De pronto alguien tocó a la puerta. Nudillos, el timbre no funciona hace tiempo. Cerré la ducha e hice como si no escuchara, como si conmigo no fuera: cerré los ojos y respiré tranquilo. Mantuve un buen rato la posición del sordo, una toalla negra sobre los hombros. Pero los toques insistían como si en eso le fuera la vida a quienquiera que volvía a la casa equivocada esa mañana. Pensé en hoteles, en habitaciones ajenas y llaves prestadas, pensé en llaves cruzadas peligrosamente en recepción. Pensé en lo fácil que puede ser volver a la casa equivocada. Una vez, en Parma, entré por error a una habitación a oscuras que no era la mía, y no quise averiguar más cuando vi los ojos enormes de un gato brillando en el rincón.

Los ojos de loco de un gato inmenso, pensé. Los ojos desquiciados de un lemur o de un animal antiguo, de un animal que no condescendía a los límites de la especie, la nuestra, sino si acaso los toleraba o más probablemente los ignoraba, y al que quizá la domesticidad hubiera arrebatado o adormecido la memoria de los límites de la suya. Las uvas, lo pensé como si fuera un poema o más bien vi el poema, enormes de la ira desgajándose en la boca. Los racimos, aquí un salto, negros de la ira y la rabia, que por supuesto pueden teñirse de melancolía o de angustia, el fardo –ya no seguía bien la letra, las palabras del poema– de la rabia que agota. Y todo asombrosamente literario, quiero decir, los toques en la puerta que ya amainaban, las palabras como un filtro para el silencio –como si conmigo no fuera–, las frases del sueño colándose en la memoria de habitaciones prestadas, de habitaciones de hotel de hace un siglo o hace un año en ciudades extrañas, ciudades donde se está de paso y por lo general no se va a volver y se sabe, y se hacen en cierto modo invisibles por eso. Me pregunté qué animal podría haber sido aquel que vi en Parma. Me pregunté ahora lo que no me pregunté entonces, quién compartiría con un animal de ojos de loco que brillaban en la oscuridad como los ojos de un gato (pero de un gato imposible de enorme, un gato no podría ser) su pieza de hotel en la Piazza Garibaldi, quién llevaría a rastras a ese animal por piezas de hotel diferentes o se desplazaría con él cuando lo invitaran a congresos o a reuniones de negocios, cuál era el secreto de aquellos ojos en la oscuridad. Y cómo se podría conciliar el sueño con aquellos ojos reluciendo en la oscuridad, quien lo hacía. El hábito, supongo. El hábito y el secreto. Aquella noche, en Parma, salí a los pasillos del hotel y los recorrí evitando los ascensores hasta llegar a mi habitación y llené la bañera de agua antes de hacer par de llamadas telefónicas que sabía de lo mejor que no iban a contestarme, que nadie iba a descolgar al otro lado. De hecho, llamé para confirmar lo que sabía. No pensé más en aquellos ojos. Los olvidé cuando cogí el teléfono y marqué el número que todavía me sé de memoria. No pensé en la pieza del piso de abajo ni en su ocupante humano (o si lo había) ni en lo que había visto hacía unos minutos, sólo me sumergí en el agua tibia con la mujer que no contestaba el teléfono en la cabeza, hablando mentalmente con ella y con su nombre en la boca, ella y su silencio en todas partes entonces y las uvas del olvido o la rabia. Pero no apagué la luz. Salí sólo cuando estaba durmiéndome, y me levanté de un salto, como si me hubiera dejado llevar por los racimos de la ira, por las uvas negras de la melancolía y la ira, que adormecen hasta los reflejos de los más valientes. Pensé también, como en paralelo, que algo así estaba haciendo ahora, haciéndome el sordo, aun cuando los golpes en la puerta hacía rato que amainaban y eran ya sólo una insistencia desganada, vencida. Un carraspeo en la madera en vez de nudillos, un arañazo de quien se da por vencido. Pensé en ella, aun a mi pesar pensé en ella, en esa mujer que no contestaba el teléfono cuando la llamaba desde Parma, cuando la llamé dos y tres y cuatro veces antes de meterme a la bañera ya llena para olvidarme de todo y en la posibilidad, que descarté enseguida, de que fuera ella la que tocaba hacía rato la puerta y que tal vez ahora estuviera sentada en la alfombra, hecha un ovillo en el suelo o escribiendo una nota que bien podría pensar que yo no iba a leer, y que tal vez por eso sería una nota sincera, una nota que merecía la pena leer, pero enseguida me dije que más bien por eso sólo podría ser una nota de desagravio o de autoindulgencia, una disculpa hacia sí misma y no para mí, en el fondo más una marca que algo dicho o escrito. Algo que dijera Yo hice lo que pude, lo intenté y ya no estabas. Algo que dijera Yo estuve aquí, mira. Yo vine y ya ves, para ti ya era tarde.

Y entonces, por un segundo, estuve tentado de abrir la puerta pero no me dejé llevar por esa emoción, que a fin de cuentas no era la mía sino la suya, no me dejé llevar por ese impulso que a fin de cuentas, me advertí a mí mismo, no sería sino ganas de demostrar algo que no tenía sentido demostrar tal como estaban entre ella y yo hacía tiempo las cosas. Así que me quedé allí mismo donde estaba, con algo de frío ya, con algo de ese cansancio de estar inmóvil pero a salvo, como cuando volví sobre mis pasos en aquella habitación de hotel en Parma que no era la mía y donde brillaban en un rincón aquellos ojos enormes que no eran humanos y pensé en ella enseguida para olvidar el asunto o sencillamente porque nada hubiera podido entonces impedirme pensar en ella, ni siquiera el absurdo, ni siquiera la cercanía del misterio o el escalofrío del miedo y menos esa noche, aquella noche que buscaba a ciegas mi habitación por los pasillos de un hotel que no conocía para acabar de llamarla de una vez y confirmar lo que intuía o temía, pero sin llamar esta vez a un teléfono donde bien sabía que no iba a contestarme nadie a esa hora, sin gestos que confirmaran o demostraran o hablaran –como una glosa, pensé, siempre un escolio a destiempo– lo que hace ya siglos sabía aunque no quisiera admitirlo.

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