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Derribar la estatua de Chávez

Es esa magia de muerte, que habita en la maquinaria de la imposición dictatorial, con todo y sus símbolos, lo que quiere ser derrocada con la destrucción de sus fetiches.

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Un día después de las elecciones del domingo 28 de julio en Venezuela, una imagen regresa una y otra vez: una estatua de Hugo Chávez con la nariz y la boina rotas es golpeada por alguien con rostro y cabeza cubierta, que deja caer una mandarria sobre el duro material del monumento. Un fondo azul imprime a la imagen la iconicidad suficiente para convertirse en tendencia en el mundo virtual y dotar a los sucesos del día, de otra manera difíciles de capturar en conjunto, de un sentido cabal: los manifestantes venezolanos rechazan no solamente la imposición de un nuevo período de Gobierno de Nicolás Maduro por la vía del fraude, sino también el ideario del chavismo, que los condujo a este momento.

Las estatuas materializan la idea del cuerpo político, una antigua metáfora que permitía imaginar la entidad política en una forma humana emblemática. La metáfora, tan socorrida en el medioevo, fue dejando de tener sentido a medida que, pasados los tiempos de los absolutismos, las entidades políticas se centran más en las articulaciones de sus miembros que en la morfología final del conjunto. Pero siguen siendo importantes aun cuando la discrepancia entre el cuerpo materializado en bronce –o mármol o algún otro material que resista la intemperie– y el cuerpo político que pretende representar sea un abismo insalvable.

Tal discrepancia es siempre salvada por la representación individual: la imagen individual del gobernante alude también a sus gobernados, no importa la forma que tenga la entidad sobre la que gobierne, o a la que dote de un propósito, o a nombre de la cual intente una transformación radical. La individualidad persistente de las estatuas de héroes y próceres puede sugerir lo contrario, pero su capacidad de funcionar como símbolos demuestra que no se trata nunca únicamente de ellos. Así, una puede ver una estatua de un prócer de la independencia, y lo que ve no es ya el prócer sino los valores del mundo que quiso construir. Pero cuando el prócer en cuestión ha buscado ejercitar la idea de una entidad homogénea, moldeada y guiada por el Líder, la antigua pulsión de convertir a la entidad política en un solo cuerpo alcanza su forma más terminada. El líder termina en la estatua, no hay espacio para más: él es el pueblo al que conduce, después de deglutirlo.

Hasta la noche del lunes 29 ocho estatuas habían sido derribadas en Venezuela. Al menos dos de ellas habían sido arrastradas (una completa; de la otra, la cabeza). Tres de ellas, en lugares que habían sido bastiones del chavismo: Guaira, Falcón y Guárico. El derribo de estatuas de Chávez no es, sin embargo, una acción recién incorporada al repertorio de la manifestación en Venezuela. Hasta el 2019, once estatuas habían sido atacadas, varias de ellas durante las manifestaciones de 2017; quemadas, sacadas de su base y lanzadas contra el suelo, una desaparecida, otra decapitada.

Las estatuas tienen, sin duda alguna, un simbolismo que va más allá de la figura particular representada, aunque la elección de la figura representada sea en sí misma fundamental. No cualquiera se gana esa especie de pase a la posteridad mutando de cuerpo y respaldado por un inmenso aparato de producción de iconografía patriótica. Sin embargo, hasta en eso hay diferencias. El Estado del todo –como denominó Taussig al Estado atrapado en su propia compulsión de homogenizar y totalizar– puede elegir eternizar a su figura cimera concentrándose en una única representación, que acapare el talento, los recursos y la atención de los espectadores, o puede tender a la serialización o la producción en masa. Un ejemplo clásico de la producción en masa son los bustos de Martí producidos en Cuba para que ocupen los patios de cada escuela y presidan los sitios solemnes de la ritualidad revolucionaria. Otro grado de serialización, que no llega a la reproducción seriada y vuelta portátil que encarna un busto, lleva a un escritor en 1949 (citado en Taussig) a describir la profusión de estatuas de Bolívar: “A veces ha de parecer que todo el país se ha convertido en un mausoleo con estatuas del Libertador que, como clavos, aseguran rotunda y macizamente el Estado del todo”.

En la Venezuela poschavista la serialización llevó a producir estatuas en una cantidad que el frenesí por reproducir tridimensionalmente la imagen del líder después de su muerte parecía responder a un angustioso intento de recuperar su presencia, aunque fuera por la vía de la magia simpatética. La serialización en la fabricación y ocupación del espacio público de las estatuas de Chávez llegaba a un mundo en el que la multiplicación de la imagen lograba probablemente el efecto contrario: hacer del cuerpo materializado un espectro. Ese es precisamente el objeto de las estatuas: permitir que los espectros orbiten sobre el legado para que transfieran a ese legado la inmovilidad del gesto pétreo. Nadie emplaza una estatua pensando en que será derribada, aunque termine justamente siendo ese el destino de esos seres sordos y silentes pero despiertos a través de la correspondencia entre cuerpo petrificado y presente político.

El simbolismo de la estatua va tomando forma, cargándose de sentido a medida que, tiempo mediante, los efectos de la acción del representado van diluyéndose. Antes de llegar a ese punto, el poder de una estatua es más que simbólico, se trata efectivamente de un cuerpo con poder, que no basta con eliminar de la posición desde la que mira pasar el mundo que ha abandonado.

Por una parte, el cuerpo de la estatua es un cuerpo sustituto. Él es la expresión tangible de cosas más abstractas (ideales, promesas de futuro) cuyas consecuencias son crudamente tangibles y han resultado ser, a menudo, contrarias a las pontificaciones que se hacían en nombre de un bien mayor. Esas realidades, puestas ahí intencionalmente, requieren de la destrucción del cuerpo que las contiene. De modo que tumbar a Chávez, martillarlo, arrastrarlo, no es solo una acción de contenido simbólico que intenta destronar a otro contenido simbólico, aunque sea en el registro de la metáfora política donde podamos comenzar a leerlo. Si fuera únicamente eso, no se pondría en ese gesto tanto esfuerzo, no involucraría tanta fuerza, no requeriría de los epílogos en los que, no bastando haberlo tumbado, es todavía necesario arrastrarlo o decapitarlo.

Se trata por supuesto de un performance político porque en su centro hay una metáfora, un “como si”; se derriba una estatua como si se derribara un Gobierno, se derriba una estatua como si fuera un cuerpo físico. La estatua, que puede funcionar como espectro, como maestro de ceremonias de la ritualidad del Estado, o como símbolo se vuelve, en la performance colectiva de su derribo, un receptáculo de la ira deconstructiva iconoclasta. Pero que sea un performance no quiere decir que se trate de una farsa. Significa únicamente que la acción se produce en el registro de la acción mediada por un cuerpo que es real y es a la vez una metáfora materializada, y que, al operar en ese registro, puede producir nuevas significaciones. La catarsis que acompaña a la acción es real, tanto como lo es la liberación del embrujo de ese cuerpo pesado atravesado a la vista y el espacio. Remover una estatua no es solo un gesto simbólico de rebelión contra lo que ella significa y una reinterpretación del sentido que la vuelve insoportable a la vista. Es nulificar el poder espectral que contiene, para que otros significados puedan habitar el espacio, aún sin cuerpo.

Es la reafirmación de una voluntad de vida. Como escribía Taussig sobre la producción de imaginería en el Estado del todo, “la característica primordial del fetiche [es] registrar la representación antes que el ser representado, el modo de significación a expensas del objeto que está siendo significado. Las estatuas, así petrificadas, y más enfáticamente los dibujos de las estatuas, engendran cierta magia de muerte que establece una concordancia entre la metaimagen y el poder de los espíritus”. Es esa magia de muerte, que habita en la maquinaria de la imposición dictatorial, con todo y sus símbolos, lo que quiere ser derrocado con la destrucción de sus fetiches.

HILDA LANDROVE
HILDA LANDROVE
Hilda Landrove. Investigadora, ensayista y promotora cultural cubana radicada en México. Se ha dedicado durante años al emprendimiento social y cultural, y más recientemente a la investigación académica en temas de antropología política. Es Dra. en Estudios Mesoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Entre sus principales líneas de investigación se encuentran la acción política en contextos cerrados, los movimientos políticos de los pueblos amerindios y las dinámicas del poder y el contrapoder a través de las disputas narrativas en la esfera pública. Es profesora de Cátedra del Tecnológico de Monterrey (campus Querétaro). Conduce y coordina el podcast Caminero.

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