Fotograma de ‘Corazón azul’, Miguel Coyula, dir., 2021

Las gigantescas pizarras humanas norcoreanas siempre me han parecido el máximo símbolo del sistema aberrante al que largan preces con sus sincrónicas coreografías y sus figuraciones propagandísticas de rutilantes colores, contrastantes con la común grisura sucia de los paisajes urbanos y humanos del reino juche de los Kim.

Estas pizarras son una aparatosa metáfora de la supresión de la individualidad, de la total anulación volitiva a favor de un esfuerzo conjunto de colmena. Las perspectivas panorámicas que proponen estas grandes formas terminan diluyendo a los sujetos implicados bajo una ilusión multicolor. El ser humano se vuelve aquí microscópico, atómico, a favor de una imagen general que lo supera y sacrifica como singularidad. Todos a una, pero no como Fuenteovejuna.

Pero los regímenes absolutos, antidialécticos, enquistados e hipertrofiados no sólo generan masividades adocenadas como estas, sino también pueden procrear otros tipos de monstruosidades, cuya destructiva individualidad y marginalidad apocalíptica los convierten en las más encarnizadas némesis de sus creadores. Justo como el doctor Víctor Frankenstein pretendiera manipular las leyes naturales hasta los extremos más heréticos, y su creatura anómala –pretendido nuevo y superior género humano– terminara vagando en los pliegues más externos de la civilización para destruir finalmente a su propio ingeniero progenitor.

Las posturas extremas, de “todo o nada”, sólo pueden destilar retortas descendencias extremas, de antitética radicalidad, marcadas por el binarismo con que tales poderes miden y condicionan todos sus actos. Lo absoluto como progenie de lo absoluto. Dioses hijos de dioses, a los que al final no les queda más que devorar a sus descendientes o ser derrocados por ellos.

Estos fenómenos caóticos, estos freaks (auto)segregados, resultan mucho más que las simples antípodas fatídicas de las grandes coreografías de masas asertivas organizadas en pizarras humanas o en desfiles de reafirmación política. Resultan las cargas detonantes que implosionarán todas estas puestas en escena altamente kitsch y esencialmente falsas. Son la muerte roja de Poe infiltrándose en la mascarada de la élite que se piensa a salvo de la peste y la decadencia circundantes.

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De tales vástagos aberrados de una pretensión aberrada va Corazón azul (2021), tercer largometraje de ficción del realizador cubano Miguel Coyula (Cucarachas rojas, Memorias del desarrollo), una nada humorística sátira política trenzada en clave de ciencia ficción biopunk, a cuyos distintivos tintes distópicos, nihilistas y éticos –esencialmente políticos– se suman elementos del body horror de signo cronengberiano (The Brood, Scanners), y se le descubren herencias más añejas al estilo de Freaks (1932), de Tod Browning.

Como los Scanners de David Cronenberg, los protagonistas de la película son fruto de la manipulación genética desde el minuto uno de la gestación –para lo cual el gobierno cubano contrata a una ambivalente empresa estadounidense nombrada DNA 21, que preconiza una actualizada modalidad de eugenesia– en pos de construir una raza superior que lleve a feliz término el legado político de sus creadores, en este caso el hombre nuevo cubano proyectado desde la primera década de la revolución de 1959, como instrumento definitorio que propulsaría a la nación hacia cimas de iluminado humanismo que terminarían redefiniendo el propio término de Utopía y las propias lógicas evolutivas del homo sapiens.

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De manera secreta, el poder cubano recreado en la película ha hecho la última y desesperada apuesta por conseguir el hombre nuevo real, ante el fracaso sistémico y sistemático por “revolucionar” la propia esencia de la especie humana, que más que nada garantizaría una perpetuación ante la historia, la eternización de un legado real que no se desmorone en la polvareda dialéctica de la historia, como sucede con todas las acciones y creaciones de los poderes y civilizaciones. Al final, terminan tales legatarios de probeta como una panda de outsiders con poderes suprahumanos, ocultos en las sombras, obsesionados con vengarse contra su herencia no deseada y descoyuntar el proyecto de sus ascendientes.

Fotograma de ‘Corazón azul’ Miguel Coyula dir. 2021 1 | Rialta
Fotograma de ‘Corazón azul’, Miguel Coyula, dir., 2021

Como los violentos enanos sin ombligo de The Brood (1979), también de Cronenberg, que brotan de una madre trastornada y repleta de ira, los protagonistas de Corazón azul son frutos y extensiones de la arrolladora fuerza que cambió el paisaje sociopolítico cubano con furia transmutatoria en pocos meses, del “terror revolucionario”, del frenesí telúrico, de la saña del triunfador absoluto que rescribe la historia en términos tajantes, del dogma incontrovertible, del axioma irrefutable. Son hijos del “porque sí”, capaces sólo de engendrar caos, de exudar anarquía.

Como los “fenómenos” de la aun inquietante Freaks, esta prole antiheroica, súper atrofiada, de hombres nuevos y mujeres nuevas, se agrupan y resguardan en una cofradía secreta, en busca de los semejantes desperdigados por la isla, cuyos poderes y deformidades no han emergido aún en todo su esplendor, pero ya se presienten o enuncian. Son rotundamente gregarios, como toda tribu marginal que se parapeta entre sus escogidos miembros, que crea alianzas de hierro, que hace del objetivo de uno el objetivo de todos. Y, en este caso, ese objetivo es el asesinato de los progenitores que los dañaron desde antes que existieran, desde el mismo momento en que los planificaron como instrumentos y no como seres autónomos. Los hijos contra Saturno. Lo devorados contra el glotón que los regurgitó para zampárselos de nuevo, una y otra vez.

El relato se contextualiza en una Cuba ucrónica, cuya contemporaneidad está signada por el auge de una industria petrolera desarrollada de sopetón tras el hallazgo de fuentes inestimables del combustible alrededor del archipiélago. Las plataformas marítimas de extracción se multiplican en las aguas de la bahía de La Habana, expandiendo sobre los cielos del país una capa perenne de nubes de polución. La luz tropical de casi insoportable brillantez es sustituida por una monótona claridad plomiza que degrada colores, diluye tonalidades. Camufla todo en un ceniciento irregular, que prima definitoriamente en los campos de la heráldica de la Distopía.

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Miguel Coyula estructura su filme con una lógica coral y episódica que alterna los protagonismos de personajes que se hallan en distintos tramos del camino del héroe, aunque todos converjan en la sorpresiva anagnórisis final, que a manera de melodramática revelación –planteada y resuelta desde una puesta en escena íntima y a la vez delirante–, sella las suertes de estos sujetos, revelándolos como parte de una ciclicidad enloquecida, donde apenas son víctimas con los dientes más afilados que el resto.

La anómala incomodidad en que viven, la desazón que provocan en el resto de los mortales y en la propia realidad, son aguzadas por la poca claridad que el director y guionista (y fotógrafo, y montador, y animador, y posproductor, etc.) echa sobre las verdaderas dimensiones de sus poderes paranormales. En Corazón azul hay enrarecidas variantes, o apenas meras insinuaciones de la telequinesis, la telepatía, la clarividencia, junto a otras rarezas que resultan más extravagantes e incómodas mientras son menos definidas.

Una de las mutaciones del personaje de Elena (Lynn Cruz) se inscribe en la zona del body horror, sugerido desde fugaces y bizarros planos, pero sobre todo desde el sonido crepitante de la carne y los fluidos liberados. Además de capacidades extrasensoriales, esta mujer tiene “algo” en su organismo, una sima, un vórtice, quizás un parásito que abre sus mandíbulas al mundo, ejerciendo sobre este y sobre ella un influjo ignoto, sin propósitos confesos ni consecuencias mesurables. Asimismo, los no pocos elementos gore de la película se resuelven desde el sonido incordiante de la piel y las vísceras trucidadas, sin llegar a una explicitación sanguinolenta que a la larga le reste pavor a lo planteado fuera de campo.

Fotograma de ‘Corazón azul’ Miguel Coyula dir. 2021 2 | Rialta
Fotograma de ‘Corazón azul’, Miguel Coyula, dir., 2021

Los poderes del personaje de David (Carlos Gronlier), quien experimenta la evolución heroica más completa durante la trama, pendulan entre lo precognitivo y otras capacidades psíquicas más letales de potencia inexplorada. Mientras que el simplemente nombrado Caso #1 (Miguel Coyula), líder y ¿evil? mastermind del grupo, muy a lo V de Alan Moore, exhibe poderes más nítidamente telequinésicos o psicoquinésicos, en tanto su identidad, procederes y objetivos permanecen casi todo el tiempo tan embozados como su rostro. Diana (Mariana Alom), un personaje tan potente como desarrollado menos de lo que quizás merecía –dada la fuerza que le imprime la actriz–, acusa cierta misteriosa capacidad regenerativa de su cuerpo que aumenta las interrogantes sobre ella.

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Aunque Corazón azul comulga confesamente con el mundo planteado en su primer largometraje, Cucarachas rojas (Red Cockroaches, 2003), con la que hasta comparte algunos personajes como el Dr. Fredersen (Jeff Puccillo), Coyula se decanta en no pocas decisivas secuencias por el collage y el pastiche de los que hace gala en su memorable Memorias del desarrollo (2010).

Como suerte de fusión de ambas estéticas, las de Cucarachas… y Memorias…, Corazón azul va desde el pseudodocumentalismo presente en entrevistas de falsas cadenas televisivas a falsos expertos y a falsos públicos, falsos segmentos noticiosos internacionales en varios idiomas y falsos canales de YouTube; hasta las manipulaciones de materiales de archivo que son readecuados a la diégesis planteada, y de la propia faz de parajes cubanos a partir de VFX invisibles, que rescriben el paisaje urbano de La Habana y otras zonas del país, como la ruina nonata de la Central Electronuclear de Juraguá en Cienfuegos; hasta la animación más lata, esta vez suscribiendo entusiastamente la estética del anime japonés producido en los años setenta y principio de los ochenta, del que es confeso admirador.

Los fragmentos de una imaginaria película japonesa, potencialmente de largometraje, cuyo estilo remite a creadores como Osamu Dezaki (Golgo 13, Raqueta de oro, La rosa de Versalles), aparecen en secuencias clave que trascienden el simple manifiesto cinéfilo y generacional de un cubano nacido en 1977, crecido entre una profusa programación de animes en televisión y cine.

Miguel Cyula en un fotograma de ‘Corazón azul’. 2021 | Rialta
Miguel Coyula en un fotograma de ‘Corazón azul’, 2021

La “falsa” película, insertada en la diégesis, vista por varios de los personajes en sus respectivos televisores, ofrece claves sobre las naturalezas mutantes de estos, compensando las elipsis bruscas con las que el director hace avanzar un relato nada disimuladamente fragmentario, tan fraccionado como desgarrados son sus personajes, cual los inútiles miembros amputados de un organismo quebrantado bajo el peso de su propia extemporaneidad. Hasta pueden considerarse andrajos izados sobre las almenas de una fortaleza desecha en menudos pedazos, a la que ni los muertos ni los mutantes pueden (o quieren) alzar los brazos para defender.

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Aunque Corazón azul es una película de rebelión y explicitud política, no es una obra de agitprop –dadas las esencias triunfalistas inmanentes a este género propagandístico–, sino la crónica macilenta, y hasta trágicamente romántica por momentos, de un fracaso. Es relatoría de la muerte prematura del último experimento de un poder exhausto que se resiste a morir, como si el señor Valdemar de otro de los cuentos de Poe se autohipnotizara para permanecer innaturalmente en el reino de los vivos, exhibiendo desafiantemente su lengua hinchada a la Muerte.

La intervención televisiva que en determinado momento hace el líder de los mutantes en unos estudios oficiales tomados –del ICRT, aquí rebautizado ICRTV–, no es una convocatoria al levantamiento popular, sino una melancólica recriminación a las complicidades displicentes de un pueblo inane. Es el obituario de un proyecto, de una pretensión, de una ambición, de una alucinación. Es la belleza de la descomposición y la discordancia de una pizarra humana cuyas únicas coreografías, únicos diseños y únicas armonías son el caos y la disgregación. Fuenteovejuna, todos a ninguna.

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ANTONIO ENRIQUE GONZÁLEZ ROJAS
Antonio Enrique González Rojas (Cienfuegos, 1981). Periodista y crítico de arte. Textos especializados suyos aparecen en publicaciones como La Gaceta de Cuba, Cine cubano: La pupila insomne, El Caimán Barbudo, Hypermedia Magazine, Altercine (IPS Cuba), Cine Cubano, Esquife, Noticias de Arte Cubano, Bisiesto (Muestra Joven ICAIC), Enfoco (EICTV), la revista del Festival de Cine de La Habana, y otras. Ha sido guionista de varios programas televisivos especializados en audiovisual como Lente Joven, Banda Sonora e íconos del celuloide. Ha integrado jurados de la prensa en eventos como el Festival de Cine de La Habana. Ha publicado libros de ficción y crítica de cine, entre los que se encuentran: Voces en la niebla. Un lustro de cine joven cubano (2010-2015) (Ediciones Claustrofobias, 2016) y Tras el telón de celuloide. Acercamientos al cine cubano (Editorial Primigenios, 2019). Un tercer volumen titulado “Críticas, mentiras y cintas de video” está en proceso de edición.

3 comentarios

  1. un punto interesante sobre FREAKS es la frontal y goyesca imagen de los negros monstruos. He enseñado la película en salones universitarios y el tema negro es piedra de choque.
    Esta película de Coyula es un producto descolorido en tanto ignora el asunto negro en las relaciones cubanas con la hiperrealidad de sus racismos

    • Respondiendo a mi mismo, la frase final sobre lo descolorido se equivoca, aunque no en afirmar el sobre color de los colores raciales cubanos; precisamente en referencia a los freaks: que fue lo híper negro o AfroAmericano en el momento Jim Crow máximo de cuando el hambre se sumaba al racismo en los 30

    • NO meter la raza en este azunto! Se trata de «malnacidos», de «deformaciones congénitas» pero en el terreno de lo político no de lo genético. Extrapolar la categorías sociales nacidas en los laboratorios universitarios norteamericanos a la muy avanzada interacción racial cubana es «atrasarnos» en el sentido racial que tiene ese término entre nosotros. Es «atrasar la raza».

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