El viernes 23 de agosto, el espacio independiente Maden Morgan Estudio Galería, en La Habana, acogió la presentación oficial del proyecto multiplataforma Archivos del Monte, iniciativa de recolección, salvaguarda, investigación y socialización de imágenes fotográficas cubanas de registro doméstico de todas las épocas, mayormente descartadas, descontextualizadas y encontradas, que ha sido concebida y es gestionada por el artista y productor cinematográfico cubano Hanzer González Garriga junto al investigador Jorge Luis Roig García.
Con el apoyo de la Fototeca de Cuba y los fondos de la embajada de Noruega para el apoyo de la cultura en la Isla, las paredes del estudio galería acogieron una muestra de la colección en crecimiento exponencial que atesora Archivos del Monte, ya difundida previamente en su perfil especializado de Instagram, su sitio web oficial y en videocreaciones de González Garriga como Mi abuelo ganó dos años consecutivos el certificado de vanguardia en las tareas de vigilancia (2023) y Control de cambios (2024).
Orfandad y amnesia
Aunque, según me comentara el artista y archivista, el núcleo de su iniciativa fueron los archivos fotográficos de su familia, a los que se sumaron los de Roig García, su esposo por demás, el grueso del patrimonio está integrado por fotografías cubanas huérfanas. Las identidades de los protagonistas retratados, muchas veces los propios sucesos, espacios exteriores y domésticos, y hasta las fechas precisas, se han diluido en un olvido irreversible. Son epitafios, lápidas de cartón erigidas a las segundas muertes que sobrevienen cuando desaparece el último recuerdo conservado de alguien o algo.
Las imágenes salvadas, organizadas y procesadas por González Garriga perdieron sus objetivos prístinos de registrar mundos afectivos, dejar huella de las impresiones y la curiosidad de personas que emplearon la tecnología fotográfica a lo largo del siglo XX para conservar recuerdos de sus entornos familiares, de sus experiencias íntimas y profesionales.
Muchas veces, en sus naufragios en latones de basura y los vertederos que plagan en estos tiempos las desvencijadas calles cubanas, son acompañadas por otros documentos, otras piezas de puzles perdidos. Planillas, expedientes y carnés laborales, diapositivas, casetes en formato VHS, diplomas que reconocen el esfuerzo fútil de muchos hombres y mujeres nuevos por construir el “proyecto revolucionario” a costa de sus hálitos vitales, complementan las fotos ajadas, quebradas, muchas atropelladas por vehículos cuyas huellas singularizan las superficies con curiosas signaturas tridimensionales.
Las imágenes fotográficas quedan reducidas a entelequias una vez que se les desecha. Se les induce la amnesia. Son náufragos históricos, pero aún contienen en sí mismos numerosas pruebas que pueden ayudar a develar parte del misterio de sus orígenes e identidades, aunque muchas de las colecciones permanecerán en perpetuo anonimato, revestidas por el misterio que yace en la esencia de la belleza, de todo arte y toda ciencia, parafraseando a Einstein, y se convierten en tan fascinantes fuentes de interrogantes que terminan no necesitando (o mereciendo) respuestas concretas.
Son genealogías rotas que terminan siendo génesis de probables mitologías, o detonantes de especulaciones y fantasías sobre los individuos y familias ahogadas en la nada, condenadas a la nulidad por quienes desecharon los posibles últimos testimonios de sus existencias.
Resurrección
El metaobjetivo al que tributan tanto las asociaciones tópicas publicadas por el archivista en su perfil de Instagram –muchas veces motivadas por días dedicados a escala global o nacional a grupos sociales, fenómenos, elementos arquitectónicos, procesos económicos, o efemérides– y las referidas obras videocreativas, es la “puesta en valor” de todo este fondo.
Pues los Archivos del Monte son un patrimonio vivo, dinámico. Hanzer reniega de sustituir meramente el depósito de basura por una especie de archivo-tumba, un deposito pasivo del que las fotos no saldrán en largo tiempo, o nunca, relegadas a un nuevo olvido, si bien conservadas de la inclemencia de los vertederos, pero igualmente anónimas, perdidas. La mirada de González Garriga va en sentido opuesto del archivismo pasivo, del coleccionismo aletargado, de la momificación. Todos los recuerdos merecen ser recordados.
Las acciones desplegadas hasta ahora por el archivista, y otras que planifica a breve plazo –como la publicación de un libro (photobook), posibles venideras exhibiciones públicas, el engrosamiento de la galería virtual del sitio web desde criterios algo diferentes del perfil de Instagram, nuevas videocreaciones suyas o de otros artistas que pueden acceder libremente a los archivos físicos y digitales– apuntalan una verdadera resurrección de estos fondos rescatados. Lo coloca en la misma dirección del grupo de los Archivistas Salvajes –Lucía Malandro, Daniel Saucedo, Josué García y Fabio Quintero–, dedicados por su cuenta a resucitar la historia asfixiada del audiovisual cubano, víctima en gran medida de la indolencia de una institución cinematográfica despreocupada por añadir capítulos a su canon convencional, rígido e inmutable.
Las fotos halladas por Hanzer y el equipo de colaboradores que extienden su alcance y agilizan el proceso de compilación –un grupo de personas pobres, de esos mal calificados por el poder de la Isla como “vulnerables”, que “bucean” en los depósitos de basura y adquieren buena parte de los fondos del archivo– no son solo víctimas de la desidia institucional –como sí es el caso de un lote de fotografías de la alta sociedad previas a 1959 descartadas por los archivistas de la revista Bohemia, ahora en los fondos del Monte– sino de una apatía generalizada, desesperada, pudiera decirse, que pesa sobre la nación. La política sostenida por el poder de manipular y suprimir la memoria histórica, a favor de la prevalencia de su dogma ideológico, parece haberse filtrado entre todas las rendijas de la sociedad, fomentando el descarte indiscriminado de los recuerdos propios y ajenos.
Fugas y recuerdos varados
González Garriga también me comenta que otra de sus líneas de trabajo es la custodia y salvaguarda de álbumes familiares que le están empezando a legarle temporalmente personas que no pueden llevarlos consigo en su migración definitiva de Cuba. Él los admite en sus fondos con la promesa de cuidarlos, pero a la vez utilizarlos en sus estrategias socializadoras de “puesta en valor”, de indagación microhistoria.
Los cubanos se van de la Isla sin mirar atrás. Son un exilio que expande la nación, la reinterpreta cada vez más en detrimento del espacio geográfico como confín patriótico, pero muchas veces el escape requiere ligereza de bagaje, o la ausencia absoluta de este. Los recuerdos eternizados en las fotos son un lastre físico y muchas veces sentimental, cuyo abandono ayuda a propulsar el desgarramiento definitivo de los migrantes.
La Isla física termina secuestrando los recuerdos registrados en álbumes, los retiene cual fantasmas sustitutos de los cuerpos vivos que se marchan; como sucede con las holografías eternas y redundantes de la novela La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, que engañan el vacío cernido sobre el territorio abandonado.
Cuba se queda para sí los ecos materiales de una ciudadanía en fuga, que no ha dejado de devolverle testimonios de sus nostalgias y sus venturas en el destierro. Así, Archivos del Monte también comprende una notable colección de fotos de la diáspora, enviadas sobre todo en las últimas décadas del siglo XX por cubanos emigrados a su familia o amigos que permanecían en Cuba.
Como apunta Hanzer durante la entrevista, estos documentos abundan en testimonios de nostalgia, “compensados” con las manifestaciones de bonanza económica, de la felicidad alcanzada allende los mares, a pesar de los desgarramientos aquende. Los receptores de esas fotos también las han abandonado con largueza, sumándolas a los restos del naufragio que carenan en los Archivos del Monte.
Yacen en los basureros multitudes de tales imágenes, igualmente amnésicas, desnudadas de sus significados prístinos, pero listas para revalidarse como importantes documentos antropológicos y sociológicos sobre las nociones de felicidad compartidas por muchos cubanos, sobre sus modelos de éxito y prosperidad. Y acerca del costo de todo esto, traducido en las perennes quebraduras de lazos afectivos bajo la presión demoledora del status quo.
Generación archivista
A la par que desarrolla una investigación merecedora en 2023 de la beca de investigación fotográfica “María Eugenia Haya” de la Fototeca de Cuba, Hanzer González Garriga cursa el Diplomado en Preservación del Patrimonio Sonoro, Fotográfico y Audiovisual, auspiciado por la Secretaría de Cultura del Gobierno de México, a través de la Fonoteca Nacional y el Programa Ibermemoria sonora, fotográfica y audiovisual, que le permitirá profundizar, entre muchos saberes, en métodos taxonómicos para cartografiar su archivo.
Me comenta que, de los más de 60 matriculados en el diplomado, prácticamente un tercio acusa más de 45 años y labora en instituciones “oficiales” dedicadas a la conservación y salvaguarda de estos patrimonios. Pero los otros dos tercios son menores, y están desligados de cualquier entidad estatal o privada. Sus archivos son fruto de la gestión particular y el resultado de angustias, obsesiones y preocupaciones que parecen caracterizarlos como generación.
La fiebre archivística que transversaliza hoy la creación audiovisual y visual a escala global, es notorio signo de unos tiempos en que la extrema fragilidad del registro de las memorias va aparejada con la sofisticación tecnológica que busca desterrar los soportes matéricos a favor de una virtualidad impalpable. Las sensaciones táctiles y olfativas han sido prácticamente eliminadas de la experiencia sensorial que es contemplar los registros afectivos propios o de otros. González Garriga me señala en algún punto lo difícil que le resulta conservar las fotografías impresas desde finales de los años ochenta y los noventa del siglo XX, a diferencia de la impresionante integridad de los materiales de fotos 80, 90 años más viejas.
Los recuerdos y testimonios de la contemporaneidad permanecen en limbos digitales, susceptibles de extinguirse en cualquier instante, llevándose consigo incontables estratos de memoria. Mientras que las huellas del pasado parecen cada vez más consistentes, reales, sólidas. El pasado concreto contrasta con un presente fugaz, efímero y volátil. Todo tiempo pasado no tiene que ser mejor por obligación, pero sí acusa mucha más reciedumbre.
Hanzer, de 31 años, apunta que la suya “es una generación que vivió mucho más fuerte la etapa del cambio de lo analógico a lo digital, en pleno crecimiento”, y “tenemos una especie de trauma nostálgico ante el paso del tiempo”. Sus compañeros de generación son “los últimos que nacimos con la foto analógica, con el álbum, con las grabaciones de los cumpleaños en formato VHS. A la generación de mis hermanos, que nacieron a partir del 2000, por ejemplo, no le interesa eso. Cuando hay una educación, quizás sí, pero realmente lo que hay es un interés por el producto de treinta segundos, rápido, que resume todas las cosas, y pasamos y pasamos al siguiente, al siguiente, al siguiente. Nadie se detiene a pensar. Creo que ahora mismo nos estamos enfrentando a la adultez en un entorno que tanto cubano como universal, es un desastre”.
Esta estirpe de archivistas salvajes, frenéticos, que integra la más amplia e identificada grosso modo como “generación millennial”, ha testificado como ninguna otra la desmaterialización de la memoria, así como la fragmentación virulenta de los saberes hasta la peligrosa supresión de patrones, lógicas y construcciones complejas del conocimiento. Ante el presente abrumador que invade pasado y futuro, convirtiéndolos en un ahora sempiterno (cualquier semejanza con 1984 no es mucha coincidencia) revalidar la memoria implicaría prácticamente la reivindicación del humano como ser pensante, productor de conocimientos y afectos perdurables.