Foto de Daniel Merle que ilustra la nota editorial de este número de ‘Carapachay’

La revista digital Carapachay, que desde la Argentina dirigen Luciano Guiñazú y Hernán Ronsino, debe su nombre al topónimo de una localidad de la provincia de Buenos Aires y al término con el cual Domingo Faustino Sarmiento designaba el delta del Paraná, que delimita esa provincia (y que en el idioma de los argentinos suele denominarse simplemente, como si se tratara de un arquetipo, el Delta, un espacio de gran concentración simbólica desde el que partieron las primeras expediciones coloniales, que alimentó la imaginería de la poesía de Juan L. Ortiz y donde Juan José Saer, en su tratado imaginario sobre el Río de La Plata, asegura haber asistido al nacimiento de una isla). Así que “la figura de la provincia, su narrativa, su historia, su vinculación con el río”, el núcleo temático concebido como eje alrededor del cual se dispondrían los diversos trabajos de este número 12, lanzado el pasado 27 de abril, guarda una afinidad muy evidente con el ánimo intelectual que inspira a esta revista.

Entretanto irrumpió, en Argentina y en el mundo, una circunstancia que define el inicio narrativo del poema fundacional de la literatura griega y que para nosotros, que la llamamos con el nombre griego de pandemia, viene a significar, como apuntan los editores en su nota de presentación, la interrupción de “la vida misma y su narración colectiva”. De ahí que la marca de esta circunstancia excepcional sea perceptible en muchos de los textos que componen este número.

Por ejemplo, en el relato de Juan Forn –significativamente de tema fluvial, o por lo menos acuático– con que abre la revista. Se trata de la narración de un sueño que, en tiempos de recogimiento obligatorio del individuo dentro de sus propios límites, se despliega como una alegoría que alude a una posibilidad futura de fraternidad colectiva y de comunión con el otro. Digo alude porque el refinado narrador que es Forn no condesciende a desgranar el sentido político explícito de ese otro mensaje más o menos intrincado que implica toda alegoría.

Otros tres relatos contiene este número de Carapachay. El cuento “Automac”, de Yamila Bêgné, consigue tramar, a partir de un simple trayecto automovilístico hacia un drive-thru de McDonald’s, un argumento de notable tensión dramática. Un fragmento de Fuera de la jaula, novela de Fernanda García Lao (Emecé, 2014), en que la voz de la narradora cuenta su propia muerte y exequias, es una narración que imbrica con muy buena fortuna las líneas tonales de lo onírico, lo macabro y la sátira costumbrista (en específico, del patrioterismo de la clase media argentina: pensemos en que la protagonista muere degollada por un disco que acaba de reproducir, en el fonógrafo familiar, los melismas puccinianos de un verso particularmente absurdo de un aria de ópera devenida himno a la bandera nacional).

Probablemente el texto más revelador de los que encontramos en la sección narrativa de esta revista sean dos pasajes de los Cuadernos de infancia (1937) de Norah Lange. El nombre de Norah Lange suele insinuar en los simples aficionados a la literatura argentina connotaciones marginales respecto a la literatura misma: su belleza proverbial, el amor no correspondido que despertó en Borges y su matrimonio con un enemigo de Borges –Oliverio Girondo–, entre otros pormenores más o menos paraliterarios como dedicatorias o inspiraciones. Sin embargo, los fragmentos que se publican aquí dan buena cuenta de la estatura de la escritora Norah Lange. Se trata de una prosa de gran exactitud introspectiva que por momentos despide cierto regusto proustiano (desde los años veinte la obra de Proust había entrado al marco referencial de la literatura argentina); por ejemplo, en ese empeño clínico con que la voz narradora se interna por los meandros psíquicos de una conciencia en estado de alteración mórbida, y en esa doble perspectiva desde la que el yo que es el objeto presente del relato es constantemente proyectado en la dirección de su devenir el yo que es sujeto de la escritura.

Fue una opción oportuna la de los editores de este número de Carapachay la de incluir en la sección crítica un comentario de Graciela Batticuore, quien proyecta dictar un curso dedicado a la literatura escrita por mujeres en la Universidad de Buenos Aires, sobre los Cuadernos de infancia de Lange. Los resortes narrativos de los Cuadernos son descritos aquí con una imagen tan certera que no puedo dejar de citar: “una trama narrativa y poética que se va abriendo paso como un friso hecho de fragmentos de infancia, de estampas, de recuerdos que muestran a la protagonista como si estuviese delante de un espejo roto o astillado”. Batticuore inserta este libro dentro del contexto más amplio de la escritura íntima femenina, argentina e internacional; una escritura, por cierto, que en no pocas ocasiones fue víctima de la violencia masculina que mutiló o desfiguró su integridad textual. Tal vez el anonimato de la narradora de los Cuadernos –que evita que se dé por sentada la identidad entre narradora y autora– y la inscripción que sitúa la obra bajo la autoridad masculina de Oliverio Girondo sean, argumenta la ensayista, modos de conjurar esa violencia.

Batticuore afirma que Norah Lange inauguró una tradición (la compara a “un río chiquito” que fluye entre corrientes de mayor caudal y visibilidad) dentro de la literatura femenina argentina: la de una escritura del pudor –entiendo este término en una acepción estilística antes que moral– a la que se adscriben otras voces del panorama contemporáneo argentino como Sylvia Molloy o Tamara Kamenszain. El tema de la escritura femenina también está presente en la reseña de Selva Amada sobre la última novela de Natalia Rodríguez Simón, y otros trabajos críticos abordan la obra de autores argentinos como José Gabriel Báñez, a quien Analía Farjat dedica una interesante valoración, y Rodolfo Walsh, de quien Martín Rodríguez comenta sus papeles personales y medita sobre las tensiones que se dan entre las dimensiones política y literaria del autor de Operación Masacre. Un diálogo epistolar entre María Teresa Andruetto y Federico Falco, dos narradores de la provincia, se ocupa de indagar, desde el desafío de los lugares comunes y las etiquetas impuestas por el mercado y la crítica más perezosa, en las conexiones que se establecen entre el autor, la escritura y el lugar del que se narra. Por su parte, Osvaldo Aguirre ofrece una especie de crónica policial del Paraná, en particular de un cauce provincial de este río que discurre por la ciudad de Rosario y que ha sido una habitual escena del crimen.

Por una senda genérica que se entrecruza con la crítica, la ficción y la crónica transita “Mi Riachuelo”, de Luis Guzmán. Transita, por más señas, por la peculiar senda que abrieron dos títulos fundamentales de la literatura del último fin de siglo: Danubio de Claudio Magris y El río sin orillas de Juan José Saer. En cada uno de ellos, la relación de un viaje que persigue el curso de un río termina por entregar el epítome de un universo de muy singular carácter y fecundidad cultural: el mitteleuropeo en el libro de Magris; el ríoplatense, en el de Saer. Así, pues, el texto de Guzmán ofrece un precioso registro de las resonancias personales, históricas, políticas y fictivas que emanan de Riachuelo, el río que delimita la provincia de Buenos Aires de la capital porteña. Si alguien pudo decir –con razón o sin ella– que el libro de Saer era un afluente del de Magris, creo que en este caso no sería injusto decir que el riachuelo de Guzmán lo es del río infinito de Saer (en este caso, además, tal aseveración cuenta con el respaldo de la literalidad geográfica, pues Riachuelo desemboca en el Río de la Plata).

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Rumores de insectos o aves, crujidos de origen incierto, atmósferas brumosas, siluetas vegetales y luminosidades y fragancias acuáticas son la materia de los poemas de Juan Fernando García que incluye este número de Carapachay: el paisaje del Delta minuciosamente reducido a sus mínimos estímulos sensoriales. Una poesía fluvial –tal como calificara Haroldo de Campos la de Juan L. Ortiz– de un tenue bucolismo del que se desprende una melancólica complacencia por la denominación y la enumeración de los elementos naturales que componen el íntimo Carapachay de este poeta.

Una voluntad estética muy distinta anima la serie fotográfica de Daniel Merle que ilustra esta revista. Aunque también esté presente en ella la pulsión de registrar el ambiente inmediato que define la poesía de García, la inmediatez en la que está inmersa la fotografía de Merle es la de la violencia y el vértigo de lo político. Porque la época que retrata, desde fines de los setenta hasta el año 2001, fue ciertamente violenta y vertiginosa para la Argentina: una época de dictaduras militares, de represión cruenta, de lenta y compleja transición a la democracia, de galopantes crisis económicas y eventuales episodios de terrorismo. Estas fotos presentan, en palabras del artista, “una visión personal y fragmentaria, al cumplirse cuarenta años del inicio de la última y más sangrienta dictadura argentina”.

“La cuarentena alteró los modos del habla y sus temas”, advertían en la nota de presentación de este número los editores de Carapachay. En efecto, la circunstancia de pandemia por la que atraviesa el mundo, que no ha variado sustancialmente desde que esta revista se elaboraba a ahora que llega a los lectores, atraviesa –esta es la palabra que usan Ronsino y Guiñazú, seguramente conscientes de sus evocaciones fluviales– los textos que la componen. No sólo cuando es directamente tematizada (oblicuamente, como en el relato de Forn, o en sentido literal, como en el ensayo de Graciela Batticuore sobre Norah Lange), sino porque necesariamente nos hace leer desde la situación excepcional en que nos encontramos, por ejemplo, el confinamiento al que son sometidos las hermanas que protagonizan los Cuadernos de Lange, infectadas por el tifus, o ese confinamiento de muy distinta naturaleza de Beatriz Sarlo, condenada a la clandestinidad bajo la dictadura, al que se refiere Martín Rodríguez en su ensayo sobre Walsh. “Interrumpir, sin embargo, no es clausurar”, añadían los editores en su presentación.

El confinamiento de la narradora de Lange fue causa material de un ejercicio de introspección del que resultaría una poderosa escritura, del mismo modo en que el de Batticuore resultó en una lúcida lectura de esa escritura. En la Ilíada, el motivo de una plaga es el origen de los acontecimientos que sostienen el argumento de la narración que inaugura la literatura occidental; la lectura de esta revista nos confirma que una circunstancia como la que hoy afecta al mundo puede ser también generadora de nuevos relatos, y de nuevas maneras de leer esos relatos.

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