Dice la nota:
Esto no es una réplica. El artículo de Kit Maude me hizo pensar algunas cosas y recordar otras. Voy a tratar de hilarlas.
La escritura de Di Benedetto (DB) es una condensación impar de giros del español del Siglo de Oro y aún más antiguos, modismos de funcionario colonial, acriollamiento de esas herencias en la sorna sentenciosa de la poesía gauchesca, dicción hogareña de origen cuyano (el de DB) y brusquedad casi aforística de un pesimismo aceptador vagamente nietzscheano que después de multiplicarse en conocidos avatares llega, entre otras especies, al tango, ese género tan “existencialista” (un cuento de DB se llama “Sombras nada más”). Podría decirse que ya en los años treinta, Borges había naturalizado este tipo de sincretismo, pero reactualizarlo era extemporáneo en 1956, cuando la narrativa argentina buscaba una emisión sin rodeos ni parodia, dotada de las elipsis ecuánimes de la cuentística norteamericana (así Walsh, Piglia, Conti, Wernicke), y más tarde descubriría la visibilidad del cine y la ligereza de los procedimientos del pop (Puig, Aira). Uno de los pocos que se establecieron en el campo DB –y en el de Juan L. Ortiz, un provinciano de otra región– fue Saer, menos por afinidad sartreana que por confianza en el poder y la grandeza del circunloquio; no en vano desde esa época fue el lector más efusivo de DB. Nunca se llega a una teoría definitiva sobre ningún escritor, claro; por eso toda traducción es transitoria. Pero sobre el estilo DB hay un perfecto resumen de Jimena Néspolo (Ejercicios de pudor. Sujeto y escritura en la narrativa de Antonio Di Benedetto, Adriana Hidalgo, 2004): “Una sintaxis marcadamente escandida, la utilización deliberada de arcaísmos y localismos, un uso anormal del verbo transitivo y de la metáfora en la conformación de imágenes de alta densidad simbólica son los rasgos formales distintivos de esta narrativa ansiosamente interesada –desde sus comienzos– en renovar cualquier molde, género o categoría textual rígidamente instituida”.
Esto no quiere decir que DB fuera un apartado. En los setenta, miembros de la bohemia literaria porteña se preocupaban por ordenarles a jóvenes aspirantes que leyeran inmediatamente la edición de Zama que el Centro Editor de América Latina había publicado en una colección de quioscos y conversaban sobre la novela con un deslumbramiento casi igual al de los lectores de hoy. La leí en esa edición; volví a leerla en la de los ochenta en la colección azul de Alfaguara y, hace unos años, en la de Adriana Hidalgo. Pero si lo pienso ahora, el efecto más poderoso de esa escritura viene del choque entre la arrogancia sombría de la emisión y las constantes series de maniobras que Zama (y otros personajes de DB) no pueden dejar de hacer para satisfacer sus anhelantes ínfulas o pagar las deudas de conciencia, en realidad un solo trámite interminable cuyo ajetreo sólo se interrumpe con la muerte, habida cuenta de que la Gran Deuda es con algo mucho más lejano y tan alto que no se ve, Dios o sus mutaciones. La onda de ese choque distancia la mirada y la situación se vuelve al mismo tiempo lacerante, embarazosa y ridícula; la pretenciosa hidalguía de Zama se diluye a medida que deambula por un espacio-tiempo deducible pero sin coordenadas precisas, y el vaivén entre acción compulsiva y dilación se resuelve en estancamiento, como si, a fuerza de esperar la oportunidad de pagar, la neurosis mostrase su hilacha de disparate. Nada de esto se puede consumar sin un sentido de la comedia cercano a la caricatura que no veo en Dostoievski ni en Camus (por mucho que en efecto DB los leyera), pero sí en Kafka, desde luego, y en una línea literaria que va desde los villanos de Christopher Marlowe a Beckett, el de Molloy o el del cuento “Primer amor”. El medio es una rítmica narrativa que el lector oye como pasos sobre un terreno poceado.
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