I

En reciente “mesa redonda” de televisión, un grupo de escritores se despachó a su gusto en contra de los periodistas. No nos gustó salir en defensa de “la clase”. En primer lugar, porque no reaccionamos nunca como “clase”, sino como persona a secas. Y, en segundo lugar, porque “la clase” cuenta con un organismo legal, que es el Colegio, que tiene personalidad suficiente y capacidad de sobra para defendernos en bloque cuando en bloque se nos ataca.

Pero esta vez no lo podemos pasar por alto. Porque se está haciendo la moda, como decía recientemente José Luis Massó, de echarles a los periodistas la culpa de cuanto malo ocurre en el país. Y eso sí que no va. Que nosotros tendremos nuestros defectos como cualquier familia. Pero de eso a consideramos la oveja nevera, va un gran trecho.

El caso es que los referidos intelectuales se quejaban de la preponderancia de la prensa en las labores de orientación pública, y dos de ellos acusaron concretamente a nosotros los periodistas como usurpadores.

Lo primero que habría que enseñarles a estos niños es que usurpar, según el Diccionario, es privar a alguien por medio de la violencia, la mala fe, el engaño o el artificio, de algo que le pertenece. Y preguntarles acto seguido: ¿en qué momento les ha pertenecido a ellos le función do orientadores de la sociedad? Se quejan hoy, caída la tiranía, de que no se cuenta con ellos para nada. Y hay que volver a preguntarles: ¿Y cuándo han contado ellos con el pueblo para nada tampoco?

El divorcio entre un escritor y el medio social que lo rodea puede ser de muy diversos orígenes. Hay el escritor que escoge deliberadamente la representación de algunas ideas o algunos intereses que son claramente antisociales, y queda al margen. Existe el que habla en lengua de cenáculos, sólo para escogidos. Y este también queda al margen. Y hay muchas otras categorías: la del “incomprendido por su época”, la del “rebelde solitario”, 1a del “habitante de la torre de marfil”. Todos estos también quedan al margen.

Pero existe, por el contrario, un tipo de escritor fácilmente identificable. Es el escritor-apóstol, el que muere por sus ideas, el que absorbe la savia social del medio de donde surge, el que no se considera un santo, ni un sabio, sino un hombre como los demás sólo que ungido de un toque de gracia, de genio o de talento que él entiende siempre como misión hacia los demás. Este hombre, que en Rusia se llama Tolstoi, en España Unamuno, en Francia Romain Rolland, en Argentina Sarmiento, en México Vasconcelos y en Cuba José Martí, es inmediatamente reconocido por los pueblos como su guía. Se busca lo que escribe donde lo escriba. Se le estudia. Se le lee. A veces se le combate. Pero a la larga su huella queda. Es el mejor portaestandarte de la Cultura, el eslabón por donde pasa el saber de una a otra generación. Y aun cuando la esfera de su acción no sea concretamente política, aun cuando no haga otra cosa que escribir o hablar, libre de gremios o de partidos, su voz alcanza la resonancia acordada a los conductores. Porque los grandes escritores, los que lo son de veras, sí entienden a las masas, sí captan sus anhelos mis profundos, sí comprenden sus necesidades y sí profetizan su futuro.

II

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Pero escribir un cuento enrevesado en una revistilla de minorías, machacar un poemita meses y meses, o pujar una novelita cansona, todo de espaldas al país, todo con los oídos sordos al clamor de protesta o de las masas, y pretender luego que esas masas entiendan aquel “mensaje”, que no fue escrito para ellas, ni pensando por ellas, ni tiene que ver nada con ellas, me parece una irreverencia por no decir otra cosa peor.

Lo que esperábamos todos que dijese alguno de los que estaba en esa “mesa redonda” (por ejemplo, Honorio Muñoz) fue que la literatura cubana, a partir de la gloriosa Generación del 30, se habrá hecho más pura y más perfecta, será mejor literatura, pero es cada vez menos una literatura nacional. Conocemos hoy, con la perspectiva del tiempo, cuanto de lo que se produjo en la Generación del 30 era débil y flojo. Pero no podemos negar (y esto lo anotó Muñoz) que aquella época produjo, no sólo en literatura sino en pintura, en música y en poesía, una obra que tenía un fuerte acento criollo. Baste citar tan sólo los cuentos de Luis Felipe Rodríguez y Carlos Montenegro; la música de Roldán y de Caturla; la pintura de Víctor Manuel; los ensayos de Marinello, Mañach, Portell Vilá y Roig de Leuchsenring, y la poesía de Rubén Martínez Villena y Nicolás Guillén. Toda esta obra multiforme es conocida y amada de nuestro pueblo. Casi todos estos nombres, o todos, son respetados y reverenciados por nuestras juventudes. ¿A causa de qué? ¿A causa de qué los periodistas les hicieron en su tiempo mejor propaganda que la que les hacen los periodistas de hoy a los escritores del día? Nada de eso. A causa de que escribieron, pintaron y grabaron con la mente en París o en cualquier parte donde estuviera entonces el meridiano “moderno” de las artes, pero con el corazón en Cuba.

Los escritores posteriores a esa Generación del 30 tomaron otros rumbos. Eligieron caminos diferentes. No nos referimos, claro está, a los que estaban en la mesa redonda de referencia, algunos de los cuales tienen muy escasa obra, o no tienen ninguna. Pensamos más bien en la generación (¿así se dice?) anterior, la del grupo de Lezama Lima. Como lector y admirador que soy de Lezama Lima, yo le pregunto a los panelistas de la mentada mesa: ¿Cuál es el trabajador, el estudiante, el campesino, el profesional no especializado en literatura, que entiende estos poemas? ¿De qué fuentes han sido sacados? ¿Qué tiene que ver no ya con la realidad de Cuba, sino con Cuba como elemento literario? El señor Piñera dijo que Batista se sentía inquieto cuando anunciaban una huelga los obreros de la COA, pero que le importaban tres pepinos los escritores porque no estaban organizados en gremio. ¿No será más bien porque Batista sabía, como sabe todo el mundo, que a esos escritores nadie los ha leído?

III

Entiéndase que no quiero blasfemar en contra de la actual producción literaria cubana. Creo que está un poco perdida entre el lezamismo, el vallejismo, el hemingwayismo o cosas parecidas. Vaya, que copia más de lo que debe. Mas, bien vistas las cosas, esa es cuestión de los escritores que la producen, y nadie más que a ellos les interesa.

Pero lo que si no podemos pasar por alto es que se venga a afirmar irresponsablemente: primero, que el periodista desplaza al escritor, que es el que debe –según ellos– orientar desde el periódico; y segundo, que el periodista es el culpable de que el pueblo no lea porque no hace artículos laudatorios todos los días, sobre este poeta o aquel novelista.

A mí personalmente me causó mucha risa todas estas monsergas sobre el escritor y los lectores. Se me parecen un poco a las cacareadas crisis del libro, o a aquello otro de las becas y protecciones del Estado a los pinos nuevos de la Cultura. Ciertas gentes no acaban de comprender que el escritor, para escribir, no necesita más que talento y una hoja de papel. ¿Se imaginan ustedes a Cervantes protestando de la falta de atención gubernamental? ¿Se imaginan a Faulkner quejándose de que el pueblo no le lee porque los editores no le editan? ¿Conciben a César Vallejo, o a Walt Whitman, disfrutando de una beca del Ministerio de Educación?

En todo esto, como en otras cosas, lo que hay es mucha demagogia y mucha tontería disfrazada con otros nombres. Lo que necesita el escritor es tener un mensaje, y luego un pedazo de papel para escribirlo. Si lo que va a decir es sustancial, si tiene alguna trascendencia, poco importa que se divulgue poco en su época. La posteridad lo hará. Los ensayos y las poesías de Martí, para citar un caso cercano, eran conocidas sólo por unos cientos de personas mientras él vivió. ¿Y no las tenemos hoy –las tienen los eruditos– entre las mejores que se han escrito en castellano?

El escritor cubano ha ido perdiendo público, es la verdad. Hubo una época en que los escritores eran el faro hacia donde miraba toda la ciudadanía. No hay que citar a Heredia, a Domingo del Monte, o Luz y Caballero, a Saco, a Martí. Todo el mundo conoce el caso demasiado bien. Pero en la República comenzó a producirse el divorcio entre el escritor y su pueblo. Sobre todo a partir de esta Generación del 30 ya citada la división se hizo más patente. Hasta Varona y Sanguily, el escritor tenía un rango de primera línea, cumplía un rol fundamental de orientador. La Generación del 30 produjo a dos de los escritores que más han influido en las juventudes: Marinello y Mañach. Los dos eran, cada uno a su modo, continuadores de aquella vieja tradición cubana y americana de la Cultura al servicio de la Patria, que era como si dijésemos del Progreso. Pero a partir de ellos, se vio que las filas ya clareaban. Las nuevas figuras intelectuales ya no se sentían tan “comprometidas”, salvo en el caso de los comunistas. Y conste que tengo en mente, no sólo a los escritores que pudiéramos llamar de ideas, sino a los otros, a los poetas, a los escritores de ficción. Porque paralelamente con la nueva orientación conservadora, derechista y neocatólica de las nuevas generaciones literarias, surgieron los criterios estéticos “avanzados” que todos conocemos y que son probablemente la causa principal de que el pueblo cubano les haya dado a estos escritores las espaldas.

IV

Este es un artículo demasiado superficial y rápido para entrar en nuevos análisis sobre el tipo de estilo literario que mejor cuadra a Cuba y a su nuevo momento histórico. No me atrevería tampoco a intentarlo. Los periodistas sabemos que eso debe quedar para los escritores. Pero lo que no quería pasar por alto era ese error de enfoque que condujo a tan flagrante injusticia en aquella mesa redonda.

Personalmente, soy amigo de la mayoría de los Jóvenes escritores cubanos. Compro sus revistas. Las traigo a mi casa. Las analizo, las leo. Pero siempre que acabo de hacerlo, siempre que termino de leer un cuento, o un poema, o de ver algunos cuadros, me queda la impresión de que se ha gastado demasiada pólvora en tanteos, de que por buscar tanto no se ha hallado casi nada.

Nadie tiene razones para suponer que el talento literario (o intelectual en general) de Cuba, vaya empobreciéndose. Ese no es, además, el centro de nuestra discusión. Pero lo que sí es evidente es que ese divorcio entre el escritor y su pueblo existe. Yo creo que atribuirlo a que los periodistas no hablen de los escritores, o a que estos no están agremiados, es una simpleza peligrosa en hombres y mujeres cuya función primordial es profundizar. Ellos tienen que hacerse una severa autocrítica. Tienen que revisarse sus cartillas estéticas. Y sin necesidad de descender al realismo soviético (que es academicismo muerto y sepultado) hallar una zona en la que puedan entenderse con sus paisanos. Si lo hacen, estoy seguro de que sus obras serán tan queridas entre nosotros como lo son en Chile las de Neruda, en México las de Alfonso Reyes y aquí mismo las de Nicolás Guillén. Si, por el contrario, persisten en esa labor de capillitas, como si vivieran en París, cuando viven en una isla mulata, en medio del ardiente mar de las Antillas, se condenarán de por vida a ser esa especie de autoexilado que es siempre el escritor sin público, quinta rueda del carro.

Son ellos, y nadie más que ellos, los que tienen que ponerle remedio a esa situación. Echarles la culpa a los periodistas es hacer lo que hacía el francés con el sofá.

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