy. Pero digo también y rugiendo como todos los bichos que rugen: ¿Cómo es esto? ¿Cómo es? ¿Cómo es?… Desde entonces se llamó aquel sitio: ¿Cómo es esto?”
Y en la novela, la autora crea ese mundo de un rugido ancestral para que estemos dentro de él, no mirándolo desde afuera. Y caber en este lugar del Cómo es Esto no es una tarea fácil de narrar, es una hazaña. Porque, esas tres palabras, encierran un cosmos donde la importancia del conocer al develar otros códigos –cualquier descubrimiento por mínimo que este sea– se junta con la importancia del nombrar, y se funden en un solo cuerpo tanto que, la naturaleza va arrimando las cosas al alcance de la mirada del hombre que las convoca para convertirlas en sintaxis al bautizarlas. Nada queda separado, sino conformando un as entre la visión y una ramita, un loro: “un rastro de grandísimo”, presagiando que algo va a pasar: “va a pasar algo, algo va a pasar”:
“—Agua Que Corre baja y lava, ataca, asalta, empuja. Agua Que Corre riega, alimenta, destruye, se alegra. No puede pensar ni remansar, no puede sonreír, no puede dormir. No puede volver. Agua Que Corre que topa, dispara, se levanta, conduce, apura y rompe. Yo te vi, yo te vi, yo te vi. Yo te llevo, Eisejuaz, Agua que Corre para cumplir”.
Los elementos –en este caso, el agua que remansa– son brazos que el hombre desplaza con sus gestos, abrazando lo que sucede. Así pasan entre ellos y se ubican en su imaginación los elementos que están vivos y actúan: son seres. Por eso, el agua está viva también sin discriminación entre el indio y su contexto.
En Eisejuaz se recompone un poema que va narrando la fuerza de esos elementos –a través de acciones que describen las tareas emprendidas entre los compromisos del personaje y su espíritu–, dentro de la desesperación por resistir aquella vida y sobrevivirla. Vida y lugar son también inseparables y forman un cuerpo: usando las acciones como repeticiones; los fracasos como pruebas, donde cada encuentro es una señal; cada nueva sensación, un veredicto: “—¿Qué guardabas allí —Ninguna cosa para ser explicada.”
Tal vez, porque Eisejuaz se aburrió de ser bueno y de preguntarle al Señor. Se cansó de explicar: no hay explicación, lo tomamos o lo dejamos todo como lo que es. Solo es, nada más: esto soy, esto valgo, esto tengo: solo soy. El resto son especulaciones que no caben en el mundo de la sobrevivencia o divagaciones sobre ella que carecen de sentido o explicación insignificante para una comprensión justa. Así por cada gesto o palabra hay una acción que complementa su descubrimiento dentro del caos. Y la acción invalida la explicación: solo es un motivo para llegar a ella.
Eisejuaz es un libro de descubrimiento, de fundación, de enseñanzas –como el Popol Vuh lo es–, donde salen a flote las raíces de las cosas y sus comportamientos, lo que viene a partir de lo que está, de lo que nos fue dado por fuerzas ancestrales: “¿Qué pensamientos hizo venir al tigre aquí, al ruido de los tiros y los cazadores? No son cosas de tigre. Ahora está muerto a causa de ese pensamiento que no era de tigre”. Cada especie tiene su lugar, sus condiciones y no debe salirse de estas reglas establecidas de antemano por la naturaleza.
“Así llegó Mauricia, disimulándose. Y tenía uno de esos broches con vidrio en el pelo […] así viví con esa muchacha sin dejarla volver a casa del marido. Si me iba, la ataba. Si volvía, la desataba […] tenía miedo, lloraba […] miedo de volver al marido. Miedo de mí”.
Pero, Eisejuaz esta vez, rompe las reglas por pasión y sabe que será castigado por las tentaciones que tuvo ante la llegada de la muchacha, y que ya se le acaba el tiempo: “Allí, la muchacha: –No te vas a morir. No te vas a morir, vos. Viví; vivirás. Yo creía en un regalo; me alegré; te quise regalar; te maté”.
En un mundo de la palabra no se pueden alterar las reglas de las cosas, tampoco las del lenguaje, que pasa a ser animado a partir de las piedras, de las raíces, de las flores, de esas ramas que no tienen animación aparente, pero que existen y se mueven fuera de nuestro deseo o subjetividad, a nuestro pesar.
Pero, en cuanto a la vida, nunca estará asegurada dentro de estas reglas que no se pueden romper sin perderla. Solo algunas veces la pasión sale de los pronósticos y nos mueve –como llevó a Eisejuaz a la catástrofe durante el recorrido de esta novela, en su lucha contra los instintos para lograr la santidad–. No son los dioses los que dan esta aprobación, sino los seres –animados e inanimados– que acompañan al hombre, poniéndole pruebas y sanándolo de las pasiones que encuentra durante su trayecto.
Este mundo que atraviesa Eisejuaz, lo atravesamos también con él como un golpetazo dentro del agua, cuando nos reclama que volteemos la cabeza y nos percatemos de su existencia. Es un mundo hecho por la sintaxis –más que por el argumento– y donde pocas cosas pasarán, pero estas marcarán la diferencia con nuestras desviaciones dentro de una trama donde lo importante es lo que se ve allí donde las cosas aparecen, desaparecen, fluyen sin necesidad de ser contadas, porque solo son.
Lo que Sara Gallardo recoge es la concentración, no la explicación –en el canje de acciones por imaginación–, cuando se junta para remodelar al lenguaje, petrificándolo: “y nada no pasó”. Invierte el supuesto orden lógico establecido, empezando con una negación que afirma, para agitar a los contrarios que fluyen dentro de su propia contradicción.
Porque sí sucedió –producto de esa puja con la sintaxis– una manera de contar las cosas sin que se estropeen esas formas que alguna vez fueron, dejándolas intactas para nuestra contemplación. Y el resultado es la extrañeza de un mundo que no es coloquial y no puede ser expresado tampoco a partir de alegorías o metáforas. Pero, mucho menos, a partir de anécdotas realistas. Es un mundo que no se puede contar, solo aparece para que lo admiremos a la distancia de su horizonte, elegido desde otros presupuestos de la mirada y de la escritura, sin establecer comparaciones.
Por ahí pasó la realidad y la irrealidad sobre las cosas en su estado primigenio –no primitivo–, recreándolas dentro de estas formas que adquirieron durante aquel decir su cómo son. Todo el peso de la existencia está puesto en función de ser: árboles, ruidos, piedras, gritos; soledad del hombre, amor y muerte, dándole ritmo y emoción al peligroso descubrimiento de Lo Que Se Ve desde aquel catalejo; sobre aquella altura remota, hacia donde nos llevó Eisejuaz: el alma de aquel mataco salteño de Sara Gallardo.
Miami, 3 de octubre 2024