ʽEn el jardín’, Josef Sudek, circa 1954-1959

Llegué a Otra vida de Daniel Lipara luego de escucharlo recitar en El Rayo Verde (edición febrero 2020) y sumarlo a la lista de poetas por leer urgente. De esas urgencias que surgen de una fibra íntima trastocada. En una de las reseñas que leí se alude al efecto de Otra vida como un “éxtasis”. Es verdad, escuchar a Daniel genera algo así. Leerlo fue toda otra experiencia. Un viaje épico y metafísico. Versos que resuenan y te piden ir y venir sobre las páginas, sumado a esa cadencia entre solemne y mágica que te hace ir y venir en el tiempo. Y tantos ecos que quedan retumbando.

Entre esos ecos, uno que captó en seguida mi interés fue el de los epítetos (“Liliana, la flor de lirio”; “Jorge, el labrador”, etc.) aplicados a cada uno de los personajes que van apareciendo en el poemario. Este recurso, tal vez el que más contribuye a dotar la experiencia del yo-lírico de un aura épica, se aparta un tanto del uso clásico. Si Aquiles, Odiseo y el resto de los personajes homéricos son nombrados y se definen a partir de su característica personal –“real”– más sobresaliente –“Aquiles, el de los pies ligeros”, “Odiseo, fecundo en ardides”–, en Otra vida es el significado del nombre, la propia historia cuasi-etimológica del término, la que se utiliza para definir a sus personajes. En este sentido, también me quedó retumbando la pregunta que se hace Ezequiel Zaidenwerg en su reseña: ¿por qué este libro con esa liricidad por momentos tan solemne comienza con un verso tan pedestre sobre la tía y su peso? Y creo que es en este particular uso formular donde puede encontrarse una respuesta.

Desde el comienzo, con el título del primer poema ­(“Susana, flor de loto”), el cual coincide con el primer epíteto, y el contraste que se genera con el primer verso (“Mi tía pesa ciento cincuenta kilos”), el poemario deja en evidencia un desajuste entre discurso y “realidad”. Entre el significado del nombre –con toda la liricidad que tiene– y esa tía con sobrepeso, cuya descripción llega a un punto que linda con lo grotesco. Este primer poema, leído a la luz de los otros en los cuales la tía ya es referida directamente con el epíteto “flor de loto” –al que incluso se le agrega “bella”–, deja en evidencia el poder del lenguaje poético y la ficción, que convierte a este ser pedestre en uno de los altos personajes –y más metafísicos– del relato de viaje pseudoépico. Este lenguaje poético que es capaz de albergar y rodear de una atmósfera mítico-sagrada los escenarios más urbanos y transformar en personajes casi elegíacos a la madre psicóloga y al padre taxista. O acaso sea al revés: ¿será que el lenguaje poético es el único capaz de nombrar / revelar la intrínseca belleza de la tía, del resto del mundo e, incluso, de la muerte?

El poema “la isla Lipari” parece también reflexionar sobre lo mismo, sólo que aquí ya no con el significado “etimológico” del apellido, sino con el despliegue de su historia: un relato fundacional que tiene un comienzo épico-mitológico, al que se le suman luego una serie de hechos históricos verídicos. Mito e historia / ficción y realidad parecen dos caras de una misma moneda que, a la vez, están en el origen de la historia del yo que narra. Esa historia de viaje y fundación, de tierra arrasada y vuelta a poblar.

En la lectura de El Rayo el poema que más me impactó fue el del “será sagrado” repetido como mantra. Me pareció hermosa esa pregunta enlazada a todas las cosas más banales, pues mientras alude al aforismo cuasi místico “lo cotidiano es sagrado”, llega al extremo de abarcar el cáncer. Leer el poema “¿es esto lo sagrado?” en el todo del libro le dio un nuevo sentido y lo encontré más genial todavía: en principio, todas esas alusiones a hechos o detalles banales van retomando distintas escenas que se fueron narrando en los poemas, por lo cual se transforma en sí en una pregunta sobre el propio viaje y la propia historia. Pero este “será sagrado” repetido como mantra, leído a la luz del uso formular de los epítetos, creo que sugiere varias cosas más. Principalmente, el desajuste entre discurso y realidad: decir que es sagrado, no lo hace sagrado, así como decir que la tía es una “bella flor” no la acerca más a la belleza –al menos no a la exterior–, o decir que la madre se va a curar no hace que se cure. Pero, al mismo tiempo, es justamente ese decir poético, ese decir que vuelve hechos nimios en objeto del poema y disparadores de preguntas místicas que resultan en una pseudooración, lo que los acerca a lo sagrado. Parece plantearse: la realidad no es en sí sagrada (de hecho, las otras ocurrencias del término “sagrado” en el poemario se relacionan con concepciones culturales –la sacralidad de la vaca, el mono, la cobra– que en el mundo occidental nos parecen irrisorias y que dejan en evidencia cuán subjetiva y cultural es la sacralidad); es el poeta el que con su artificio, envidiablemente lírico y rítmico, eleva la realidad a esta otra dimensión –¿otra vida?– generando como posible efecto de lectura en el lector-auditorio la conclusión: la realidad es sagrada. Y ahí está lo magnífico del artificio: nos la volvió sagrada.

En este sentido, otra pregunta que quedó retumbando luego de leer Otra vida es si el personaje de Sai Baba no es, dentro del poemario, una imagen del artista. En el poema que se titula así (“sai baba”) tenemos de nuevo el juego entre realidad / discurso, esta vez materializado en los dos nombres: el real que aparece al comienzo (Sathya Narayana Rayu) y el que se da a sí mismo: “una mañana / se levanta y llama a su familia / les da flores y frutas que saca de la nada y dice / soy la reencarnación / del santo faquir musulmán / mi linaje y mi clan son sagrados yo soy / Sai Baba”. En estos pocos versos se escenifica el poder de la palabra: es el nuevo nombre autoproclamado lo que transfigura al personaje de hombre “pedestre” en “divino” o “metafísico”. Resulta sugestivo que, más allá del yo lírico, el único personaje de Otra vida que enuncia el término “sagrado” sea él. Y aún más que lo utilice en esta escena. Sai Baba, según su propia construcción discursiva, proviene de linaje sagrado y es la reencarnación de un dios, autoconstrucción que –sabemos– convenció a millones, que comenzaron a seguirlo como un “medio” para conectarse a lo divino. Acaso la figura de Sai Baba aluda a una cierta concepción que ve al artista / poeta como aquel que tiene una relación “íntima” con la realidad o lo “sagrado”, con la otra vida (pienso en “el otro lado” de Cortázar), y que es capaz de llevar, como hace Sai Baba según la tía –en el poema “llegué a la india”–, “de la sombra a la luz”. Acaso se sugiera que esto no es más que otra ficción, producto del artificio del poeta.

El yo-lírico, a su vez, se distancia de esta figura en tanto que nunca se autodefine. “Daniel” es el único nombre que aparece en el poemario del que nunca se da su etimología. Aunque claro, lo que resulta más sugerente es que, por el aura mítico-sagrada que envuelve al texto, el lector puede fácilmente hacer conexiones con el profeta bíblico y preguntarse cuánto tiene este “yo” de profeta. Sí tenemos, en cambio, el relato mítico fundacional de la isla de la que proviene el apellido del “yo”, que nos remite a una historia que siempre se repite y que evidentemente alcanzará al protagonista. El viaje, la fundación y también la tierra vapuleada y arrasada: por el colofón sabemos de la muerte de la madre y, en un momento más cercano al de la escritura, la del padre. ¿Existe experiencia vital más arrasadora que la de la total orfandad?

En esa línea leí al último poema: el protagonista volviendo en su nave por los aires, ve la costa de Buenos Aires y sus esteros como tierra despoblada –aunque labrada– y cierra el poemario “toca[ndo] tierra”. El yo-lírico, nuevo Ulises (o incluso, nuevo Eneas) llega con su nave desde el cielo / mar luego de sus aventuras iniciáticas en la “otra vida”, luego de percibir más de cerca lo sagrado de la vida y la muerte, preparado para refundar esa tierra, o mejor, refundarse a sí mismo. Acaso sea también por esto que “Daniel” no recibe explicación etimológica ni epíteto: durante todo el poemario es un yo niño-adolescente, un yo indefinible, todavía transitando su propia construcción. Así como en “sai baba”, ese gesto discursivo de darse un nuevo nombre coincide –casi performativamente– con su transfiguración en dios reencarnado, el discurso poético devenido libro –disparado por el propio viaje pseudomístico y el enfrentamiento posterior con la muerte– es el que “re-funda” y transfigura al yo-protagonista. Finalizado el poemario, no hay dudas de que este “yo” merece recibir un epíteto y que puede ser sólo uno: Daniel, el poeta.

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