El “fenómeno Bolaño” ha sido repentino, global y, en gran medida, póstumo, si se toma en cuenta que el autor muere en el 2003, un año antes de la publicación de 2666 (2004) y cinco después de Los detectives salvajes (1998), sus novelas más complejas y ambiciosas. Ni siquiera durante el boom se había visto una figura que motivara tantos premios, ventas, traducciones y reseñas en varios idiomas en tan poco tiempo; un éxito editorial que se ha superpuesto a la voz de críticos, teóricos e historiadores de la literatura latinoamericana.[1] Si bien es cierto que el campo de los estudios literarios no esperaba un acontecimiento de tal alcance, la labor reflexiva –emplazada por el interés inmediato por el marketing y la biografía del autor– se ha ido sedimentando con el tiempo.[2] Un esbozo de las tendencias más conducentes desde los noventa permite observar manifiestos aleatorios como los del Crack mexicano o el McOndo chileno, apuestas menores en torno a nuevas comunidades de lectores, que generaron debates disciplinarios sobre la deconstrucción, la colonialidad y los estudios culturales que ya no parten de la preeminencia de los estudios literarios. Aunque diversos –y a veces opuestos– el campo de estudio hoy tiende a compartir la duda y el vacío que el boom y su triunfalismo literario dejaron atrás, un contexto que oscila entre el duelo ante la época de discursos nacionales fallidos y la apertura incierta que brinda la nueva teleología del mercado.

Muchos aplauden la obra de Bolaño, otros se detienen ante la sospecha que despierta su éxito descomunal fuera de América Latina, ya sea por el peso de engranajes editoriales españoles y norteamericanos, por la ambición general de sus temas o por la indeterminación nacional de sus tramas. Junto a ello se observa la intriga en torno a la vida del autor estrechamente vinculada a los episodios más superficiales de sus novelas, en particular, la imagen del poeta rebelde y bohemio que invoca una nostalgia revolucionaria digna de Diarios de motocicleta.[3] En fin, son muchas las posturas que preceden la recepción de Bolaño y que frecuentemente determinan posiciones a favor o en contra o posibilitan acercamientos que dispensan una lectura detenida de las obras. Retornar a ellas quizá exija examinar una vez más la oposición siempre latente entre el texto individual y la historia literaria; más aún cuando se trata de una obra capaz de complicar los términos de una memoria cultural inmediata, una relación entre la literatura y la historia que hoy se circunscribe al ámbito cada vez más equívoco del trauma personal o nacional.[4]

Este ensayo se propone examinar la obra de Bolaño a partir del reto que pudiera ofrecer a la crítica actual.[5] El eje será el exilio o, más bien, el escape y la dislocación del mismo según se manifiesta en Los detectives salvajes y 2666. Obviamente, se trata de un tropo inagotable pues el destierro remite a una ontología universal que, en cierto modo, define el camino de la especie humana desde los relatos bíblicos hasta la organización de reinos, imperios y naciones. Perder el lugar donde se cobra sentido (comunidad y lenguaje) conduce a una sensación de miseria, locura y hasta a la muerte. De ahí su importancia para la literatura. Tal sentido de pérdida imbuido por la distancia se ha prestado a la escritura, a veces actividad especular por excelencia, sobre todo, si permite actos de memoria individual o colectiva. La conocida obra Minima Moralia, del filósofo judío-alemán Theodor Adorno, provee una muestra ya clásica. Escrita en Estados Unidos varias décadas después del Holocausto, el autor nos invita a compartir “una vida dañada” –enunciado que figura como subtítulo del libro– donde el calor familiar y la seguridad del pensamiento filosófico han cedido terreno a la soledad alucinante del aforismo.[6] El conocido peregrinaje de Walter Benjamin por las calles de París permite otra entrada necesaria para el pensamiento crítico contemporáneo, en este caso, la mirada incisiva de un flâneur destinado a nunca encontrar un lugar de descanso, un modelo que ha resultado altamente sugerente para la crítica literaria. En fin, la literatura moderna le debe mucho a esa lógica de la ruina o del mal. Lukács la resistía porque auguraba el fin de la épica; Bajtín la celebraba porque alojaba el tesoro de la heteroglosia.

En el espacio de América Latina sería difícil, si no imposible, imaginar la revolución modernista sin la sensibilidad exílica del siglo XIX; o sondear el desdoblamiento del enlace nacional en la obra de Cortázar, Asturias y Carpentier, entre otros; u orientarse ante los resquicios bíblicos que reclama la narrativa de Lispector, todo un corpus armado durante el siglo XX que nutre y, a veces, define la dislocación inherente a la otredad, la intertextualidad y la desfamiliarización. La pregunta actual, sin embargo, surge cuando esa interioridad se abre al ámbito generalizado de diásporas, migraciones y destierros masivos: ese tránsito inédito de capital humano en pos de capital financiero que, de pronto, pide vía en el entorno de la estética exílica. Esta sería una de las avenidas exploradas y, en gran medida, descartada por Bolaño. Se trata de una grieta difícil de abordar tanto para la literatura como para la nación. Sin embargo la historia latinoamericana durante la segunda mitad del siglo XX es justamente eso: un conjunto de éxodos que remiten a todo tipo de experiencias políticas: dictaduras militares, gestiones imperialistas, revoluciones socialistas.

La figura de Edward Said permite trazar un paralelo importante en este contexto: una instancia de vida y obra organizada por el límite de la figuración exílica, consciente por igual de su alcance literario como de sus límites agónicos. Nacido en Egipto, la falta de una patria palestina fue para él, en muchos sentidos, heredada a partir de la memoria de su padre, pero nutrió en él una idea de riesgo, resistencia y oposición que se contrapuso a una vida amparada por instituciones privilegiadas desde su nacimiento en 1935 hasta su muerte en 2003. Con una obra plenamente inscrita en la autoridad del inglés y tras cuarenta años de cátedra en la Universidad de Columbia, New York, asumió la postura de un hijo rebelde, ya sea denunciando el peso orientalista del canon occidental que, por otra parte, veneraba, ya sea abogando por el nacionalismo palestino ante la oposición de Israel y Estados Unidos, no obstante su escepticismo general hacia las identidades nacionales. Estas dualidades tensas y enriquecedoras explican el vínculo entre Said y la tradición filológica alemana de Erich Auerbach y Leo Spitzer, que llegara a desarrollarse en el exilio en Estambul durante la amenaza fascista. Desde allí se dedicaron a rescatar la historia literaria europea, mostrando que el destierro y la escritura se fusionaban una vez más, en este caso, a través de un método que servía de salvoconducto a la literatura y a las vidas precarias de intelectuales desnacionalizados.

Said cultivó esa forma de enlazar fisuras personales e intelectuales, pero su obra y su vida correspondían a un momento del siglo que agrieta más el espacio entre la singularidad de la escritura exílica y la multiplicidad de la masa errante. Ese fue, posiblemente, el vacío que intentó entrecruzar con dos de sus libros, After the Last Sky (1985) y Reflections on Exile (2000). Este último, una recopilación de cuarenta y seis ensayos escritos durante toda su vida intelectual, entona una praxis de exilio muy cercana al modelo de Auerbach y Adorno. El primero, por su parte, representa el otro lado de su obra: un tomo confeccionado a partir de la duda, cada vez más profunda, sobre cómo escribir sobre la invisibilidad de multitudes errantes y comunidades sin anclajes nacionales. Said no opta por abandonar el pacto narrativo en pos de un acercamiento testimonial más descriptivo o histórico, pero desvía la soledad del primer modelo hacia un amplio acopio de fotografías y relatos de vidas palestinas, una multitud que congrega la fuga del pueblo que el pensador exiliado reclama desde la lejanía.

La ruta del tropo exílico, sus líneas de fuga, descubre otro capítulo en la literatura de Bolaño. Es, en gran medida, el tema central de Los detectives salvajes y 2666. Uno de los conductos principales sería el engranaje espacial de ambas obras en el cual se observa una mirada amplia del siglo XX que entrelaza las Américas, Europa y África, pero su punto de partida y retorno siempre se halla en la frontera incierta entre México y Estados Unidos durante la década de los noventa. Chile, país natal del autor, aparece como referente pero no en el sentido capital de Amuleto, Estrella distante, Nocturno de Chile y otras novelas menores. Aquí queda básicamente transpuesto. En términos de cronología también se puede observar otro elemento recurrente: las novelas abarcan el inicio del siglo XX desde la Revolución Mexicana hasta las dos guerras mundiales, pero su anclaje principal recae sobre el período posterior entre 1975 y 2000. Es el cuarto de siglo marcado por las dictaduras militares suramericanas y la revolución centroamericana, el fin de la Guerra Fría y el mundo bipolar, la primera etapa de los tratados de libre comercio y la organización maquiladora de producción, el surgimiento del Internet y el entorno massmediático: toda una época de cambios radicales e inesperados.

El lenguaje ceñido por estas obras también exige atención particular. Una especificidad habría que buscarla en el cruce de hablas nacionales (mexicano, chileno y español, en particular), todo un juego de palabras y frases tomadas de una u otra variante que se intercambian con cierto deleite y, a veces, con ironía. Podría postularse que se trata de un reto que el autor extiende a sus lectores, editores y traductores que pone a prueba los límites del pacto entre el canon literario y las lenguas nacionales a partir de una prosa que descuida la enunciación singularizada. El tema se intensifica con la presencia de protagonistas que no hablan español, lo que traza un eje de identidades cruzadas y de una inteligibilidad dudosa que busca normalizar el ámbito de lo precario y la traducción en ambas novelas. Tal sería el caso de Fate, periodista afronorteamericano y monolingüe, cuya experiencia babélica organiza toda la sección de 2666 que lleva su nombre. Su vida es traducida e interpelada desde el español por diversos narradores expuestos a la equivocación y malas interpretaciones, una matriz precaria del sentido que, sin embargo, se hace central y extensible. En otros segmentos de la novela, siempre en un español trabajado y fluido, hay narraciones de diálogos entre hablantes de distintos idiomas que no dejan claro cómo se logra la transmisión de ideas entre ellos. Bolaño reclama, desde su lograda prosa, los límites de la dislocación verbal que surgen entre diásporas e idiomas nacionales, no tanto en pos de un bilingüismo o transculturación que solidifique un sistema nacional, sino abriendo la literatura y sus lectores al concierto atonal de traducciones, silencios, malas interpretaciones y hablantes de múltiples variantes del mismo idioma. Si el realismo visceral anunciado por los poetas en Los detectives salvajes tiene definición o algún sentido quizá sea ese.

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Los detectives salvajes

Los poetas jóvenes que andan por las calles del D. F. en la primera sección de Los detectives salvajes quizá presenten paralelos con la vida del autor, pero un análisis más detenido sugiere otros caminos. Primeramente se encuentra el contraste entre la abundancia de jóvenes aventureros cargados de energía sexual y la ausencia de familias nucleares. Ulises Lima y Arturo Belano, fundadores del realismo visceral, se dan a conocer con el fin de crear un movimiento poético en la capital mexicana, pero finalmente emigran, se dispersan y desaparecen sin familia o legado, cumpliendo acaso el destino de una tribu perdida. Joaquín Font, otro personaje principal, representa el único pater familiae en la novela, pero su rol corresponde más bien al de un chulo patriarcal. De hecho, la cadena de aventuras veloces y excitantes en Los detectives salvajes que conduce a la búsqueda de Cesárea Tinajero, poeta mítica y fundadora del movimiento del realismo visceral, parte de un conflicto entre Font y Alberto, dos chulos en pos de una prostituta llamada Lupe. La trama de jóvenes colmados de deseo sexual e intriga literaria es solamente la exigencia inicial de una fórmula en la que los textos engendran otros textos, sin duda, un enlace sugerente a la obra de Borges. En “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” la cópula y los espejos son abominables porque multiplican el número de los hombres. Bolaño restaura la aventura copulativa pero la vuelve intransitiva, es decir, autorreferencial, capaz de engendrar poemas, tramas y episodios aunque biológicamente siga siendo abominable. De tal modo se interrumpe el espejo de primeras lecturas que siempre busca el salto directo entre personaje y sujeto humano. Una vez que se acerca la etapa adulta de Arturo y Ulises, la historia pasa a una precariedad sombría de pocos medios, escasas aventuras contables y menos lazos sociales, una condición más cercana a la del trabajador migrante lumpen, un destino similar en ambos lados del Atlántico.

El exilio, la nación y la forma literaria suelen andar juntos, aun si se trata de senderos bifurcantes. La ilusión del origen, la añoranza por el retorno, el retrato del artista sufriente como sostén del destino nacional, todas estas figuraciones están en jaque aquí, en líneas de fuga, si no abandonadas. Es por ello intrigante seguirle la pista a Bolaño, ver lo que hace con ellas desde la literatura, mirar más cercanamente algunas de sus propias figuras y construcciones. Ulises Lima y Arturo Belano pasan de chicos malos, afianzados en la poesía y sus tradiciones en México durante los setenta, a sudacas lumpen que sobreviven robando, vendiendo drogas y, de vez en cuando, escribiendo en Europa. Este cambio radical de mirada, sin embargo, no es el giro final. Otras complicaciones acechan el destino de estos personajes: uno tiene que ver con el ocaso del imaginario organizado por la revolución, el otro con la fuerza del mercado y su impacto en el quehacer literario, temas particularmente desafiantes para la filosofía y la crítica actual.

De vuelta a México, después de divagar durante más de una década por Europa, ya olvidado y fracasado, Ulises Lima recibe la invitación para ir a Managua con un grupo de poetas definidos por el realismo social, muy distante del visceral, a celebrar el triunfo de la revolución con un tour por sitios conocidos, charlas conmemorativas y hospedaje en un hotel cómodo; en fin, una visita oficial, en forma y contenido. Lima acepta sin entusiasmo y hace el viaje, pero se pierde al llegar. Lo buscan por toda la ciudad y nadie lo encuentra. Muchas páginas después, casi olvidado el personaje, descubrimos que Lima se había extraviado, no sólo por su desgano ante la izquierda oficial, sino porque había soñado con un puente que conectaba las repúblicas centroamericanas y quiso cruzarlo. En el camino del sueño a la realidad se perdió. No es, obviamente, la primera alucinación literaria que remite al desencuentro entre poesía y revolución en Centroamérica. El “Apocalipsis en Solentiname”, de Julio Cortázar, constituye un antecedente inmediato. El narrador viaja a Nicaragua donde visita un campo revolucionario. De vuelta a París se dispone a proyectar sobre una pantalla algunas de las fotografías tomadas durante el viaje. Para su sorpresa en ella se dibuja una imagen completamente imprevista durante el acto fotográfico inicial: el asesinato de Roque Dalton y la presencia de militares argentinos.[7] La toma de Bolaño, en este caso la alucinación de Ulises, sin embargo, no se revela en el exilio europeo, ni en ningún otro sitio, antes bien retiene la fuerza de un negativo nunca revelado, destinado a permanecer en la potencialidad de la poesía.

Arturo Belano, por otra parte, constituye una entidad apenas abordada por la literatura latinoamericana. Esa sería la del escritor-sudaca, un personaje que circula entre grupos de exiliados latinoamericanos en Europa, nunca lejos de apuros económicos. Sus andanzas por España y diversos países europeos, escenario de la mayor parte de la novela, lo convierten en un sujeto fundamentalmente nómada: vive a costa de amistades, sobre todo mujeres, dando tumbos por las vías que ofrece la economía informal y tomando empleos por temporadas, entre ellos, en campamentos de vendimia. Con el tiempo logra escribir para un periódico en Barcelona pero es sólo una labor esporádica que describe más como actividad mercenaria que como profesión. El desempleo o subempleo se vuelven para él una suerte de migrancia literaria, un cálculo para su verdadero afán: escribir novelas. Eventualmente logra cierto éxito como escritor, pero el tema se vuelve materia de ironía, humor y, en especial, paranoia. Un día desafía a duelo a un conocido crítico porque presiente que le hará una mala reseña a su próxima novela aún inédita. A fin de cuentas, era una farsa que se hace obvia desde el comienzo, puesto que la historia de Belano, a ratos exitosa y divertida, sólo confirma gestos de autopromoción narrados por un sobreviviente literario. Su destino no es el de un novelista triunfante que permanece en Europa viajando por México o Chile; digamos, los pasos posibles de una versión autobiográfica de Bolaño, cuyo apellido se parece tanto al del personaje. El destino de Belano es otro: viaja a África encargado por “un periódico madrileño que le pagaba una miseria por cada artículo”[8] para reportar sobre guerras y rebeliones en Angola y otros países cercanos, sin un compromiso particular por las definiciones nacionales ni claras distinciones de la derecha y la izquierda que allí se suponían disputadas. Una vez situado en el terreno, sintiéndose cada vez más cerca de la locura alucinante entre rebeldes mercenarios, opta por quedarse en Angola. Eventualmente desaparece.

Hay otros personajes, tramas e imbricaciones exílicas en Los detectives salvajes que sólo voy a mencionar de pasada, aunque cada una sería digna de un análisis pormenorizado. Auxilio Lacouture (personaje central de Amuleto), uruguaya exiliada en México, es presentada como poeta-madre de la poesía mexicana (los poetas más influyentes de un país para Bolaño no siempre provienen de allí). Se encuentra en la universidad durante la masacre de Tlatelolco y logra sobrevivirla escondida en un baño: un punto de mira altamente irónico ante un episodio tan serio de la historia mexicana que, a su vez, permite una presentación lúdica de la posición testimonial que usualmente reclama un testigo estratégico, sobre todo, tratándose de un exiliado. Otra figuración –decir personaje no sería justo– corresponde a Cesárea Tinajero. Ella es un mito-madre literario también, pero del movimiento realista visceral; una figura que, junto a la de Auxilio, feminiza el clásico mito de la angustia de las influencias entre poetas, con lo cual se perturba la conocida teoría de Harold Bloom sobre la genealogía creativa y, quizá, aún más, la tradición patriarcal mexicana con su estandarte principal, Octavio Paz. Pero Bolaño va más lejos con este personaje, su reto a la tradición poética se dirige hacia lo imposible, a la pertinencia de un idioma tanto nacional como extranjero, ya que Cesárea, posiblemente, no hable español, sino un idioma indígena. Esto quizá explique que cuando le preguntan a los jóvenes realvisceralistas lo que ella significó para la poesía mexicana, su respuesta sea: “el horror” . Finalmente, importa hacer mención de Amadeo Salvatierra. Más que un personaje se trata de una voz exiliada de la historia que lucha por hacer memoria de los años veinte y treinta, años que permitirían recordar a Cesárea en sus tiempos de juventud. Visto más de cerca, sin embargo, Salvatierra sólo configura otro gesto alucinante que busca eslabonar la locura del realismo visceral con el legado artístico de la Revolución Mexicana.

2666

Podríamos comenzar diciendo que 2666 es una obra de 1120 páginas dividida en cinco secciones. El libro permite trabajar a la vez sus partes por separado y en su conjunto. Si Bolaño quiso juntarlas por motivos económicos, como sugiere su editor Ignacio Echevarría,[9] o no, resulta poco relevante para establecer un argumento literario al respecto. En términos de este ensayo considero que las cinco secciones permiten vínculos estrechos a partir de la sensibilidad posexílica que vengo trazando. No podré detenerme en todas aquí pero tocaré elementos clave de cada una. Comenzaré con el relato de Fate –brevemente aludido más arriba–, un periodista afronorteamericano apasionado por la historia de las Panteras Negras, conocido grupo político de negros en Estados Unidos. Fate ha sido enviado a Santa Teresa, México, a reportar sobre una pelea de boxeo, deporte que desconoce totalmente. Una vez allí se entera del feminicidio, los asesinatos de mujeres que están ocurriendo en las zonas de las maquiladoras de esa ciudad. El tema le intriga tanto que se ve motivado a reportarlo desde México, pero no habla español y su editor en Nueva York, encargado de una revista de negros titulada Negro Amanecer, insiste en que olvide el feminicidio y se atenga al evento deportivo.

Podría decirse que el suspenso de esta narración, al igual que su sentido de ironía, tienen que ver con este desencuentro: un periodista de izquierda, racialmente minoritario en Estados Unidos que desea revelar los crímenes que ocurren en la frontera mexicana. Fate, sin embargo, cumple otra función, quizá inesperada, una vez que le permite a Bolaño llevar la dislocación del lenguaje al engranaje racial-nacional. La ciudad de Santa Teresa representada en la novela acoge mexicanos, latinoamericanos y chicanos, casi todos sujetos que cruzan las fronteras del sur y del norte sin pasaporte. Entre ellos está Fate, un afronorteamericano despistado y confuso entre traducciones, temas impuestos, el descubrimiento de los crímenes y la gran ironía de sentir que la ciudadanía norteamericana pudiera ofrecerle seguridad a un fan de las Panteras Negras en un medio tan extraño.[10] La salida o escape que ofrece la novela eleva aún más la apuesta babélica: Fate paulatinamente se integra a un grupo que se reúne frecuentemente para ver filmes del director chicano Robert Rodríguez, cuyos temas remiten directamente a la pornoviolencia. Esta interpelación chicana permite varias figuraciones finales entre idiomas (inglés, español y mezclas creativas de ambos), razas, nacionalidades y etnias (negro, mexicano, latinoamericano); pero también el cruce entre el deseo de reportar sobre los feminicidios en Sonora y el de ver el filme de explotación femenina. En fin: un entorno de ontologías sin brújula que precise el bien y el mal.

No extenderé el ensayo con un análisis detallado de todas las otras secciones de 2666, pero me interesa demarcar un bosquejo de ellas: las que corresponden a Archimboldi, los crímenes, los críticos y Amalfitano. Uno de los aspectos principales en todas sería la tensión creativa que Bolaño establece con la literatura de Borges: aventuras y personajes que se multiplican a partir de la lectura de libros, sujetos dispersos por el mundo que encuentran sentido en una matriz de textos que engendran textos; en fin, una literatura de imbricación exílica que, al mismo tiempo, conduce a la autorreferencialidad y se le escapa.

“La parte de Archimboldi” remite a la historia fascinante de Hans Reiter, escritor nacido en Prusia, una figura clave para Bolaño. Hans es un sujeto sin patria, sin lenguaje y sin canon nacional que llega a ser candidato al Premio Nobel. Su historia es la aventura exílica más desarrollada de ambas novelas. Al nacer parece un mutante más cómodo en el agua que en la tierra. En la escuela no entienden su idiolecto, recorre casi todo el siglo XX por Europa como soldado itinerante, es testigo de un episodio del Holocausto, recibe un balazo en la garganta y su país natal cambia de nombre. Un día, escondido de las fuerzas fascistas, descubre el cuaderno de un escritor judío muerto. A partir de ese momento surge su voz como escritor.

“La parte de los crímenes” demarca un territorio donde proliferan crímenes contra las mujeres que acuden a Santa Teresa en busca de trabajo en las maquiladoras, un espacio de producción casi fuera del control nacional que las vuelve migrantes en su propio país. El contexto queda claramente inscrito, pero no hay una postura de denuncia expuesta en torno a esta trama terrorífica. El texto sólo provee un registro rutinario de cada crimen –cientos de ellos–, con una caracterización detallada de los cuerpos de cada una de las víctimas.[11] Pudiera decirse que en la economía política de remesas, subempleo y flujos de trabajadores, la desaparición y el internamiento se vuelve la norma. El lector queda como Fate, absorto en un medio de explotación sin sentido, incómodamente partícipe de una estética del mal que organiza la presentación de lo sensible.[12]

Esto quizá explique la importancia de Florita y El Penitente, personajes de reality shows que, de algún modo, sirven de escenario indirecto a las masacres, a veces como si fueran un escape o diversión para el público. El Penitente, un vagabundo que va por las calles profanando iglesias, se hace famoso cuando la policía lo acusa de ser el sospechoso principal de los crímenes. Su vida se vuelve motivo de interés público (entrevistas en la televisión, por ejemplo) y su biografía pasa inmediatamente a servir de vehículo mediático para difundir los hechos criminales desde las ocurrencias de un loco divertido. Florita, por su parte, es una anciana vidente con su propio programa de televisión cuya sabiduría popular le permite tocar todos los temas, hacer recomendaciones medicinales y vaticinar el futuro. Desde allí se le permite observar y comentar todo, hasta los crímenes que se traslucen de sus poderes psíquicos.

“La parte de los críticos” nos invita a confirmar si la crítica literaria no afianza una ontología exílica destinada a fracasar en su afán de sujetar la literatura a un eje de sentido, usualmente nacional, a partir de la biografía del escritor. Es obviamente uno de los temas principales de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, el cuento de Borges, donde se dicta que “la crítica suele inventar los autores, elige obras disímiles –el Tao Te King y las 1001 noches, digamos–, las atribuye a un mismo autor y luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme de lettres».[13] Importa destacar que esta cita cruza el español, el chino, el francés y el árabe, tradiciones literarias que Borges lleva lejos de la circunscripción nacional. Bolaño, por su parte, presenta a cuatro críticos dedicados a la obra de un escritor que se apellida Archimboldi y escribe en alemán, prolífico pero desconocido. Tres son hombres –un francés, un español y un italiano– y una mujer inglesa, deseada por los tres. En su conjunto componen una suerte de contingente de profesores de literatura comparada. El texto propone así una labor casi imposible: ¿cómo producir aventuras más o menos interesantes de vidas ensimismadas en la rutina de congresos, libros e inquinas profesionales dedicadas a un mismo tema?

“La parte de Archimboldi” poco a poco va mostrando cómo el objeto del deseo de los críticos –lenguaje y vida del autor– nunca está muy lejos del habla y el cuerpo de ellos mismos, y que la erudición y el buen gusto –es decir, la producción de conocimiento– pueden fácilmente llegar a la violencia cuando los mundos y lenguajes desconocidos no son neutralizados. Dos episodios permiten resumir esta figuración. Uno corresponde al cruce de códigos sexuales entre un taxista pakistaní y tres de los críticos que se encuentran en un congreso celebrado en las calles de Londres. Los académicos conversaban sobre libros y la posibilidad de un ménage á trois que venían tramando sin éxito durante meses. El taxista, al entreoír este dialogo en el asiento trasero, paró el taxi e irrumpió con ira cuestionando la moralidad de los dos hombres puesto que su ideología no permitía que tomaran esa libertad con una mujer, a menos que esta fuera una prostituta. Hubo un intento de atenuar la situación intercambiando opiniones al respecto, pero fue imposible. Inmediatamente los dos críticos hombres se violentaron de una forma insólita, sacaron al pakistaní del taxi y lo golpearon hasta dejarlo casi muerto en la calle mientras la mujer crítica observaba la escena atenta y pasivamente.

El momento de dispersión final ocurre cuando los críticos van a México en busca de su autor, Archimboldi. Más que ubicarlo, necesitan producir su cuerpo pues nadie ha visto nunca a ese hombre que ha motivado tantos ensayos, congresos y ediciones. Hacía falta entonces construir una biografita de su figura. Los lectores la necesitan. En Santa Teresa, sin embargo, los críticos se pierden, no físicamente, como Ulises en Centroamérica, sino porque, de pronto, están ante un lenguaje que ignoran, aun siendo políglotas internacionales. Fuera del entorno académico no entendían el español que allí se hablaba. Y así se van desorientando hasta que un día, ya casi sin habla en Sonora, realizan su ménage á trois, esta vez, iniciado por ella.

Daré cierre a este ensayo con un comentario un poco más extenso sobre “La parte de Amalfitano”, la cual quizá provea un índice de lectura inesperado. Amalfitano es el único personaje que remite a Chile. De allí salió huyendo este un profesor de filosofía después del golpe militar en 1973 para enrumbarse primero hacia Barcelona y luego hacia Santa Teresa. Los motivos de estos cambios no están claros; a veces parecen ser conflictos sentimentales, a veces el azar. En Santa Teresa descubre que el director del departamento académico donde trabaja considera que la filosofía es obsoleta, que prefiere la ciencia, la historia y, sobre todo, las biografías. En este contexto, desprovisto de nación, vida personal y apoyo profesional, Amalfitano protagoniza una exploración inusual en la que la locura y la vanguardia figuran un prisma para examinar el exilio. Desempacando la biblioteca que traía consigo de Chile y Barcelona se da un primer encuentro con un libro que determina casi todo el relato. La escena presenta alusiones obvias al desempaque de la biblioteca de Walter Benjamin, a los ejercicios de improvisación surrealista y a la autorreferencialidad borgiana, aunque el encuentro de un segundo libro al final del texto permite ver el giro que Bolaño da a estos conocidos modos de inmanencia literaria.

El volumen que aparece primero en su maleta, El testamento geométrico, escrito por el poeta gallego Rafael Dieste, es un tratado sobre la geometría que Amalfitano nunca recuerda haber poseído. Así su aparición queda en el plano de lo fortuito. Ante tal descubrimiento Amalfitano se inspira y decide colgar el libro de Dieste en la tendedera de su traspatio. Con ello da cuerpo a una instalación que parece situarse entre la teoría del juego y los ready-made de Duchamp, la infinitud de posibilidades entre la poesía y las matemáticas. El acto de leer y releer este texto bajo estas condiciones implica curar una instalación expuesta a los elementos naturales y participar en una suerte de locura que permite cultivar juegos y pasiones simultáneamente. La instalación de Amalfitano se presenta como una forma alternativa de acercarse al conocimiento a partir del arte. Eventualmente, asegura el personaje, escucha que del libro se desprenden voces del pasado, especialmente de Chile. La locura individual pasa al ámbito nacional cuando Amalfitano asocia estas voces con una forma de telepatía, un vínculo que le permite recordar otro libro que también había llegado fortuitamente a sus manos. Ese otro libro, editado en 1978, se llamaba O’Higgins es araucano y se subtitulaba 17 pruebas, tomadas de la Historia Secreta de la Araucanía. Su autor, Lonko Kilapán, era una figura oficial en Chile cuyos títulos personales incluían Presidente de la Confederación Indígena Chilena, Secretario de la Academia Araucana del Lenguaje e Historiador Oficial de la Raza (p. 276).

Kilapán conduce directamente a la temática racial de Bolaño, un aspecto casi nunca abordado por sus lectores. Fate, las Panteras Negras y el feminicidio eran indicios; pero en este caso tiene que ver con Chile y su pasado indígena: una relación históricamente reprimida por la vocación eurocéntrica de la cultura oficial. No está claro, sin embargo, si se trata de una burla de la ideología criolla tradicional, una fantasía racista de la dictadura de Pinochet o una fusión diabólica de ambas que Amalfitano deduce a partir de su locura filosófica en el estado de Sonora. El afán de Kilapán es agrandar la patria buscando un modelo intelectual que permita sumar, en vez de restar, el legado indígena al criollo europeo. Se consagra entonces a un estudio minucioso de nombres y apellidos de los padres de la patria que permita especular sobre morfemas y matrimonios mixtos, lenguas y familias. Encuentra otra pista en los lenguajes secretos y modos de conocimiento que el idioma español nunca hubiera podido conocer o traducir, entre ellos la telepatía y el adkintuwe que le permitieron al pueblo araucano sobrevivir primero en otros continentes y luego en Chile. Es decir, Kilapán va aunando con métodos filológicos y creatividad historicista todo un nuevo legado nacional, heroico y complejo de tal magnitud que le permite concluir que el pasado indígena de Chile pudiera estar vinculado a Grecia. El pasado indígena permite concertar un Chile que es, por tanto, del mismo orden o nivel o al menos equiparable al griego clásico.

Los cálculos filológicos –como bien sabían Auerbach y Spitzer, o el propio Said–deliran en la precisión de su alcance analógico. Tanto es así que le permiten a Amalfitano elaborar lazos entre los dos libros que acompañan su locura: El testamento geométrico, del gallego Dieste y O’Higgins es araucano, de Kilapán. Es posible alegar que Amalfitano saca dos conclusiones en limpio con la lectura de estos dos libros: a) su propia madre, Doña Eugenia Riquelme, pudo haberse derivado de la misma familia que la madre de Bernardo O’Higgins (combinaba también elementos indígena y griego); y b) alguien inspirado por “el lector activo preconizado por Cortázar” (p. 286) podría sospechar que la fecha, el nombre del autor y el propio libro de Kilapán provenían del gobierno militar, si bien la prosa grandilocuente también podría atribuirse a cualquier chileno ya que acomodaba todos los estilos y tendencias políticas, de Pinochet a Frei, “desde los conservadores hasta los comunistas, desde los nuevos liberales hasta los viejos sobrevivientes de la MIR” (p. 287). De manera que Amalfitano, concluiría el lector, descubre la geometría de la ideología nacionalista entre estos dos textos: una fuerza siempre dispuesta a reclamar la dislocación en sus cálculos, tanto en el presente como en el pasado. El destino de Amalfitano, como el de los otros protagonistas de 2666, permanece incierto. No hay retorno al país natal ni futuro en el exilio, pero queda un azar literario urgido por un archivo interminable de ingenios numéricos y temáticos.

Notas

[1] La antología de Celina Manzoni Roberto Bolaño: la escritura como tauromaquia (Ediciones Corregidor, Buenos Aires, 2002) es uno de los primeros aportes importantes sobre este autor. La selección de ensayos editados por el Journal of Latin American Cultural Studies (vol. 18, n.os 2-3, 2009) es otra, más reciente, que contiene aproximaciones valiosas.

[2] La introducción de Lois Parkinson Zamora y Silvia Spitta a su volumen The Americas, Otherwise (Duke University Press, 2009) refleja esta incertidumbre ante la obra de Bolaño. Aquí se recoge el ya famoso ensayo de Sarah Pollack dedicado al problema del éxito del chileno en Estados Unidos. Pollack presenta un acopio valioso de información para sostener la queja de que Bolaño ha sido objeto de muchas traducciones al inglés ancladas en malas lecturas de América Latina. El ensayo, sin embargo, no ofrece otras lecturas, sólo se adhiere al éxito del fenómeno editorial. (Cfr. Sarah Pollack: “Latin America Translated (Again): Roberto Bolaño’s The Savage Detectives in the United States”, Comparative Literature, vol. 61, n.o 3, 2009, pp. 346-365)

[3] El ensayo de Alberto Medina parte del principio de que sería una falta de rigor no estudiar la obra de Bolaño en un estrecho vínculo con su autobiografía. Por eso su análisis del exilio en Bolaño lee algunas novelas a partir de la vida o las declaraciones del autor. Este trabajo, por el contrario, propone el rigor desde otro acercamiento, esto es: que las obras de Bolaño exigen una lectura detenida desde una disciplina distinta a la que se basa en especulaciones sobre la biografía del autor. (Cfr. Alberto Medina: «Arts of Homelessness: Roberto Bolaño or the Commodification of Exile», Novel: A Forum on Fiction,  vol. 42, n.o 3, 2009)

[4] Cfr. Paul de Man, «Literary History and Literary Modernity», Blindness and Insight: Essays in the Rhetoric of Contemporary Criticism, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1983, pp. 142-165.

[5] Los ensayos de Philip Derbyshire y Sergio Villalobos-Ruminott son altamente ilustrativos de esta coyuntura («Los detectives salvajes: Line, Loss and the Political», Journal of Latin American Cultural Studies, vol. 18, n.o 2, 2009, pp. 167-176).

[6] El reciente ensayo de Jakob Norberg abre nuevas pistas sobre Minima Moralia (“Adorno’s Advice: Minima Moralia and the Critique of Liberalism”, PMLA, vol. 126, n.o 2, 2011, pp. 398-411).

[7] Para un análisis más detenido del texto de Cortázar puede verse mi libro Latin Americanism (Minnesota University Press, Minneapolis, 1999).  El libro de Alberto Garrido Exilio, nostalgia y creación es también importante sobre el tema del exilio literario latinoamericano. Recoge textos de Cortázar, Cardenal, Benedetti, Galeano y otros, escritos durante la década del setenta. (Cfr. Alberto Garrido (comp.): Exilio, nostalgia y creación, Dirección de Cultura de la Universidad de los Andes, Mérida, Venezuela, 1987)

[8] Roberto Bolaño: Los detectives salvajes, Anagrama, Barcelona, 1998, p. 527. Todas las citas a la novela han sido tomadas de esta edición.

[9] Roberto Bolaño: 2666, Anagrama, Barcelona, 2004. Todas las restantes citas de la novela han sido extraídas de esta edición.

[10] El ensayo de Brett Levinson contiene un análisis muy sugerente sobre el tema del lenguaje en el personaje de Fate (“Case Closed: Madness and Dissociation in 2666”,  Journal of Latin American Cultural Studies, vol. 18, n.o 2, 2009, pp. 177-191).

[11] Sobre la postura del escritor ante los feminicidios trata en parte el ensayo de Jean Franco “Questions for Bolaño” (Journal of Latin American Cultural Studies, vol. 18, n.o 2, pp. 207-217).

[12] Derivo este concepto de la obra de Jacques Rancière, en particular, de su The Politics of Aesthetics: the Distribution of the Sensible (Continuum, London/ New York, 2004).

[13] Jorge Luis Borges: “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, Obras completas. 1923-1972, Emecé Editores, Buenos Aires, 1984,  p. 439.

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