Casi conocí a Antonio Benítez Rojo el 11 de junio de 1979. Digo casi porque ese día que nos vimos nadie nos presentó y tampoco hablamos. Ocurrió en La Habana, en el recinto de Casa de las Américas durante una gira que organizó la revista Areíto para algunos miembros de lo que entonces empezaba a llamarse la “comunidad cubana en el exterior”. Y recuerdo el día exacto no porque tenga buena memoria, y después de 43 años, sino porque aún conservo los tres ejemplares dedicados con fecha de libros suyos que en medio de aquel tumulto Antonio me dejó caer sin decir palabra, pero con sonrisa pícara que en cambio sí grabé.
No volvimos a tener contacto hasta fines del año siguiente. Pude haber sido yo quien lo inició cuando, tras conocer que él también se había exiliado, en aquel venturoso año del Mariel, me acusó recibo de la entrevista que en ese mes de mayo yo le había hecho a Reinaldo Arenas, recién llegado a esta ciudad. Evidente se me hizo que el año antes en La Habana su sonrisa pícara delataba el deseo de futuros contactos. Pronto empezamos a cartearnos, y en todo caso fuimos conociéndonos: vino varias veces a Cornell y luego a Georgetown, donde yo enseñaba, y él me reciprocó en Amherst, donde, a pesar de su escasa experiencia académica, Antonio llegó a obtener una de las cátedras más prestigiosas de esa venerable institución.
Nuestro diálogo fue, al principio, estrictamente profesional, luego intelectual, y, más adelante, personal. Emigrante en su cincuentena, Antonio no tenía puesto fijo, y al llegar al exilio dio tumbos hasta que tuvo la suerte de enganchar en Amherst, relativamente cerca de Boston, dónde su esposa Hilda y sus dos hijos se habían asentado años atrás. No obstante esa buena fortuna, para no hablar de evidentes credenciales, Antonio se sintió inseguro en las primicias de su vida académica. Le preocupaba, y con razón, que su bibliografía crítica resultara anticuada, o que su formación teórica, entonces escasa, no estuviera a la altura de los tiempos. Temía que ese punto flaco le perjudicara a la hora del tenure. No fui el único que en esas fechas le recomendamos lecturas imprescindibles del entonces galopante posestructuralismo o sobre la coadyuvante posmodernidad, lecturas que, cual ambicioso estudiante de posgrado, Antonio devoró en tiempo récord. La isla que se repite fue la cosecha de tan oportuno cultivo. Refleja no solo la asimilación de un sinnúmero de teóricos que entonces flotaban –Deleuze y Guattari, Foucault, Lyotard, Braudel, para no hablar de la heteróclita bibliografía sobre Caos–; sino, más importante aún, su delicada aplicación a un área cultural, el Caribe, que, hasta entonces, con honrosas excepciones como las de Sidney Mintz y Édouard Glissant, era relativamente preterida. El libro fue –mejor dicho, es– un palo. Aunque no tuvo éxito inmediato: muchos estreñidos hispanistas lo recibieron con frialdad, por lo menos hasta que salió la traducción, y luego la segunda edición en inglés. La efeméride que hoy celebramos prueba su importancia y consagración.
El ahínco con que Antonio asimiló la teoría contemporánea no fue excepción en su vida: lo ayudó en momentos clave. Entrenado como contador público, estudió estadística en Washington y computación en Nueva York –su inglés era casi nativo– para luego, de regreso en La Habana, fungir en el Ministerio del Trabajo, tanto antes como después del 59. Durante los años sesenta, fue, sucesivamente, director de estadística para la Junta Central de Planificación (JUCEPLAN), consejero del presidente Osvaldo Dorticós, director de la Casa del Teatro, y uno de los editores de Cuba Internacional, revista en cuyo equipo participó para redactar la primera biografía del Che Guevara. El periodismo lo llevó a la literatura cuando, recién en segundas nupcias, un grave accidente lo dejó paralítico, y la aburrida convalecencia le hizo inventar cuentos que luego ganarían dos sucesivos concursos nacionales. Empayamado durante el llamado “quinquenio gris”, se dedicó a leer libros sobre piratas, y a especializarse sobre el tema a tal punto que, al final de la década de los setenta, cuando escribe El mar de las lentejas, su primera novela, terminó creando el Centro de Estudios del Caribe, cuya dirección abandonó a su deserción y fuga en 1980.
Dije antes que nuestro diálogo llegó a ser personal, y a veces íntimo. Yo solía despotricarle sobre la politiquería académica, a veces sobre mis problemas sentimentales, y él, llevado por su afinidad por el Glenlivet 18, llegó a contarme, entre muchas otras cosas, lo que tuvo que hacer para escapar de Cuba; y antes de escapar, para sobrevivir allí… Los dos hijos del segundo matrimonio de Antonio –Mari y Jorge Enrique– nacieron con graves discapacidades. (Ela Cecilia, su primera hija, había muerto en Cuba de niña). Como las dolencias que aquejaban a sus hijos no podían ser atendidas en Cuba, la familia solicitó salida a Estados Unidos para hospitalizarlos, a lo cual el gobierno otorgó permiso a los tres, madre y dos hijos, pero al padre no. La separación duró doce años. Sospecho que, para el público presente, saturado de semejantes infamias, una historia como esta no es noticia. Pero habría que haber oído hablar no a Antonio, sino a Hilda Benítez, sobre lo que padeció sola con dos niños discapacitados en un país que no era el suyo, para imaginar todo lo que debe haber pasado por la mente de Antonio durante esa separación forzosa.
Si para sobrevivir en el exilio Hilda hizo lo imposible, para sobrevivir en Cuba Antonio tuvo que fingir: olvidar a su familia y ser otra persona. En otro ensayo he especulado cómo esa doble vida comporta seguramente el trasfondo psicológico de Mujer en traje de batalla, cuya protagonista, Henriette Faber, álter ego de Antonio, se disfraza de hombre para ejercer como médico. El disfraz de Antonio fue el de obediente funcionario comunista, acumulando méritos hasta que el régimen le confió misiones internacionales que le permitieron planear una fuga. Entre esos llamados méritos, según consta en su currículo, figuraron altos puestos en importantes instituciones, como Casa de las Américas o la Unión de Escritores, puestos que ocupó a todo lo largo de la década de los setenta.
Tan eficaz fue esa simulación que pronto se ganó el dudoso mote de “Benítez, el Rojo”. Y no solo fueron puestos de funcionario, aunque no fue Antonio el que me contó esto último. En dos ocasiones y con años de separación, dos prominentes escritores latinoamericanos invitados a Cuba –Jorge Edwards y Saúl Yurkievich– me intimaron que sus respectivas entrevistas de salida del país, que suelen ser supervisadas por un agente de la seguridad, estuvieron a cargo de Antonio Benítez Rojo.
Una idea de la importancia que Antonio cobró para el régimen nos la da, primero, la odisea de su fuga en mayo de 1980, que hoy se lee como una novela de John Le Carré. Invitado a un congreso en París, y luego a otro en Berlín occidental, solicita asilo en la embajada de Estados Unidos, pero enseguida lo intercepta la seguridad cubana y ordena su regreso, a lo cual los consejeros americanos responden con su precavido traslado a Bonn, donde se efectúa el trámite de asilo. Una vez en Estados Unidos, segundo indicio, se somete a una larga entrevista oficial, cuya extensión exacta nunca por cierto me reveló. A todo esto, habría que añadir que Antonio nunca, que sepamos, habló sobre su fuga en público, como tampoco externó sus críticas al régimen, aunque sí me consta que llegó a participar en programas de Radio Martí, cuyo contenido desconozco, y en privado sí resentía, y muy amargamente, que el régimen le hubiese separado de su necesitada familia.
Por qué Antonio nunca hizo públicas sus críticas al régimen no lo sabemos, aunque cabe especular que podría obedecer, dada su legendaria reputación, a razones de seguridad, ya sea personal o nacional. En cambio, no cabe duda de que, por encima de esa reticencia, las críticas aparecen en algunos de sus escritos. Basta leer un cuento como “Acerca del tiempo libre”, que por cierto fue publicado en Cuba; o el capítulo sobre Nicolás Guillén en La isla que se repite; o, en su defecto, en el mismo libro, aquel oportuno chascarrillo sobre Puerto Rico y Cuba: “un estado libre asociado y un estado socialista no libre”. Cuenta esa misma leyenda, por último, que su deserción en Europa fue la gota que rebasó la copa del suicidio de Haydée Santamaría, otrora protectora del escritor, como sabemos, nada menos que el 26 de julio de 1980.
Cabe también que la reticencia de Antonio a externar su política obedezca a una de las ideas centrales de La isla que se repite, esta vez referida al pertinente tema de las novelas caribeñas, cuyos discursos de narración “se proponen como vehículos por formas heteróclitas para conducir al lector y al texto al territorio marginal e iniciático de la ausencia de la violencia”. Lo caribeño, según este teórico del Caribe, cuya paráfrasis me permito, se caracteriza por una paradójica reticencia a la violencia, a la cual recuerda incorporándola, como en los gestos de la rumba, el espectáculo del carnaval, o los idiosincráticos rituales de nuestro erotismo. Tal vez la mejor interpretación de esta ritualización de la violencia es la que aparece en esa viñeta al principio de un film de Eliecer Jiménez Almeida donde a un fulano desprevenido le interpelan: “¿Qué usted piensa del divorcio?”, y él contesta: “Coño, compadre, eso es una cosa del carajo”.
La isla que se repite tiene el mérito de ser no solo un profundo estudio sobre el Caribe, sino de habernos revelado por lo menos otras dos cosas. Primero, y acaso sin proponérselo, un método interdisciplinario aplicable a un sinnúmero de fenómenos culturales, desde la literatura y la música, hasta la sociología y el psicoanálisis. Y segundo, lo cual creo más importante, un repertorio conceptual que no por consabido resulta menos insólito. Quiero decir que los conceptos, o al menos el vocabulario que nombra esos conceptos, en realidad siempre los hemos tenido al alcance, y el gran mérito del libro consiste en ponerlos a funcionar dentro de una estructura, o bien, para decirlo con uno de esos conceptos, su propia máquina. Así, conceptos como plantación, ritmo, carnaval, archipiélago, o turbulencia entran en función con los menos consabidos y no menos pertinentes polirritmno, improvisación, paradoja, indefinición, fuga, diferencia, exceso, oscilación, parodia, performance, caos, interplay, exhibicionismo, oralidad, inestabilidad o espectáculo.
De todos esos conceptos mi favorito, el que ostenta la mejor formulación verbal, no es ni siquiera un concepto, sino una intuición, tal vez solo una mirada, un saber que según Antonio fue el origen, lo que dio lugar, a su meditación sobre el Caribe. Se refiere a aquella escena en la que, en medio de la Crisis de Octubre de 1962, él ve a dos viejas negras paseándose debajo de su balcón habanero. Dice allí:
Mientras la burocracia estatal buscaba noticias de onda corta y el ejército se atrincheraba inflamado por los discursos patrióticos y los comunicados oficiales, dos negras viejas pasaron “de cierta manera” bajo mi balcón. Me es imposible describir esta “cierta manera”. Solo diré que había un polvillo dorado y antiguo entre sus piernas nudosas, un olor de albahaca y hierbabuena en sus vestidos, una sabiduría simbólica, ritual en sus gestos y en su chachareo. Entonces supe de golpe que no ocurriría el apocalipsis… nada de eso iba a ocurrir por la sencilla razón de que el Caribe no es un mundo apocalíptico. La noción de apocalipsis no ocupa un espacio importante en su cultura. Las opciones de crimen y castigo, todo o nada, de patria o muerte, de a favor o en contra, de querer es poder, de honor o sangre, tienen poco que ver con la cultura del Caribe.
Con esas dos negras viejas, nos quedamos mi amigo Antonio y yo. Nos quedamos con ellas porque después de conocer a mi amigo, y de leer La isla que se repite, estoy convencido de que, en efecto, hay que aprender a vivir, y a convivir, de cierta manera.
* Este texto fue leído en el simposio La isla que se repite: 30 Aniversario, el 3 de noviembre de 2022 en Florida International University (FIU), gracias a la invitación a sus organizadores, los profesores Medardo Rosario y Jorge Duany.
Excelente reflexiones sobre la cultura caribeña a partir del estudio que nos brinda Antonio Benítez Rojo en La isla que se repite.
Antonio fue mi mentor y ojalá todavía pudiese estar con nosotros.
Gracias Enrico M. Santi.
Narciso J. Hidalgo Ph.D.